Выбрать главу

«Déjalo pasar», se dijo, y corrió hacia el puente. A su espalda, en el Estanque del Molino, las formas de cisnes y patos se recortaban en la atmósfera brumosa, mientras que en la orilla sudoeste las ramas de un sauce se hundían en el agua. Elena lanzó una última mirada hacia atrás, pero nadie corrió a su encuentro, de modo que prosiguió su camino.

Calculó mal el ángulo al bajar por la pendiente de la esclusa y notó un leve tirón en un músculo de la pierna. Se encogió de dolor, pero no se paró. Había hecho un tiempo desastroso (aunque ni siquiera sabía cuál), pero tal vez recuperaría unos segundos cuando llegara a la calzada elevada. Recuperó el paso de antes.

La calzada se estrechó hasta convertirse en una franja de asfalto, con el río a la izquierda y la amplia extensión de Sheep's Green, oculta por la niebla, a la derecha. En este punto, las gigantescas siluetas de los árboles se elevaban por encima de la niebla, y las barandillas de las pasarelas practicaban surcos blancos, cuando las luces ocasionales procedentes del otro lado del río lograban taladrar la oscuridad. Mientras corría, los patos se deslizaban en silencio desde la orilla al agua. Elena buscó en el bolsillo el último fragmento de tostada, que desmenuzó y tiró en dirección a las aves.

Los dedos de sus pies chocaban contra el extremo de las bambas. Le dolían las orejas de frío. Se ciñó la cinta de la capucha debajo de la barbilla, sacó un par de mitones del bolsillo de la chaqueta, se los puso, sopló sobre sus manos y las apretó contra su cara helada.

Delante de ella, el río se dividía en dos partes (el cuerpo principal y un arroyo sombrío) cuando rodeaba la isla de Robinson Crusoe, una pequeña masa de tierra erizada en su extremo sur de árboles y vegetación, en tanto el extremo norte se dedicaba a reparar los botes de remos, canoas, bateas y demás embarcaciones de los colegios. Una hoguera se había encendido en la zona hacía poco, porque Elena distinguió sus restos en el aire. Alguien habría acampado ilegalmente en la parte norte de la isla por la noche, dejando atrás los restos de madera carbonizada, extinguidos al poco tiempo por el agua. Olía diferente de un fuego fallecido de muerte natural.

Elena, picada por la curiosidad, miró entre los árboles mientras corría paralela al extremo norte de la isla. Canoas y botes de remos amontonados, de madera reluciente y mojada por la niebla, pero no había nadie.

El sendero empezó a subir hacia Fen Causeway, que señalaba el final del primer tramo de su carrera. Como de costumbre, acometió el ascenso con renovadas energías. Respiraba con fuerza, pero notaba la presión cada vez mayor en su pecho. Cuando ya se estaba acostumbrando a su nueva velocidad, les vio.

Dos siluetas aparecieron frente a ella, una agachada y la otra tendida sobre el sendero. Eran amorfas, semiocultas por las sombras, y daba la impresión de que temblaban como hologramas vacilantes, iluminadas desde atrás por la luz oscilante y filtrada procedente de la calzada elevada, a unos veinte metros de distancia. La silueta acuclillada, tal vez al oír los pasos de Elena, se volvió hacia ella y levantó una mano. La otra siguió inmóvil.

Elena forzó la vista. Sus ojos saltaron de una silueta a la otra. Vio el tamaño. Vio las dimensiones.

Townee, pensó, y corrió hacia delante.

La figura acuclillada se irguió, se alejó de Elena y pareció desaparecer en la niebla más espesa arremolinada cerca de la pasarela que comunicaba el sendero con la isla. Elena se detuvo y cayó de rodillas. Extendió la mano, palpó y se encontró examinando lo que parecía tan solo una vieja chaqueta rellena de harapos.

Se volvió, confusa, con una mano apoyada en el suelo, para levantarse. Reunió aliento para hablar. En ese momento, la pesada bruma se astilló frente a ella. Captó un fugaz movimiento a su izquierda. Recibió el primer golpe.

La alcanzó de pleno entre los ojos. Un rayo atravesó su campo visual. Su cuerpo cayó hacia atrás.

El segundo golpe fue descargado contra su nariz y mejilla. Perforó la piel y rompió el hueso cigomático como si fuera de cristal.

Si hubo un tercer golpe, la muchacha no lo sintió.

Pasaban de las siete cuando Sarah Gordon frenó su Escort en la amplia zona de calzada situada a la derecha del departamento de Ingeniería de la universidad. Pese a la niebla y el tráfico matinal, había cubierto la distancia desde su casa en menos de quince minutos, lanzada por Fen Causeway como si la persiguiera una legión de demonios. Puso el freno de mano, salió a la húmeda mañana y cerró la puerta.

Del maletero del coche sacó su equipo: una silla plegable, un cuaderno de bocetos, una caja de madera, un caballete y dos lienzos. Dejó estos objetos en el suelo, a sus pies, e investigó el maletero, preguntándose si había olvidado algo. Se concentró en los detalles (los carboncillos, pinturas al temple y pinceles de la caja), y trató de ignorar las crecientes náuseas y el hecho de que los temblores debilitaban sus piernas.

Permaneció unos momentos con la cabeza apoyada sobre la sucia cubierta del maletero y se obligó a pensar tan solo en la pintura. Era algo que había meditado, empezado, desarrollado y terminado incontables veces desde su niñez, de forma que los elementos eran como viejos amigos. El tema, el lugar, la luz, la composición, la elección de los medios exigían toda su concentración. Intentó entregarse a ella. El mundo de las posibilidades se estaba abriendo. Esta mañana representaba un renacimiento sagrado.

Siete semanas antes había señalado este día, trece de noviembre, en el calendario. Había escrito «Hazlo» sobre aquel pequeño cuadrado blanco de esperanza, y ahora se disponía a terminar con ocho meses de inactividad, utilizando el único medio que conocía para recobrar la pasión con que en otro tiempo había acometido su obra. Si al menos pudiera reunir la valentía necesaria para sobreponerse a un revés sin importancia…

Cerró la cubierta del maletero y recogió su equipo. Cada objeto encontró su lugar preciso en sus manos y bajo los brazos. Ni tan siquiera se produjo el momento de pánico al preguntarse cómo había logrado transportar todo en el pasado. Y el hecho de que algunos actos parecían automáticos, como ir en bicicleta, le dio ánimos por un instante. Regresó por Fen Causeway y bajó la pendiente hacia la isla de Robinson Crusoe, diciéndose que el pasado había muerto, que había venido a enterrarlo.

Durante demasiado tiempo había permanecido como atontada frente a un caballete, incapaz de pensar en las posibilidades curativas inherentes al simple acto de crear. A lo largo de aquellos meses no había creado otra cosa que los medios de contribuir a su destrucción, coleccionando media docena de recetas de somníferos, limpiando y engrasando su vieja pistola, poniendo a punto el horno de gas, trenzando una soga con sus bufandas, creyendo en todo momento que su inspiración había muerto. Pero todo había concluido, al igual que las siete semanas de creciente temor, a medida que el trece de noviembre se aproximaba.

Se detuvo en el pequeño puente tendido sobre el estrecho arroyo que separaba la isla de Robinson Crusoe del resto de Sheep's Green. Aunque ya había amanecido, la niebla era espesa, y se extendía ante su campo visual como un banco de nubes. El canto vigoroso de un reyezuelo macho adulto surgió de un árbol suspendido sobre ella, y el tráfico de la calzada elevada pasó con el apagado estruendo irregular de los motores. Oyó el «cuac-cuac» de un pato cerca del río. El timbre de una bicicleta cascabeleó al otro lado del parque.

A su izquierda, los cobertizos donde se reparaban las embarcaciones seguían cerrados a cal y canto. Delante, diez peldaños de hierro subían al puente Crusoe y descendían a Coe Fen, en la orilla este del río. Vio que habían dado una capa de pintura nueva al puente, un hecho que no había observado hasta entonces. Si antes era verde y naranja, con la herrumbre al descubierto en algunos puntos, ahora era marrón y crema; el crema pertenecía a una serie de balaustres entrecruzados que brillaban a través de la niebla. El puente parecía suspendido sobre la nada. La niebla alteraba y ocultaba todo cuanto lo rodeaba.