– Aquí tenemos algo -dijo Lynley, y Havers añadió la dirección a sus apuntes, junto con «Liebre y Sabuesos», «Rastrea y Dispara», y una tosca copia del pez.
– Ya me ocuparé -dijo la sargento, y mientras él se dirigía hacia la alacena que albergaba el lavabo, empezó a registrar los cajones del escritorio.
La alacena contenía toda clase de objetos, e ilustraba el modo en que la gente suele almacenar sus pertenencias cuando el espacio es mínimo. Había de todo, desde detergente para la lavadora hasta una tostadora de maíz. Sin embargo, nada revelaba algo nuevo sobre Elena.
– Mire esto -dijo Havers, mientras Lynley cerraba la alacena y se encaminaba hacia uno de los cajones que contenía el ropero. Levantó la cabeza y vio que Havers sostenía en la mano una cajita blanca decorada con flores azules. En el centro llevaba pegada una receta.
– Píldoras anticonceptivas -anunció la sargento, y sacó la delgada hoja encajada todavía en la tapa de plástico.
– Algo que es normal encontrar en la habitación de una estudiante de veinte años.
– Pero llevan fecha de febrero pasado, inspector, y no se tomó ninguna. Da la impresión de que, en este momento, no había ningún hombre en su vida. ¿Eliminamos a un amante celoso como asesino?
El dato, pensó Lynley, apoyaba lo que Justine Weaver y Miranda Webberly habían dicho anoche sobre Gareth Randolph: Elena no mantenía relaciones íntimas con él. Las píldoras, sin embargo, sugerían un rechazo consistente a comprometerse con alguien, algo que tal vez había puesto en acción las ruedas de una ira criminal. Pero, de haber tenido problemas con un hombre, habría hablado con alguien, habría buscado apoyo o consejo.
La música enmudeció al otro lado del pasillo. Vibraron unas últimas notas de trompeta antes de que, tras un momento de apagada actividad, el chirrido de una puerta sustituyera a los demás ruidos.
– Randie -llamó Lynley.
La puerta de Elena se abrió hacia dentro. Apareció Miranda, cubierta con su grueso chaquetón verde, un chándal azul marino y una gorra verde lima inclinada gallardamente sobre su frente. Calzaba bambas altas hasta el tobillo. Por encima sobresalían calcetines decorados de forma que parecían gajos de melón.
– He terminado la defensa de mi caso, inspector -dijo Havers en tono significativo, cuando vio la indumentaria de la joven-. Me alegro de verte, Randie.
Miranda sonrió.
– Ha llegado pronto.
– Por fuerza. No podía permitir que su señoría hiciera de las suyas. Además… -lanzó una mirada sardónica en dirección a Lynley-, no sabe apreciar el encanto de la vida universitaria moderna.
– Gracias, sargento -dijo Lynley-. Estaría perdido sin usted. -Indicó el calendario-. ¿ Quieres echar un vistazo a ese pez, Randie? ¿Significa algo para ti?
Miranda fue hacia el escritorio y examinó los dibujos del calendario. Negó con la cabeza.
– ¿Cocinaba en la despensa? -preguntó Havers, poniendo a prueba su teoría de la dieta.
Miranda compuso una expresión de incredulidad.
– ¿Se refiere al pescado? ¿Elena cocinando pescado?
– Lo habrías sabido, ¿verdad?
– Me habría puesto fatal. Odio el olor del pescado.
– ¿Alguna sociedad a la que perteneciera?
Havers atacó la teoría número dos.
– Lo siento. Sé que estaba en Estusor, «Liebre y Sabuesos», y tal vez una o dos más, pero no estoy segura de cuáles. -Randie pasó las páginas del calendario, como ellos habían hecho, mientras se mordisqueaba el borde del pulgar-. Se repite demasiado -dijo, cuando volvió a enero-. Ninguna sociedad tiene tantas reuniones.
– ¿Una persona, pues?
Lynley observó que las mejillas de la muchacha enrojecían.
– No lo sé. De verdad. Nunca me dijo que existiera alguien tan especial como para tres o cuatro noches a la semana. Nunca lo mencionó.
– Quieres decir que no lo sabes con seguridad -rectificó Lynley-. No lo sabes con exactitud, pero vivías con ella, Randie. La conocías mejor de lo que crees. Cuéntame qué hacía Elena. Se trata de simples hechos, nada más. Yo extraeré deducciones a partir de ellos.
– Salía sola de noche muchas veces -dijo Miranda, tras una larga vacilación.
– ¿Toda la noche?
– No. No podía hacerlo porque, desde diciembre pasado, la obligaron a presentarse al conserje tanto al entrar como al salir. Regresaba tarde a su habitación siempre que salía… Me refiero a aquellas salidas secretas. Nunca estaba aquí cuando yo me iba a la cama.
– ¿Salidas secretas?
El pelo color jengibre de Miranda se agitó cuando asintió con la cabeza.
– Salía sola. Siempre se ponía perfume. No se llevaba libros. Pensé que salía con alguien.
– ¿Nunca te dijo quién era?
– No, y no me gusta curiosear. No quería que nadie lo supiera, supongo.
– Eso no sugiere un compañero de estudios, ¿verdad?
– Imagino que no.
– ¿Qué hay de Thorsson? -Los ojos de la muchacha se posaron sobre el calendario. Tocó el borde con expresión pensativa-. ¿Qué sabes de su relación con Elena? Algo hay, Randie. Lo leo en tu cara. Y él estuvo aquí el jueves por la noche.
– Solo sé… -Randie titubeó y suspiró-. Lo que dijo ella. Solo lo que ella dijo, inspector.
– Muy bien. Comprendido.
Lynley vio que Havers pasaba una página de su cuaderno.
Miranda observó a la sargento mientras esta escribía.
– Dijo que Thorsson se la intentaba ligar, inspector. Dijo que la había perseguido todo el trimestre anterior. Y ahora volvía a la carga. Ella le odiaba. Le llamaba lameculos. Dijo que iba a denunciarle al doctor Cuff por acoso sexual.
– ¿Y lo hizo?
– No lo sé. -Miranda retorció el botón de la chaqueta. Era como un talismán que le infundía fuerzas-. No creo que tuviera la oportunidad.
Lennart Thorsson estaba a punto de finalizar una clase en la facultad de Inglés, situada en la avenida Sidgwick, cuando Lynley y Havers le localizaron por fin. La popularidad de su materia y su forma de exponerla debían medirse por el tamaño del aula en que hablaba. Cabían cien sillas, como mínimo. Todas ocupadas, la mayoría por chicas. El noventa por ciento de estas parecía estar pendiente de cada palabra de Thorsson.
Había mucho que escuchar, todo servido en un inglés perfecto, desprovisto de acento.
El sueco paseaba mientras hablaba. No utilizaba notas. Parecía extraer la inspiración de acariciar cada tanto con la mano derecha su espeso cabello rubio, que caía sobre su frente y alrededor de los hombros en un atractivo desorden, complemento del bigote caído que se curvaba alrededor de su boca, en un estilo que se remontaba a principios de los setenta.
– Por lo tanto, en las obras sobre la realeza examinamos los temas que el propio Shakespeare pretendía examinar -estaba diciendo Thorsson-. Monarquía. Poder. Jerarquía. Autoridad. Dominio. Y nuestro examen de estos temas no puede evitar el estudio de aquello que encerraba la cuestión del statu quo. ¿Está lejos Shakespeare de escribir desde una perspectiva que respete el statu quo? ¿Cómo lo hace, si lo hace? Y, si está hilando una ficción en la que se limita a fingir una adhesión a las constricciones sociales de su tiempo, cuando al mismo tiempo practica una insidiosa subversión del orden establecido, ¿cómo lo hace?
Thorsson hizo una pausa para permitir a los estudiantes, que tomaban nota furiosamente, no perder detalle de las ideas que iba desarrollando. Giró sobre sus talones y reanudó sus paseos.
– Sigamos adelante y procedamos a examinar la posición opuesta. Nos preguntamos hasta qué punto rechaza Shakespeare las jerarquías sociales. ¿Desde qué punto de vista las rechaza? ¿Ofrece un conjunto de valores alternativo, un conjunto subversivo de valores, y, si es así, cuáles son? ¿O acaso -Thorsson apuntó con un dedo significativo a su público y se inclinó hacia él, con voz más vehemente- realiza Shakespeare algo más complejo? ¿Cuestiona y desafía los cimientos de este país, su país, autoridad, poder y jerarquía, con el fin de refutar la premisa sobre la que fue fundada toda su sociedad? ¿Está plasmando diferentes formas de vivir, con el argumento de que, si las condiciones existentes delimitan las posibilidades, el hombre no progresa y los efectos son inoperantes? ¿Acaso no es la auténtica premisa de Shakespeare, presente en todas sus obras, que todos los hombres son iguales? ¿Y acaso no es cierto que todos los reyes de todas sus obras llegan a un punto en el cual sus intereses se alinean con los de la humanidad, y ya no con los del reino? «Creo que el rey no es más que un hombre, igual a mí.» Igual… a… mí. Este es, pues, el punto que examinaremos: la igualdad. El rey y yo somos iguales. No somos más que hombres. No hay jerarquía social defendible, ni aquí ni en ningún sitio.