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Suspiró, a pesar de su determinación. Era imposible. No había luz, esperanza ni inspiración en este desolado y frío lugar. Que le den morcilla a los estudios nocturnos del Támesis ejecutados por Whistler. A la mierda lo que Turner hubiera hecho con este amanecer. Nadie creería que ella había venido a pintar esto.

De todos modos, este era el día que había elegido. Los acontecimientos habían dictado que viniera a esta isla a pintar. Y pintaría. Recorrió el resto del puentecillo y abrió la chirriante puerta de hierro forjado, dispuesta a desdeñar el frío que parecía infiltrarse en cada órgano de su cuerpo.

Pasada la puerta, notó que el barro se adhería ruidosamente a sus zapatos de lona, y se estremeció. Pero solo era el frío. Y se internó en el bosquecillo creado por alisos, sauces y hayas.

Gotas de condensación caían de los árboles sobre la alfombra de hojas otoñales, con un sonido similar al de una papilla que burbujeaba lentamente. Una gruesa rama estaba atravesada en el camino, pero justo al otro lado se abría un pequeño claro bajo un chopo, que proporcionaba una buena vista. Sarah siguió avanzando. Apoyó el caballete y las telas contra el árbol, abrió la silla plegable y dejó el estuche de madera al lado. Apretó el cuaderno de bocetos contra el pecho.

Pintar, dibujar, pintar, bosquejar. Notó los fuertes latidos de su corazón. Sus dedos parecían quebradizos. Hasta las uñas le dolían. Sintió desprecio por su debilidad.

Obligó a su cuerpo a acomodarse en la silla plegable de cara al río, y contempló el puente. Tomó nota de cada detalle, con la intención de verlos como líneas o ángulos, un simple problema de composición que debía resolver. Su mente empezó a evaluar lo que los ojos abarcaban, como un acto reflejo. Tres ramas de aliso enmarcaban el puente, con sus hojas otoñales inclinadas bajo el peso de gotas de rocío, y lograban captar y reflejar la escasa luz que se filtraba. Formaban líneas diagonales que, primero, se alzaban sobre la estructura, para luego descender perfectamente paralelas a la escalera que conducía a Coe Fen, donde las luces lejanas de Peterhouse brillaban a través de la masa remolineante de niebla. Un pato y dos cisnes dibujaban formas brumosas en el río, cuyo gris era tan intenso (reproducción de la atmósfera reinante) que las aves flotaban como suspendidas en el espacio.

Pinceladas rápidas -pensó-, vigorosas impresiones; utiliza el carboncillo para acentuar la profundidad.

Ejecutó su primer trazo en el cuaderno, después un segundo, y luego un tercero, hasta que sus dedos resbalaron y soltaron el carboncillo, que se deslizó sobre el papel y cayó en su regazo.

Contempló el confuso revoltijo que había creado. Arrancó el papel y empezó por segunda vez.

Mientras dibujaba, notó que sus tripas empezaban a aflojarse, notó que las náuseas ascendían lentamente hacia su garganta.

– Oh, por favor -susurró, y miró a su alrededor, consciente de que no tendría tiempo de llegar a casa, de que no podía permitirse el lujo de indisponerse en este momento y lugar. Examinó su boceto, se fijó en las líneas torpes, inadecuadas, y lo convirtió en una bola de papel arrugado.

Inició un tercer dibujo y se concentró en mantener firme su mano derecha. Intentó reproducir el ángulo de las ramas de aliso, mientras intentaba contener su pánico. Intentó copiar la red que formaban los balaustres del puente al entrecruzarse. Intentó sugerir el dibujo del follaje. El carboncillo se partió en dos.

Se levantó. Se suponía que no debía ser así. Se suponía que la inspiración creativa surgía. Se suponía que el lugar y la hora del día desaparecían. Se suponía que retornaba el deseo. Pero no era cierto. Se había extinguido. Puedes, se dijo con furia, puedes y lo harás. Nada puede detenerte. Nadie se interpone en tu camino.

Sujetó el cuaderno bajo el brazo, cogió la silla plegable y se encaminó al sur de la isla, hasta llegar a una pequeña lengua de tierra. Estaba llena de ortigas, pero desde allí se apreciaba una panorámica diferente del puente. Este era el lugar.

La tierra era margosa, sembrada de hojas. Arboles y matorrales formaban una red de vegetación tras la cual, a cierta distancia, se alzaba el puente de piedra de Fen Causeway. Sarah abrió la silla plegable en este punto. La dejó caer al suelo. Dio un paso atrás y tropezó con lo que parecía una rama oculta bajo un montón de hojas. Considerando el lugar, tendría que haber estado preparada, pero la sensación le causó un sobresalto.

– Maldita sea -se dijo, y apartó el objeto de una patada. Las hojas salieron despedidas. Sarah notó que su estómago se revolvía. El objeto no era una rama, sino un brazo humano.

Capítulo 2

Por fortuna, el brazo estaba unido al cuerpo. Durante los veintinueve años que llevaba en la policía de Cambridge, el superintendente Daniel Sheehan jamás había tropezado con un cadáver desmembrado, y no deseaba gozar de esa dudosa distinción policial en estos momentos.

Después de recibir la llamada desde el cuartel a las siete y veinte, había salido de Arbury con gran aparato de luces y sirenas, contento de tener una excusa para abandonar la mesa del desayuno, donde el décimo día seguido de gajos de pomelo, un huevo pasado por agua y una transparente rebanada de pan tostado sin mantequilla había provocado que regañara a su hijo y su hija adolescentes por su indumentaria y cabello, como si ambos no hubieran vestido el uniforme del colegio, como si sus cabezas no hubieran estado bien peinadas y relucientes. Stephen miró a su madre, Linda le imitó. Y los tres se dedicaron a sus desayunos con el aire martirizado de una familia demasiado tiempo expuesta a los cambios de humor inesperados del dietista crónico.

Había un embotellamiento de tráfico en la glorieta de Newnham Road, y Sheehan solo pudo llegar al puente de Fen Causeway a una velocidad algo superior al paso de tortuga de los demás vehículos, gracias a subir medio coche a la acera. Imaginó el caos en que se habrían convertido a estas alturas todas las arterias que entraban en la ciudad por el sur, y cuando frenó el coche detrás de la furgoneta empleada por los analistas del lugar de los hechos, salió al aire húmedo y frío y dijo al agente apostado en el puente que pidiera por radio más hombres para agilizar el tráfico. Le disgustaban por igual los mirones que los morbosos. Accidentes y asesinatos atraían a la peor clase de gente.

Se tapó mejor con la bufanda azul marino embutida por dentro del abrigo y pasó bajo la cinta amarilla del cordón policial. Media docena de estudiantes estaban inclinados sobre el parapeto del puente e intentaban ver qué sucedía abajo. Sheehan gruñó e indicó al agente con un gesto que los dispersara. Si la víctima era de algún colegio, no estaba dispuesto a permitir que la noticia se divulgara antes de lo debido. Una precaria paz había reinado entre la policía local y la universidad desde la investigación de un suicidio llevada a cabo en Emmanuel el trimestre anterior. No deseaba perturbarla por nada del mundo.

Cruzó el puente hasta llegar a la isla, donde una agente se encontraba de pie sobre una mujer, cuyo rostro y labios tenían el color del lino sin blanquear. Estaba sentada en uno de los últimos peldaños de hierro del puente Crusoe, con un brazo curvado alrededor del estómago y la cabeza apoyada en la otra mano. Vestía un viejo abrigo azul que daba la impresión de colgarle hasta los tobillos, y la parte delantera estaba cubierta de manchitas marrones y amarillas. Por lo visto, se había vomitado encima.

– ¿Encontró ella el cuerpo? -preguntó Sheehan a la agente, que asintió en respuesta-. ¿Quién lo ha visto, hasta el momento?

– Todos, excepto Pleasance. Drake le retuvo en el laboratorio.

Sheehan resopló. Otro fregado en la sección forense, sin duda. Señaló con la barbilla a la mujer del abrigo.