– Consígale una manta y reténgala aquí.
Volvió a la puerta y entró en la parte sur de la isla.
Según el punto de vista, el lugar era, o un sueño convertido en realidad, o la pesadilla de cualquiera que se encargara de examinar el lugar de los hechos. Las pruebas abundaban, desde periódicos desintegrados hasta bolsas de plástico parcialmente llenas. La zona parecía un vertedero, y había como mínimo una buena docena de pisadas, todas diferentes, marcadas en la tierra empapada.
– Joder -masculló Sheehan.
El equipo de analistas había tendido tablas de madera. Empezaban en la puerta y seguían hacia el sur, hasta desaparecer en la niebla. Caminó sobre ellas y procuró esquivar las gotas que caían de los árboles. Su hija Linda las habría llamado gotas de niebla, con aquella pasión por la precisión lingüística que siempre le sorprendía y le inducía a pensar que, dieciséis años antes, se había producido un error en el hospital y habían intercambiado a su auténtica hija por una poetisa de rostro travieso.
Se detuvo en un claro, donde dos lienzos y un caballete estaban apoyados contra un chopo. También había un estuche de madera abierto, y una capa de condensación se iba posando sobre una fila de pinturas al pastel y ocho tubos de pintura. Frunció el ceño y contempló sucesivamente el río, el puente y las nubes de niebla que surgían del pantano como gases. Como tema para un cuadro, le recordó aquellas obras francesas que había visto años atrás en el Instituto Courtauld: puntos, remolinos y manchas de color que solo se podían descifrar desde doce metros de distancia, forzando la vista como un poseso y pensando en el aspecto que tendrían las cosas si fuera miope.
Más adelante, las tablas se desviaban hacia la izquierda, y le condujeron hasta el fotógrafo de la policía y el forense. Se protegían del frío con abrigos y gorras de punto, y se movían como bailarines rusos, porque saltaban de un pie a otro para activar la circulación. El fotógrafo estaba tan pálido como siempre que debía reunir documentación gráfica sobre un asesinato. El forense aparentaba irritación. Se frotaba el pecho con los brazos, daba saltitos y lanzaba repetidas e incesantes miradas hacia la calzada elevada, como si el asesino estuviera agazapado en la niebla y la única esperanza de capturarle fuera precipitarse de inmediato en la masa indistinta.
Cuando Sheehan se acercó y formuló su pregunta rutinaria («¿Qué tenemos esta vez?»), vio el motivo que explicaba la impaciencia del médico. Una alta silueta estaba saliendo de la bruma que se extendía entre los sauces; caminaba con cautela y no apartaba la vista del suelo. A pesar del frío, llevaba el sobretodo de cachemira colgado sobre los hombros como una capa, sin bufanda que desvirtuara la línea impecable de su traje italiano. Drake, jefe del departamento forense de Sheehan, la mitad de un irritante dúo de científicos que le estaban volviendo loco desde hacía cinco meses. Esta mañana hacía ostentación de su gusto por el vestir, observó Sheehan.
– ¿Algo? -preguntó al científico.
Drake se detuvo para encender un cigarrillo. Apagó la cerilla con sus dedos enguantados y la depositó en un frasquito que sacó del bolsillo. Sheehan reprimió un comentario. El muy jodido siempre iba preparado.
– Da la impresión de que el arma ha desaparecido -contestó-. Tendremos que dragar el río.
Maravilloso, pensó Sheehan, y contó los hombres y las horas necesarios para llevar a cabo la operación. Se acercó para echar un vistazo al cuerpo.
– Mujer -dijo el médico-. Apenas una niña.
Mientras Sheehan contemplaba a la muchacha, reflexionó sobre el hecho de que no reinaba el silencio habitual ante una muerte. En la calzada, las bocinas aullaban, los motores rugían, los frenos chirriaban y la gente gritaba. Los pájaros gorjeaban en los árboles y un perro ladraba como un energúmeno, ya fuera de dolor o alegría. La vida continuaba, a pesar de la proximidad y las pruebas de la violencia.
Porque la muerte de la muchacha había sido violenta, indudablemente. Aunque la mayor parte de su cuerpo había sido cubierto con hojas caídas, quedaba al descubierto lo bastante para que Sheehan pudiera ver lo peor. Alguien la había golpeado en la cara. El cordón de la capucha estaba enrollado alrededor de su cuello. El patólogo determinaría en última instancia si había fallecido a causa de las heridas en la cabeza o por estrangulación, pero una cosa era evidente: nadie podría identificarla por el simple método de mirar su cara. Estaba arrasada.
Sheehan se acuclilló para examinarla con más detenimiento. Yacía sobre el costado derecho, con la cabeza hundida en la tierra y su largo cabello caído hacia delante. Tenía los brazos extendidos, con las muñecas juntas pero sin atar, y las rodillas dobladas.
Se mordisqueó pensativamente el labio inferior, echó un vistazo al río, que se encontraba a un metro y medio de distancia, y volvió a mirar el cadáver. La chica vestía un manchado chándal marrón y zapatillas de deporte blancas, con los cordones sucios. Parecía ágil. Parecía en forma. Se parecía a la pesadilla política que había confiado en soslayar. Levantó su brazo para ver si llevaba alguna enseña en la chaqueta. Lanzó un suspiro de desesperación cuando vio que un escudo, coronado con las palabras «St. Stephen's College», estaba cosido sobre su pecho izquierdo.
– La leche -murmuró. Volvió a dejar el brazo como estaba y cabeceó en dirección al fotógrafo-. Ya puede -dijo, y se alejó.
Miró hacia Coe Fen. Daba la impresión de que la niebla se estaba levantando, pero tal vez se debía al efecto de la progresiva luz del día, una ilusión momentánea o un anhelo. De todos modos, daba igual que hubiera niebla o no, porque Sheehan era hijo de Cambridge y sabía lo que había detrás del velo opaco de neblina. Peterhouse. Al otro lado de la calle, Pembroke. A la izquierda de Pembroke, Corpus Christi. Desde allí, hacia el norte, el oeste y el este, se sucedían los colegios. A su alrededor, a su servicio, debiendo su propia existencia a la presencia de la universidad, estaba la ciudad. Y todo ello, colegios, facultades, bibliotecas, negocios, casas y habitantes, representaban más de seiscientos años de difícil simbiosis.
Notó un movimiento a su espalda. Sheehan se volvió y miró a los ojos grises de Drake. Era obvio que el científico forense había sabido lo que se avecinaba. Esperaba desde hacía mucho tiempo la oportunidad de apretarle los tornillos a su subordinado del laboratorio.
– A menos que ella misma se golpeara la cara e hiciera desaparecer el arma, dudo que alguien califique esto de suicidio -dijo.
En su oficina de Londres, el superintendente Malcolm Webberly masticó su tercer puro (uno por cada hora transcurrida) y examinó a sus inspectores detectives, reflexionando sobre la suerte que tenían al desconocer el huevo que iba a tirarles a la cara. Teniendo en cuenta la longitud y el volumen de la diatriba que les había dirigido dos semanas atrás, sabía que podían esperar lo peor. Y se lo merecían, desde luego. Había sermoneado a su equipo durante un mínimo de treinta minutos acerca de lo que llamó con sarcasmo los «Cruzados de las Carreras Campo a Través», y ahora iba a pedirles que se unieran a ellos. Calculó las posibilidades. Estaban sentados en su despacho, alrededor de la mesa. Como de costumbre. Hale estaba dando rienda suelta a su nerviosa energía, y jugaba con un montón de sujetapapeles a los que, al parecer, intentaba dar forma de cota de malla, como si sospechara un inminente enfrentamiento con alguien provisto de mondadientes. Stewart, el compulsivo de la unidad, utilizaba la pausa en la conversación para trabajar en un informe, un comportamiento muy propio de él. Corrían rumores de que Stewart había logrado hacer el amor a su mujer y redactar informes policiacos al mismo tiempo, y con el mismo grado de entusiasmo en ambas actividades. A su lado, MacPherson se estaba limpiando las uñas con un cortaplumas de punta rota, con una expresión de «ya se le pasará» en la cara, mientras, a su izquierda, Lynley se limpiaba las gafas de leer con un pañuelo color nieve, adornado en una esquina con una «A» bordada.