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La ironía de la situación hizo sonreír a Webberly. Dos semanas atrás, había puesto de manifiesto la actual propensión del país a la contradicción en materia policial, esgrimiendo como prueba un artículo de Times, que consistía en una revelación sobre la cantidad de fondos públicos destinados al monstruoso funcionamiento del sistema judicial.

– Fíjense en esto -había aullado, agitando el periódico en su mano de una manera que imposibilitaba su contemplación-. Tenemos al Cuerpo de Greater Manchester investigando al de Sheffield bajo sospecha de soborno, por culpa de aquel follón futbolístico de Hillsborough. Tenemos al de Yorkshire en Manchester, investigando las quejas contra algunos oficiales superiores. Tenemos al de West Yorkshire husmeando en la muy seria brigada criminal de Birmingham; Avon y Surrey chafardean en el Guilford Cuatro de Surrey; y Cambridgeshire remueve la mierda en Irlanda del Norte, tocando los huevos al RUC *. ¡Nadie se ocupa ya de su territorio, y es hora de terminar con ello!

Sus hombres habían asentido, dándole la razón con aire pensativo, aunque Webberly se preguntó si alguno le había escuchado. Sus horas eran largas, sus cargas tremendas. Treinta minutos concedidos a las divagaciones políticas de su superintendente eran treinta minutos que apenas podían permitirse. Sin embargo, esta idea se le ocurrió más tarde. En aquel momento, ansiaba el debate, tenía subyugado a su público, necesitaba imperiosamente continuar.

– Basura deleznable. ¿Qué nos ha pasado? Las autoridades locales se acobardan como damiselas ruborosas al menor indicio de problemas con la prensa. Suplican a todo el mundo que investigue a sus hombres, en lugar de responsabilizarse de sus fuerzas, encargar una investigación y decir a los medios de comunicación que, entretanto, coman mierda de vaca. ¿Qué clase de gente es esa, incapaz de lavar la ropa sucia en casa?

Si la exhibición de metáforas llevada a cabo por el superintendente ofendió a alguien, no se molestó en comentarlo. Al contrario, todos se rindieron ante la naturaleza retórica de la pregunta y aguardaron pacientemente a que él mismo la respondiera, cosa que hizo, si bien de una manera indirecta.

– Que me pidan a mí intervenir en esta pantomima. Se van a enterar de lo que vale un peine.

Y ahora había caído en la trampa, a petición de dos partidos diferentes, bajo las órdenes de su propio superior, sin tiempo ni oportunidad para enseñar a nadie lo que valía un peine.

Webberly se apartó de la mesa y caminó hacia su escritorio. Apretó el botón del intercomunicador para hablar con su secretaria. Ruidos de estática y conversación surgieron del aparato. A la primera ya estaba acostumbrado. El intercomunicador no funcionaba bien desde el huracán de 1987. A lo segundo, por desgracia, también se había acostumbrado: Dorothea Harriman solía explayarse con entusiasmo sobre el objeto de su incontenible admiración.

– Te digo que se los tiñe, desde hace años. No hay manera de que ningún maquillaje pueda manchar sus ojos en fotos, y así… -una interrupción de estática-, no me digas que Fergie tiene algo… Me da igual cuántos niños más decida tener…

– Harriman -interrumpió Webberly.

– Las medias blancas le sentaban mejor… Cuando le dio por lucir aquellos espantosos lunares… Los ha dejado de lado, gracias a Dios.

– Harriman.

– … encantadora pamela que lució en Ascot este verano, ¿la viste? ¿Laura Ashley? ¡No! Preferiría caer muerta…

Hablando de muerte, pensó Webberly, y se resignó a emplear un método más primitivo, estentóreo y decididamente eficaz de llamar la atención de su secretaria. Se dirigió a la puerta, la abrió y gritó su nombre.

Dorothea Harriman se materializó en el umbral en cuanto su jefe regresó a la mesa. Se había cortado el pelo recientemente, muy corto en la nuca y en los lados, y un largo flequillo rubio barría su frente, con un toque dorado artificial. Llevaba un vestido rojo de lana, zapatos a juego y medias blancas. Por desgracia, el rojo la favorecía tan poco como a la princesa. Sin embargo, al igual que la princesa, tenía unos tobillos notables.

– ¿Superintendente Webberly? -preguntó, saludando con un cabeceo a los policías sentados alrededor de la mesa. Su mirada era gélida. El trabajo ante todo, declaraba. Se pasaba todo el día entregada en cuerpo y alma a su sagrada misión.

– Si puede dejar de lado su habitual evaluación de la princesa… -empezó Webberly.

La expresión de su secretaria era un ejemplo preclaro de inocencia. ¿Qué princesa?, telegrafiaba su candoroso rostro. Webberly sabía que no debía enzarzarse con ella en una lucha indirecta. Seis años de alabanzas a la princesa de Gales le habían enseñado que fracasaría en cualquier intento de avergonzarla por su actitud. Se resignó y prosiguió.

– Van a enviar un fax desde Cambridge. Ocúpese de ello, ahora. Si recibe alguna llamada de Kensington Palace, me la pasa.

Harriman apretó la parte delantera de sus labios, pero una sonrisa traviesa torció las comisuras de su boca.

– Un fax -dijo-. Cambridge. Perfecto. Enseguida, superintendente. -Y añadió, como andanada de despedida-: Carlos estudió allí, ¿sabe?

John Stewart levantó la vista y se dio unos golpecitos en los dientes con el extremo del lápiz.

– ¿Carlos? -preguntó confuso, como preguntándose si la atención que había dedicado a su informe le había hecho perder el hilo de la conversación.

– Gales -dijo Webberly.

– ¿Galeses en Cambridge? -preguntó Stewart-. ¿Qué ocurre? ¿Hay una reunión de antiguos alumnos?

– El príncipe de Gales -ladró Phillip Hale.

– ¿El príncipe de Gales está en Cambridge? De eso debería encargarse la Rama Especial, no nosotros.

– Jesús. -Webberly arrebató a Stewart el informe y lo utilizó para subrayar con gestos sus palabras. Stewart se encogió cuando Webberly lo enrolló hasta formar un tubo-. Nada de príncipes. Nada de Gales. Solo Cambridge. ¿De acuerdo?

– Sí, señor.

– Gracias.

Webberly observó con alivio que MacPherson había guardado el cortaplumas y que Lynley le miraba fijamente con sus indescifrables ojos oscuros, tan reñidos con su cabello rubio, impecablemente cortado.

– Ha ocurrido un asesinato en Cambridge y nos han pedido que intervengamos -dijo Webberly, y atajó objeciones y comentarios con un brusco y perentorio ademán vertical-. Lo sé, no hace falta que me refresquen la memoria. Me como lo que he dicho. A mí tampoco me gusta.

– ¿Hillier? -preguntó con astucia Hale.

Sir David Hillier era el superior de Webberly. Si una petición de que los hombres de Webberly intervinieran en algo procedía de él, no era una petición. Era la ley.

– No del todo. Hillier ha dado su aprobación. Conoce el caso. Me hicieron una petición directa.

Tres inspectores detectives se miraron entre sí con curiosidad. El cuarto, Lynley, no apartó los ojos de Webberly.

– Claudiqué -siguió Webberly-. Sé que están hasta las cejas de trabajo, así que puedo encargar el caso a alguien de otra división, pero preferiría no hacerlo.

Devolvió su informe a Stewart y miró al inspector, mientras este alisaba las páginas sobre la mesa para devolver a su primitivo estado los bordes doblados. Continuó hablando.

– Han asesinado a una estudiante del St. Stephen's College.

Los cuatro hombres reaccionaron al instante. Un movimiento en la silla, una pregunta reprimida al instante, una mirada en dirección a Webberly para detectar señales de preocupación en su rostro. Todos sabían que la hija del superintendente estudiaba en St. Stephen's. Su fotografía (reía mientras remaba inexpertamente con sus padres en círculos incesantes por el río Cam) descansaba sobre un archivador del despacho. Webberly leyó inquietud en sus rostros.

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* Royal Ulster Constabulary (Policía Real del Ulster). (N. del T.)