Выбрать главу

El tercer incidente, tan solo dos días antes, había conmocionado a Barbara. Una entrevista relacionada con el caso del muchacho destripado la había llevado cerca de su barrio, y se había presentado en casa inesperadamente para ver cómo iba todo. La casa estaba vacía. Al principio, no experimentó pánico. Dio por sentado que la señora Gustafson había sacado de paseo a su madre. De hecho, experimentó una gran gratitud hacia la anciana por atreverse a controlar a la señora Havers en la calle.

Esta gratitud se evaporó cuando la señora Gustafson apareció sola menos de cinco minutos después. Había ido un momento a casa para dar de comer a su pez.

– Mamá está bien, ¿verdad? -añadió.

Por un momento, Barbara se negó a creer lo que implicaban aquellas palabras.

– ¿No ha ido con usted? -preguntó.

La señora Gustafson se llevó una mano a la garganta. Un temblor sacudió los rizos grises de su peluca.

– Solo he ido a casa para dar de comer a mi pez -dijo-. Apenas uno o dos minutos, Barbara.

Los ojos de Barbara volaron hacia el reloj. Experimentó una oleada de pánico y diversas escenas desfilaron a toda prisa por su mente: su madre tendida en Uxbridge Road, muerta, su madre abriéndose paso entre las multitudes que llenaban el metro, su madre tratando de llegar al cementerio de South Ealing, donde estaban enterrados su hijo y su marido, su madre pensando que tenía veinte años menos y que había reservado hora en un salón de belleza, su madre asaltada, robada, violada.

Barbara salió como una exhalación de la casa, y la señora Gustafson se quedó agitando las manos y gimiendo: «Ha sido por el pez», como si aquello bastara para perdonar su negligencia. Subió al Mini y se precipitó en dirección a Uxbridge Road. Exploró calles y callejones que se entrecruzaban. Paró a personas. Entró en tiendas. Y por fin la encontró en el patio de la escuela primaria local, donde Barbara y su hermano fallecido habían estudiado.

El director ya había telefoneado a la policía. Dos agentes uniformados (un hombre y una mujer) estaban hablando con su madre cuando Barbara llegó. Barbara distinguió rostros curiosos que se apretaban contra las ventanas del edificio. ¿Por qué no?, pensó. Su madre era todo un espectáculo: vestía una bata de estar por casa, muy fina, zapatillas y nada más, salvo las gafas, que no se apoyaban sobre su nariz, sino que llevaba sobre la cabeza. Iba despeinada y despedía un desagradable olor corporal. Farfullaba, discutía y protestaba como una loca. Cuando la mujer policía se dirigió hacia ella, la señora Havers la esquivó hábilmente y corrió hacia la escuela, llamando a sus hijos.

Todo eso había sucedido dos días antes, otra indicación de que la señora Gustafson no era la solución.

Barbara había intentado solucionar el problema de diversas maneras desde que su padre había muerto, ocho meses antes *. Al principio, había llevado a su madre a un centro de día para el cuidado de adultos, el último grito en materia de tercera edad. Sin embargo, el centro no podía quedarse a sus «clientes» después de las siete de la tarde, y el horario de un policía siempre es irregular. De haber sabido que necesitaba hacerse cargo de su madre a partir de las siete, su superior le habría concedido permiso para ello, pero eso habría supuesto cargar al hombre con un peso injusto, y Barbara apreciaba demasiado su trabajo y su asociación con Thomas Lynley para estropearlo todo, concediendo prioridad a sus problemas personales.

A continuación, probó un total de cuatro cuidadores pagados que duraron un total de doce semanas. Probó a un grupo religioso. Contrató a una serie de asistentes sociales. Se puso en contacto con los servicios de Bienestar Social y solicitó ayuda. Y por fin, pensó en recurrir a la señora Gustafson, su vecina, la cual aceptó el trabajo de forma temporal, desoyendo los consejos de su propia hija. Sin embargo, la capacidad de la señora Gustafson para cuidar a la señora Havers se reveló escasa, y aún más escaso el deseo de Barbara de soportar los descuidos de la anciana. Era cuestión de días que algo ocurriera.

Barbara sabía que la respuesta era una institución, pero no podía vivir con el peso de dejar a su madre en un hospital público, conociendo las deficiencias endémicas de la Seguridad Social. Al mismo tiempo, no podía pagar los gastos de un hospital privado, a menos que ganara en las quinielas, como un Freddie Clegg en versión femenina.

Buscó en el bolsillo de la chaqueta la tarjeta que había guardado por la mañana. Hawthorn Lodge, Uneeda Drive, Greenford, decía. Una sola llamada a Florence Magentry y sus problemas se solucionarían.

– Señora Fio -había dicho la señora Magentry cuando abrió la puerta a Barbara, a las nueve y media de aquella mañana-. Así me llaman mis cariños. Señora Fio.

Vivía en una casa semiadosada de dos pisos, fruto del insípido período de posguerra, a la que llamaba con gran optimismo Hawthorn Lodge. La casa, cuya planta baja era de estuco gris, mitigado por la fachada de ladrillo, ofrecía como características destacadas un maderaje color sangre de toro y una ventana salediza de cinco cristales que daba al jardín delantero, sembrado de gnomos. La puerta principal se abría directamente a una escalera. A su derecha, una puerta daba acceso a la sala de estar, adonde la señora Fio guió a Barbara, hablando sin cesar de las «diversiones» que la casa ofrecía a los cariños que venían de visita.

– Yo lo llamo visitas -dijo la señora Fio, y palmeó el brazo de Barbara con una mano que era suave, blanca y sorprendentemente cálida-. Así parece menos permanente, ¿verdad? Permítame que se la enseñe.

Barbara sabía que buscaba características ideales. Archivó los elementos en su mente. Muebles cómodos en la sala de estar (gastados, pero bien hechos), además de un televisor, una cadena estéreo, dos estanterías cargadas de libros y una colección de revistas grandes y a todo color; las paredes recién pintadas y empapeladas, con alegres cuadros colgados de las paredes; una cocina y un comedor pequeños, cuyas ventanas daban al patio trasero; cuatro dormitorios en el piso de arriba, uno para la señora Fio y los otros tres para los cariños. Dos retretes, uno arriba y otro abajo, de un blanco inmaculado y con accesorios que relucían como la plata. Sin olvidar a la propia señora Fio, con sus gafas de montura ancha, su moderno peinado con raya y su pulcra blusa, cerrada en la garganta mediante un broche en forma de pensamiento. Tenía aspecto de matrona inteligente y olía a limones.

– Ha telefoneado en el momento adecuado -dijo la señora Fio-. Perdimos a nuestra querida señora Tilbird la semana pasada. Tenía noventa y tres años. Tiesa como un huso. Falleció mientras dormía, Dios la bendiga. Con la placidez que una desearía para cualquiera. Estaba conmigo desde hacía diez años menos un mes. -Los ojos de la señora Fio se nublaron en su cara de mejillas redondas-. Bien, nadie vive eternamente, y esa es la verdad, ¿no? ¿Le gustaría conocer a mis cariños?

Los inquilinos de Hawthorn Lodge estaban tomando el sol en el patio trasero. Solo había dos, una mujer ciega de ochenta y cuatro años, que sonrió y cabeceó en respuesta al saludo de Barbara antes de caer dormida, y una mujer de aspecto aterrado, entrada en la cincuentena, que aferró las manos de la señora Fio y volvió a recostarse en su silla. Barbara reconoció los síntomas.

вернуться

* Ver de la misma autora, Licenciado en asesinato, publicado en esta misma colección. (N. del E.)