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– ¿Es capaz de arreglárselas con dos? -preguntó con toda sinceridad.

La señora Fio acarició despacio el cabello de la enferma.

– No me causan problemas, querida. Dios nos abruma a todos con una carga, ¿verdad? Pero no hay carga imposible de soportar.

Barbara pensó en estas palabras, mientras tocaba la tarjeta guardada en el bolsillo de su chaqueta. ¿Estaba intentando desembarazarse de una carga que no quería soportar, por pereza o malvado egoísmo?

Soslayó la pregunta, repasando las circunstancias que aconsejaban el ingreso de su madre en Hawthorn Lodge. Enumeró los aspectos positivos: la proximidad a la estación de Greenford y el hecho de que solo debería efectuar un transbordo, en Tottemham Court Road, si ingresaba a su madre y alquilaba el pequeño estudio que había logrado encontrar en Chalk Farm; la verdulería que había descubierto dentro de la estación de Greenford, donde podría comprar fruta fresca para su madre cada vez que fuera a visitarla; el parque que distaba una calle del paseo central, flanqueado de espinos, que conducía a la zona de recreo, provista de columpios, balancines, tiovivos y bancos, donde podrían sentarse a contemplar las evoluciones de los niños del vecindario; la hilera de comercios cercanos, una farmacia, un supermercado, una licorería, una panadería, e incluso un restaurante chino con platos para llevar, la comida favorita de su madre.

Sin embargo, mientras pasaba revista a las características que la alentaban a llamar a la señora Fio, ahora que tenía una vacante, Barbara era consciente de que olvidaba a propósito algunos aspectos de Hawthorn Lodge que no había podido pasar por alto. Se dijo que nada podía mitigar el incesante estruendo procedente de la A40, ni el hecho de que Greenford era un barrio encajonado entre la línea férrea y la autopista. Además, había tres gnomos rotos en el jardín de delante. ¿Por qué demonios pensaba en ellos, de no ser por el patetismo que desprendía la nariz mellada de uno, el sombrero roto del segundo y la falta de un brazo del tercero? Y le resultaban escalofriantes las manchas brillantes del sofá, donde cabezas viejas y grasientas se habían apoyado durante tanto tiempo. Y las migajas adheridas a la comisura de la boca de la mujer ciega…

Detalles sin importancia, se dijo, diminutos garfios clavados en la piel de su culpa. La perfección no existía. Además, todos aquellos detalles sin importancia eran insignificantes, comparados con las circunstancias de su vida en Acton y el estado de la casa en que habitaban.

La realidad, con todo, residía en que esta decisión trascendía la oposición Acton-Greenford y el hecho de mantener a su madre en casa o enviarla a otra parte. Toda la decisión apuntaba al núcleo de los deseos de Barbara, que eran muy sencillos: vivir lejos de Acton, lejos de su madre, lejos de las cargas que, al contrario que la señora Fio, no se veía dispuesta a soportar.

Vender la casa de Acton le proporcionaría el dinero suficiente para sufragar los gastos que supondría ingresarla en casa de la señora Fio. Por otra parte, contaría con medios para instalarse en Chalk Farm. Daba igual que el estudio de Chalk Farm midiera poco más de ocho metros de largo por tres y medio de ancho, apenas un cuchitril con una chimenea de terracota y tejas ausentes en el tejado. Tenía posibilidades. Y Barbara solo pedía a la vida la promesa de algunas posibilidades.

La puerta se abrió a su espalda cuando alguien introdujo su tarjeta de identificación en la ranura de apertura. Miró hacia atrás y Thomas Lynley entró, con aspecto descansado, a pesar de la noche pasada con el asesino de Maida Vale.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó el detective.

– La próxima vez que acepte hacerle un favor a un tío, ¿querrá dejarme sin sentido, por favor? Esta pantalla me deja ciega.

– ¿Debo suponer que nada de nada?

– Nada, pero tampoco me he entregado a fondo.

Suspiró, tomó nota de la última entrada que había leído y suprimió el programa. Se frotó el cuello.

– ¿Qué tal Hawthorn Lodge? -preguntó Lynley. Cogió una silla y se sentó a su lado, frente a la terminal.

Barbara hizo lo posible para evitar su mirada.

– Bastante bonito, supongo, pero Greenford está un poco alejado de la línea principal. No sé si mamá se adaptaría. Está acostumbrada a Acton, a la casa. Ya sabe a qué me refiero. Le gusta estar rodeada de sus cosas.

Notó que él la estaba mirando, pero sabía que no le daría consejos. Ocupaban posiciones en la vida tan dispares, que él no se atrevería a sugerir algo. Aun así, Barbara sabía que Lynley estaba al corriente del estado de su madre y de las decisiones que ella debía tomar por ese motivo.

– Me siento como una criminal -dijo con voz hueca-. ¿Porqué?

– Ella le dio la vida.

– Yo no lo pedí.

– No, pero uno siempre se siente responsable hacia el dador. ¿Cuál es el mejor camino?, nos preguntamos. ¿El mejor es el correcto, o solo una vía de escape muy conveniente?

– Dios no nos impone cargas que sean imposibles de sobrellevar -se oyó mascullar Barbara.

– Ese tópico es particularmente ridículo, Havers. Peor que decir que «no hay mal que por bien no venga». Qué tontería. Lo más frecuente es que las cosas vayan a peor, y Dios, si existe, no para de distribuir cargas insoportables a diestro y siniestro. Usted, en especial, debería saberlo.

– ¿Por qué?

– Es policía. -Se levantó-. Nos espera un trabajo fuera de la ciudad. Será cuestión de pocos días. Yo me adelantaré. Reúnase conmigo cuando pueda.

Su invitación la irritó, porque implicaba que comprendía su situación. Sabía que Lynley no se llevaría a otro agente. Trabajaría por los dos hasta que ella pudiera acudir en su ayuda. Muy propio de él. Barbara odiaba su espontánea generosidad. La ponía en deuda con él, y no poseía (jamás poseería) lo necesario para saldarla.

– No -dijo-. Voy a casa a preparar las cosas. Estaré lista dentro de… ¿De cuánto tiempo dispongo? ¿Una hora, dos?

– Havers…

– Iré.

– Havers, es en Cambridge.

Barbara echó la cabeza hacia atrás, leyó una indisimulada satisfacción en los cálidos ojos castaños del hombre. Agitó la cabeza.

– Está completamente loco, inspector.

Lynley cabeceó y sonrió.

– Pero solo de amor.

Capítulo 3

Anthony Weaver detuvo su Citroen en el amplio camino particular de grava de su casa, en Adams Road. Contempló a través del parabrisas el jazmín de invierno que crecía, pulcro y contenido, en el enrejado situado a la izquierda de la puerta principal. Había vivido durante las últimas ocho horas en la región que separa las pesadillas del infierno, y ahora estaba aturdido. Es la impresión, susurraba su intelecto. Había empezado a sentir algo cuando aquel período de incredulidad había pasado, sin duda alguna.

No hizo el menor esfuerzo por salir del coche. Aguardó a que su ex esposa hablara, pero Glyn Weaver, sentada a su lado con semblante impasible, mantuvo el mismo silencio con el que le había recibido en la estación ferroviaria de Cambridge.

No le había permitido que fuera en coche a Londres a buscarla, ni a coger su maleta, ni a abrirle la puerta. Ni tampoco a ser testigo de su dolor. Weaver comprendió. Ya había aceptado que era el culpable de la muerte de su hija. Había asumido esa responsabilidad nada más identificar el cadáver de Elena. Glyn no necesitaba abrumarle de acusaciones. Las habría aceptado todas.

Vio que los ojos de Glyn examinaban la fachada de la casa, y se preguntó si haría algún comentario. No había estado en Cambridge desde que ayudó a Elena a instalarse en la ciudad, a principios del primer trimestre, y ni siquiera había puesto los pies en Adams Road.

Sabía que vería la casa como una combinación de elementos procedentes de un segundo matrimonio, bienes materiales y su egocentrismo profesional, una verdadera exhibición de su éxito. Ladrillo, tres plantas, madera blanca, azulejos decorativos que trepaban desde el segundo piso al límite del tejado, una salita acristalada, coronada por una terraza. Algo alejado años luz de su claustrofóbica vivienda de recién casados, tres habitaciones en la calle Hope, más de veinte años atrás. Esta casa se alzaba solitaria al final de un sendero curvo, apartada de los vecinos, a menos de dos metros de la calle. Era la casa de un profesor en activo, un miembro respetado de la facultad de Historia. No era un apartamento mal iluminado en que los sueños se desmoronaban.