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– Qué cuadros tan raros, ¿no?

– Si junta las diversas partes, no -dijo Penélope-. Se lo enseñaré.

Lynley despejó la mesa y depositó la tetera de acero inoxidable, las tazas, los platos y los cubiertos en una mesa cercana.

– A causa de su tamaño, solo pudimos fotografiarlo por partes -explicó a Barbara.

– Cuando se juntan las partes -siguió Pen-, se obtiene esto.

Dispuso las fotografías de manera que formaran un rectángulo incompleto; faltaba un cuadrilátero en la esquina derecha. Lo que Barbara vio sobre la mesa fue un semicírculo de cuatro estudios de cabeza de una muchacha (desde que tenía meses a la adolescencia), rematado por el quinto estudio de cabeza, más grande, de joven.

– Si esta no es Elena Weaver -empezó Barbara-, ¿quién…?

– Es Elena, en efecto -aclaró Lynley-. Su madre acertó de pleno en eso, pero se equivocó en lo demás. Vio dibujos y un cuadro escondidos en el estudio de Weaver y llegó a una conclusión lógica, basada en su conocimiento de que Anthony hacía sus pinitos en arte, pero es obvio que esto no son simples pinitos.

Barbara levantó la vista y vio que sacaba otra fotografía del sobre. La sargento extendió la mano, colocó la foto en el hueco de la esquina inferior derecha y observó la firma del artista. Al igual que la mujer, no era llamativo. Tan solo la simple palabra «Gordon» escrita con finos trazos negros.

– El círculo se cierra -dijo Lynley.

– Demasiadas coincidencias -replicó Havers.

– Si conseguimos relacionarla con algún tipo de arma, no tardaremos en volver a casa. -Lynley miró a St. James, mientras lady Helen agrupaba las fotografías y las guardaba en el sobre-. ¿Cuál es tu conclusión? -preguntó.

– Cristal -dijo St. James.

– ¿Una botella de vino?

– No. La forma no acaba de encajar.

Barbara se acercó a la mesa donde Lynley había dejado los restos de la merienda y rebuscó entre ellos hasta encontrar el dibujo de St. James. Lo sacó de debajo de la tetera y lo tiró hacia sus compañeros. Cayó al suelo. Lady Helen lo cogió, lo miró, se encogió de hombros y lo pasó a Lynley.

– ¿Qué es esto? -preguntó el inspector-. Parece una garrafa.

– Yo opino lo mismo -dijo Barbara-. Simón dice que no.

– ¿Por qué?

– Es preciso que sea sólido y lo bastante pesado para romper un hueso de un solo golpe.

– Maldita sea mi estampa -exclamó Lynley, y lo puso sobre la mesa.

Penélope se inclinó hacia delante y acercó el papel hacia ella.

– Tommy -dijo con aire pensativo-, no estoy segura, ¿sabes?, pero esto se parece terriblemente a una moleta.

– ¿Una moleta? -preguntó Lynley.

– ¿Qué coño es eso? -dijo Havers.

– Una herramienta -respondió Penélope-. La que utiliza primero un artista cuando prepara un cuadro.

Capítulo 21

Sarah Gordon yacía de espaldas en su dormitorio, con los ojos clavados en el techo. Examinó las grietas que surgían en el yeso, y convirtió las sutiles hendiduras y remolinos en la silueta de un gato, el rostro enjuto de una vieja, la sonrisa maligna de un demonio. Era la única habitación de la casa de cuyas paredes no colgaba ninguna decoración, y en la que prevalecía la sencillez monástica que ella consideraba apropiada para conducir su imaginación por los senderos que siempre la habían dirigido hacia la creación.

Ahora, solo la dirigían hacia los recuerdos. El golpe, el crujido del hueso al partirse. La sangre, sorprendentemente caliente, que brotó de la cara de la chica y manchó la suya. Y la muchacha. Elena.

Sarah se volvió y se envolvió más en la manta de lana. Adoptó la posición fetal. El frío era intolerable. Durante casi todo el día había mantenido encendido el fuego de abajo, y había subido la estufa al máximo, pero no podía escapar del frío. Parecía filtrarse por las paredes, el suelo y la cama, como una enfermedad contagiosa, decidida a contaminarla. A medida que pasaban los minutos, la victoria del frío se hizo más apabullante, y nuevos espasmos recorrieron su cuerpo aterido.

Un poco de fiebre, se dijo. El tiempo ha sido malo. Es difícil dejar de sentir los efectos de la humedad, la niebla o el viento helado.

Pero, mientras repetía las palabras clave (humedad, niebla y viento) como un cántico hipnótico, destinado a concentrar sus pensamientos en el sendero más estrecho, soportable y aceptable, la única parte de su mente que no había podido dominar desde el principio materializó de nuevo a Elena Weaver.

Había venido a Grantchester dos tardes a la semana durante dos meses, a lomos de su vieja bicicleta, con el largo cabello recogido para apartarlo de la cara y los bolsillos repletos de golosinas de contrabando, que daba a Llama cuando pensaba que Sarah estaba distraída. Perro piojoso, le llamaba, le tiraba cariñosamente de las orejas caídas, bajaba la cara y dejaba que le lamiera la nariz.

– ¿Qué he traído para mi pequeño piojoso? -decía, y reía cuando el perro olfateaba sus bolsillos, agitaba la cola como un loco y posaba sus patas delanteras sobre sus tejanos. Era un ritual, que solía celebrarse en el camino particular, al que Llama salía corriendo para recibirla con entusiastas ladridos de bienvenida. Elena decía que su alegría vibraba en el aire.

Después, entraba en la casa, se quitaba el abrigo, liberaba su cabello, lo agitaba, y saludaba con algo de embarazo si Sarah la sorprendía tratando al perro con tanto afecto, como si sospechara que no era muy adulto querer a un animal, sobre todo a uno que no era suyo.

– ¿Preparada? -decía, con aquel acento gutural tan peculiar. Al principio, aquellas noches que venía con Tony para posar como modelo en las clases de dibujo en vivo, parecía tímida. Sin embargo, se trataba tan solo de la reserva inicial de una joven consciente de que era diferente a los demás, y aún más consciente de que esa diferencia perturbaba a los demás. Si no percibía nada extraño, al menos en el caso de Sarah, se sentía más segura, y empezaba a charlar y reír. Se integraba en el ambiente y las circunstancias como si los conociera de siempre.

En aquellas tardes libres, se subía al alto taburete que Sarah tenía en el estudio, a las dos y media en punto. Sus ojos exploraban la habitación y se fijaba en las obras continuadas o empezadas desde su última visita. Y siempre hablaba. En ese aspecto, era como su padre.

– ¿Nunca has estado casada, Sarah?

Incluso elegía los mismos temas que su padre, aunque Sarah tardara unos momentos en descifrar mentalmente las sílabas, pronunciadas con cuidado pero algo deformadas.

– No, nunca. ¿Por qué?

Sarah examinó la tela en que estaba trabajando, la comparó con el ser vivaz subido en el taburete y se preguntó si sería capaz de capturar por completo aquella energía que la muchacha parecía exudar. Aún inmóvil, con la cabeza algo ladeada, el cabello derramado sobre sus hombros y la luz que arrancaba destellos de él, como el sol sobre el trigo, poseía vida y electricidad. Daba la impresión de que estaba ansiosa por acumular conocimientos y experiencia, siempre inquieta y curiosa.

– Pensaba que un hombre entorpecería mis proyectos -contestó Sarah-. Quería ser artista. Todo lo demás era secundario.

– Mi padre también quiere ser artista.

– Y lo es.

– ¿Crees que es bueno?

– Sí.

– ¿Te gusta? -Dijo esto con los ojos clavados en la cara de Sarah. De este modo podía leer la respuesta en sus labios, se dijo Sarah.

– Por supuesto -respondió con brusquedad-. Me gustan todos mis estudiantes. Siempre ha sido así. Te estás moviendo, Elena. Tira la cabeza, hacia atrás, como antes.

Vio que la muchacha extendía el pie y acariciaba con él la cabeza de Llama, que estaba estirado en el suelo con la esperanza de que alguna golosina cayera de su bolsillo. Aguardó, con la respiración contenida, a que la pregunta sobre Tony cayera en el olvido. Siempre ocurría lo mismo, porque Elena sabía reconocer las fronteras, lo cual explicaba por qué también sabía muy bien cómo derribarlas.