(—Miente —me dijo Sam cuando se lo repetí—. Nadie del pasado sabría qué hacer con un crono. La verdadera razón es que los turistas deben dejar una época a toda prisa ocasionalmente para evitar ser linchados y el Guía no puede correr el riesgo de que uno de sus clientes se olvide el crono en el hotel. Pero no se atreve a decíroslo.).
Los cronos que Jeff Monroe nos entregó eran ligeramente distintos del que llevé la noche en que Sam y yo remontamos la línea. Los mandos estaban sellados y sólo funcionaban cuando el Guía emitía una frecuencia especial. Bastante sensatos: el Servicio Temporal no quiere que los turistas den vueltas por su cuenta.
Nuestro Guía se pasó un buen rato advirtiéndonos acerca de las consecuencias de un eventual cambio del pasado y nos rogó en varias ocasiones que le hiciésemos caso.
—No hablen más que si se dirigen a ustedes —nos dijo—, incluso entonces reduzcan al mínimo sus conversaciones con desconocidos. No hablen en argot; no les entenderían. Si reconocen a otros viajeros temporales no deben hablar con ellos ni saludarles y deben ignorar cualquier tentativa por su parte de dirigirse a ustedes. Al que viole estas normas por inocentemente que sea se le retirará en el acto la licencia de deriva temporal y volverá al presente inmediatamente ¿Entendido?
Asentimos solemnemente.
—Imagínense que son cristianos disfrazados dentro de la ciudad santa de los musulmanes, La Meca. Si no les descubren, no estarán en peligro; pero, si los que les rodean adivinan su identidad, se encontrarán en muy mal trance. Les interesa estar callados mientras permanezcan en el pasado, observándolo todo sin decir nada. No correrán riesgos mientras no llamen la atención.
(Supe por Sam que los turistas temporales a veces tienen historias con la gente del pasado, sean cuales sean los esfuerzos de su Guía para intentar evitar tales accidentes. Los problemas pueden arreglarse con algunas palabras diplomáticas con las que el Guía pediría excusas alegando que el extranjero es realmente un problema mental. Pero a veces no es tan fácil, y el Guía debe ordenar la evacuación rápida de todos los turistas; además, debe esperar hasta que todos los clientes hayan vuelto por la línea sanos y salvos, por lo que varios Guías han caído víctimas del deber a causa de tales accidentes. En los casos de extrema torpeza por parte de algún turista, la Patrulla Temporal interviene y anula el salto retroactivamente, prohibiendo el viaje al viajero imprudente y anulando los problemas.
—Cada uno de esos ricachos suele enfurecerse cuando llega un Patrullero en el último minuto y le dice que no puede partir porque si lo hace cometerá alguna estupidez en el pasado. No pueden entenderlo. Prometen ser gentiles y no entienden que su promesa carece de valor, pues su conducta ya ha sido observada. El problema con la mayor parte de esos estúpidos turistas es que no pueden pensar en cuatro dimensiones.
—Yo tampoco, Sam —dije, desconcertado.
—Lo conseguirás —respondió—. Acabas de llegar.).
Antes de partir para 1935 recibimos un cursillo hipnótico sobre el marco de aquella época. Nos llenaron de datos acerca de la Depresión, la New Deal, la familia Long de Louisiana, la gloriosa ascensión de Huey Long, su programa titulado “Compartamos nuestros bienes” que quería quitar a los ricos para dárselos a los pobres, su querella con el presidente Franklin Roosevelt, su sueño de llegar él mismo a la presidencia en 1936, su brillante desprecio por las tradiciones, su demagógica llamada a las masas populares. Debimos tragarnos todo aquello, lo mismo que numerosos detalles acerca de la vida del año 1935 —las celebridades, la actividad deportiva, el mercado financiero— para no sentirnos desplazados.
Finalmente, nos dieron ropas de 1935. Nos pavoneamos, bromeando y riéndonos de nosotros mismos, al vernos en aquellas envejecidas prendas. Jeff Monroe, supervisándolo todo, recordó a los hombres que llevaban bragueta y les enseñó a usarla; advirtió a las mujeres que estaba absolutamente prohibido enseñar los pezones y la parte inferior de los senos, y nos pidió enérgicamente que no olvidásemos el hecho de que íbamos a entrar en una época extremadamente puritana en la que la represión neurótica era considerada como una virtud y nuestras habituales libertades de comportamiento eran tenidas por vergonzosas y escandalosas.
Al fin, estuvimos listos para partir.
Nos llevaron al nivel superior, a la Antigua Nueva Orleáns, pues no habría sido muy indicado saltar desde uno de los niveles inferiores. Teníamos preparada una habitación esperándonos en una pensión familiar de una de las calles del Barrio Norte, destino de los saltos al siglo XX.
—Vamos a remontar la línea —dijo Madison Jefferson Monroe, emitiendo la señal que disparaba los cronos.
14
De pronto, estuvimos en 1935.
No pudimos discernir el menor cambio desde la habitación en que nos encontrábamos, pero sabíamos que habíamos remontado la línea.
Calzábamos zapatos apretados y ropas extrañas, y teníamos dinero de verdad, dólares de los Estados Unidos, pues en aquel tiempo la huella de los pulgares no era moneda legal. Para la primera parte de la estancia, el hombre que había preparado el viaje nos tenía reservadas habitaciones en un gran hotel de Nueva Orleáns, sobre el canal, justo al borde del antiguo barrio francés. Tras una última advertencia de Jeff Monroe, salimos y avanzamos hasta el final de la calle. El tráfico era increíble en aquel llamado año de depresión. Incluso resultaba impresionante. Nos paseamos de dos en dos, Jeff en cabeza del grupo. Observamos las cosas que nos rodeaban con mucho interés, pero nadie podía sospechar nada. Los habitantes debían suponer que éramos turistas de Indiana. Nada en nuestra curiosidad podía denunciar particularmente que fuésemos turistas del año 2059.
Thibodeaux, el hombre de la Sociedad de Energía e iluminación, no podía apartar los ojos de las líneas eléctricas que se balanceaban al aire libre de un poste a otro.
—He leído algunos estudios sobre estos aparatos —dijo varias veces—, pero nunca me los había creído.
Las mujeres del grupo charlaban acerca de la moda. Era un día cálido y largo de septiembre, pero todo el mundo iba totalmente vestido. No podían entenderlo.
El tiempo nos causó algunos problemas. Nunca habíamos estado expuestos a verdadera humedad, no la hay en las ciudades subterráneas, naturalmente, y sólo algunos chalados suben a la superficie cuando hay tal clima. No dejábamos de sudar y padecíamos a causa del calor. El hotel no tenía aire acondicionado. Supuse que todavía no lo habrían inventado.
Jeff verificó que nos encontrábamos en la lista del hotel. Mientras firmaba el registro, el empleado, naturalmente, un ser humano y no una terminal de ordenador, agitó una campanilla y gritó: ¡Botones!, con lo que apareció un grupo de negros uniformados y amistosos que se llevó nuestras maletas.
Oí que Mrs. Bienvenu, la esposa del jurista, le murmuraba a su esposo:
—¿Crees que serán esclavos?
—¡Aquí no! —respondió el hombre violentamente—. ¡Los esclavos fueron liberados hace setenta años!
El empleado del hotel debió escucharla. Me gustaría saber lo que pensó.
El Guía reservó una sola habitación para Flora Chambers y para mí. Explicó que nos registró con tos nombres de Mr. y Mrs. Elliott, pues estaba prohibido que una pareja sin casar ocupase la misma habitación de un hotel, aunque fuesen miembros del mismo grupo de turistas. Flora me sonrió pálidamente pero llena de esperanza y me dijo: —Actuaremos como si estuviéramos en alianza temporal.