Monroe la miró iracundo.
—¡No debemos comentar costumbres futuras!
—¿No tienen alianzas temporales en 1935?
—¡Cállese! —silbó.
Deshicimos el equipaje, nos bañamos y salimos a visitar la ciudad. Bajamos por la calle Basin y pudimos oír algunas melodías de jazz, primitivas pero aceptables. Luego caminamos un poco hasta la calle Bourbon para echar un trago y asistir a un número de strip tease. El lugar estaba abarrotado; y nos sorprendió constatar que hombres y mujeres adultos pudieran quedarse sentados durante toda una hora soportando una música mediocre y una atmósfera llena de humo para esperar a que una chica se quitase algo de ropa.
Cuando se quedó desnuda, seguía pese a todo llevando unas pequeñas placas brillantes en los pezones, así como una pequeña pieza de tejido triangular en el pubis. Cualquiera que tuviera más interés por la desnudez podría ver mucho más cualquier día en los baños públicos. Pero, claro, nos dijimos, aquella era una época represiva, sexualmente apagada.
Las bebidas y los demás gastos de la sala de fiestas fueron puestas en una sola nota que resultó pagada por Jeff. El Servicio Temporal no quería que nosotros, los ignorantes turistas, manipulásemos billetes a los que apenas estábamos acostumbrados salvo casos de necesidad absoluta. El Guía nos defendía de los pobres que importunaban al grupo, contra los mendigos, las prostitutas y los demás incidentes que pudieran enturbiar nuestra comprensión de la situación social de 1935.
—Ser Guía es un trabajo duro —observó Flora Chambers.
—Pero piensa en todos los viajes que se pueden hacer gratis —repliqué.
Nos impresionaba profundamente la fealdad de la gente del pasado. Nos dimos cuenta que no debían tener genetos, que la microcirugía estética, si es que hubieran oído hablar de ella en 1935, habría sido considerada como una conspiración fascista o comunista contra el derecho de los hombres libres a tener hijos feos. Sin embargo, no pudimos dejar de demostrar una cierta sorpresa, incluso consternación, al ver orejas deformadas, pieles llenas de viruela, dientes caídos, narices enormes, genes no programados y retocados. El miembro más ordinario de nuestro grupo era de una belleza teatral comparándolo con la norma de 1935. Les compadecimos por tener que vivir en una época tan oscura y oprimente.
Cuando estuvimos de vuelta en el hotel, Flora se quitó toda la ropa y se tendió salvajemente sobre la cama, abriendo las piernas.
—¡Házmelo! —gritó—. ¡Estoy salida!
Yo también estaba un poco salido. Así que se lo hice.
Madison Jefferson Monroe, prudentemente, sólo nos había autorizado a tomar una bebida alcohólica durante la noche. Pese a todas nuestras súplicas, se negó a dejarnos tomar una segunda, debimos contentarnos con soda el resto de la velada. No podía correr el riesgo de que dijésemos algo peligroso bajo la influencia del alcohol, un tipo de bebida al que, realmente, no estábamos acostumbrados. Sin embargo, incluso aquel simple trago bastó para soltar algunas lenguas y enturbiar ciertas mentes, con lo que se escaparon algunas observaciones que, de haber sido oídas, podrían habernos causado graves problemas.
Me sorprendía ver beber a la gente del siglo XX tantísimo alcohol sin derrumbarse.
(—Están habituados al alcohol —me explicó Sam—. Es el veneno mental favorito de la mayor parte de las regiones del pasado. Si no te entrenas para soportarlo, acabarás teniendo problemas.
—¿No hay drogas? —pregunté.
—Bueno, podrás encontrar algo de hierba aquí y allí, pero nada realmente psicodélico. Aprende a beber, Jud. Aprende a beber.).
Más tarde, aquella misma noche, Jeff Monroe vino a nuestra habitación. Flora estaba recogida en una masa inconsciente y agotada; Jeff y yo hablamos largo rato de los problemas impuestos al trabajo de Guía. Acabé por apreciarle a causa de su dulzura y habilidad.
Parecía disfrutar con su trabajo. Su especialidad eran los Estados Unidos del siglo XX y lamentaba la molesta rutina de los asesinatos.
—Nadie quiere ver otra cosa —se lamentó—. ¡Dallas, Los Ángeles, Memphis, Nueva York, Chicago, Baton Rouge, Cleveland, siempre las mismas ciudades! No puedo decirte hasta qué punto estoy harto de abrir paso entre la multitud hasta el mismo punto, señalar la ventana del sexto piso y ver a la pobre mujer que se inclina hacia la parte trasera del coche. Por lo menos, el asesinato de Huey Long no está muy solicitado. Pero tengo a una veintena de yoes en Dallas. ¿Por qué nadie quiere ver los momentos felices del siglo XX?
—¿Los hay? —pregunté.
15
Desayunamos en Brennan's y cenamos en Antoine's, dimos una vuelta por el barrio del Jardín y volvimos a la ciudad antigua para visitar la catedral de la plaza Jackson antes de dar un paseo por la orilla del Mississippi. Entramos en un cine para ver a Clark Gable y Jean Harlow en Polvo Rojo, visitamos correos y la biblioteca municipal, compramos muchos periódicos (que son recuerdos autorizados) y pasamos unas cuantas horas oyendo la radio. Subimos en el tranvía llamado Deseo, y, después, Jeff nos llevó de paseo en un coche de alquiler. Nos permitió conducir, pero nos aterraba la idea de tomar el volante tras haberle visto efectuar los complicados movimientos de la palanca de cambios. Hicimos muchas más cosas del siglo XX. Respiramos profundamente el perfume de la época.
Luego nos encaminamos a Baton Rouge para ver cómo el senador Long se dejaba matar.
Llegamos el sábado 7 de septiembre, y ocupamos habitaciones en el hotel que, por lo que juró Jeff, era el mejor de la ciudad. El cuerpo legislativo estaba reunido y el senador Huey había llegado de Washington para ocuparse de varios asuntos. Anduvo sin cesar por la ciudad hasta que terminó la mañana del domingo. Jeff nos preparó para el espectáculo.
Se había ataviado con un disfraz de termoplástico. Su rostro de rasgos regulares se veía lleno de pústulas y amarillento, llevaba bigote y gafas negras que podría haberle pedido prestadas a Dajani.
—Es la tercera vez que me ocupo de este viaje —nos explicó—. Creo que haría mal efecto si alguien detectara a tres personas iguales en el pasillo en que van a asesinar a Huey.
Nos dijo que no prestásemos atención a los otros Jeff Monroe que pudiéramos ver durante el asesinato; él, con las heridas, el bigote y las gafas, era nuestro verdadero Guía y no había que acercarse a los otros dos.
Cuando llegó la tarde, nos dirigimos hacia el colosal capitolio del Estado, de treinta y cuatro pisos, y nos paseamos por su interior como visitantes llegados para admirar el edificio de cinco millones de dólares de Huey. Entramos discretamente. Jeff comprobaba la hora muy a menudo.
Nos apostó en un lugar desde el que pudiéramos tener una buena vista del evento, evitando además la trayectoria de las balas. No pudimos dejar de detectar a otros grupos de visitantes que se colocaban cerca de nosotros. Vi junto a un grupo a un hombre que era sin lugar a dudas Jeff Monroe; otro grupo estaba reunido alrededor de otro hombre con el mismo aspecto y talla, pero que llevaba gafas de montura metálica y una mancha rojiza en una mejilla. Nos esforzamos para no mirar a aquella gente y ellos procuraron ignorarnos.
Me embarazaba la Paradoja Acumulativa. Para mí, toda la gente que remontó la línea para ver el asesinato de Huey Long tendría que haber estado allí: millares de personas, quizá, apretujándose para ver mejor. Y, sin embargo, apenas había algunas docenas: los que iban desde 2059 o antes. ¿Por qué no estaban los demás? ¿Era tan fluido el tiempo que un mismo evento podía repetirse indefinidamente cada vez ante una audiencia mayor?
—Ahí está —susurró Jeff.
El Kingfish avanzó hacia nosotros con paso rápido, seguido de cerca por sus guardaespaldas. Era pequeño y mofletudo, de rostro rojizo, nariz chata, cabellos rojos, labios gruesos y mentón profundamente hendido. Al acercarse, se rascó la nalga izquierda, dijo algo a un hombre que había a su izquierda y tosió. Llevaba el traje ligeramente desplanchado y los cabellos revueltos.