Como nuestro Guía nos advirtiera, sabíamos de dónde llegaría el asesino. Al oír una señal murmurada por Jeff —¡y no antes!—, volvimos la cabeza y descubrimos al doctor Carl Austin Weiss apartándose de la multitud, avanzando hacia el senador y apoyándole una automática del calibre 22 en el estómago. Disparó una vez. Huey, sorprendido, cayó hacia atrás, mortalmente herido. Sus guardaespaldas sacaron los revólveres y mataron al asesino. Empezaron a formarse brillantes charcos de sangre; la gente empezó a gritar; los guardaespaldas de rostro rubicundo nos apartaron violentamente diciéndonos que nos quitásemos de en medio. —¡Atrás, atrás!
Era todo. El acontecimiento que habíamos ido a ver había terminado.
Nos parecía irreal, como una escena de historia antigua, una obra de tridi bastante bien realizada pero nada convincente. Nos impresionaba el ingenio del procedimiento, pero no el impacto del hecho.
Incluso cuando silbaron las balas, ninguno de nosotros las consideró verdaderamente reales.
Y, no obstante, aquellas balas fueron verdaderas y, si nos hubieran alcanzado, estaríamos muertos de verdad.
Para los dos hombres tendidos en el suelo barnizado del Capitolio, el hecho había sido muy real.
16
Cumplí otras cuatro misiones de entrenamiento antes de recibir el certificado de Guía Temporal. Todos los saltos que efectué se realizaron en la zona de Nueva Orleáns. Acabé conociendo la historia de aquella región mejor de lo que había esperado hacerlo.
El tercer viaje nos hizo regresar a 1803 para presenciar la compra de Louisiana. Yo era el único aspirante y había siete turistas. Nuestro Guía era un hombrecillo de rostro endurecido llamado Sid Buonocore. En cuanto mencioné su nombre, Sam se echó a reír :
—¡Qué personaje más mugriento!
—¿Qué tiene de especial?
—Se ocupaba de los viajes al Renacimiento. Pero ese rufián servía de intermediario entre las turistas y César Borgia, de modo que la Patrulla Temporal le pilló en flagrante delito. Las turistas, lo mismo que César, le pagaban bastante bien. Buonocore pretendió hacer creer que sólo cumplía con su trabajo: dejar que las chicas profundizaran sus experiencias renacentistas y cosas así. Pero le trajeron aquí y le metieron de cabeza en la compra de Louisiana.
—¿Debe supervisar un guía la vida sexual de sus clientes? —pregunté.
—No, ni tampoco debe propiciar la fornicación transtemporal. Al final, el incitador de la fornicación transtemporal era bastante divertido. Buonocore estaba lejos de ser una buena persona, pero poseía un aura de sensualidad insaciable que no pude dejar de admirar. Y se mostraba tan abiertamente interesado por su propio bienestar que emanaba de él cierto encanto concupiscente. No se puede aplaudir a un ladrón con mala pinta, pero sí a uno de guante blanco. Y Sid Buonocore era uno de ellos.
Con todo, como Guía resultaba competente. Nos hizo retroceder a la Nueva Orleáns de 1803 haciéndonos pasar por comerciantes holandeses llegados para estudiar el mercado; no había nada que temer siempre que no nos encontrásemos cara a cara con un verdadero holandés; nuestra falsa identidad ocultaba las rarezas de nuestro acento futurista. Paseamos por la ciudad ataviados con las molestas ropas de principios del siglo XIX, con la impresión de ser actores escapados de una obra de teatro, y Sid nos lo fue enseñando todo.
No tardé en descubrir que realizaba un fructífero comercio de doblones de oro y monedas españolas de ocho reales. No intentó ocultarme sus actividades, pero tampoco hablaba de ellas, por lo que no pude descubrir todos los detalles. Sin duda, debía obtener beneficio con las diferencias de cambio. Todo lo que sé es que cambiaba dólares de plata americanos por guineas de oro británicas, empleando aquellas guineas para comprar a la baja monedas francesas de plata y encontrándose por la noche con bucaneros caribeños, en las orillas del Mississippi, para cambiar las monedas francesas por otras españolas de plata y oro. Nunca supe lo que hacía con los doblones y las monedas de ocho reales. Ni pude averiguar el interés que tenía en efectuar todos aquellos cambios. Mi mejor hipótesis es que intentaba intercambiar el mayor número de monedas para vendérselas luego a los coleccionistas del presente; pero aquello me parecía demasiado sencillo para un hombre como él. No me dio explicación alguna y la timidez me impidió pedirle detalles.
Sus relaciones sexuales eran también muy numerosas. No es nada raro en un Guía. (“Las mujeres turistas son presas fáciles”, me explicó Sam. “Se matan para someterse a nosotros. Es como con los cazadores blancos de África.») Pero pude darme cuenta de que Sid Buonocore no se contentaba con saciar a las turistas ávidas de romanticismo.
Una noche de nuestro viaje a 1803, muy tarde, me sentí intrigado por un problema planteado por el viaje temporal y me dirigí a la habitación del Guía para pedirle opinión. Llamé a la puerta y respondió: ¡Entre! De modo que entré, pero no estaba solo. Una joven morena de largos cabellos negros estaba acostada en la cama, desnuda y brillando a causa del sudor, totalmente despeinada. Tenía senos firmes y abundantes y los pezones de color chocolate.
—Perdona —le dije—. No quería molestar.
Sid Buonocore se echó a reír.
—¡Idiota! —exclamó—. Por ahora, hemos terminado. No nos molestas. Esta es María.
—Buenos días, María —aventuré.
Ella cloqueó molesta. Sid le dijo algo en criollo y la chica volvió a cloquear. Se levantó, hizo una elegante reverencia, desnuda, y murmuró:
—Buenas tardes, señor —antes de caer suavemente al suelo, desvanecida.
—Bonita, ¿verdad? —me preguntó Sid orgullosamente—. Mitad india, mitad española, mitad francesa. Sírvete un poco de ron.
Bebí un trago de la botella que me ofrecía.
—Demasiadas mitades —le dije.
—María no hace nada a medias.
—Ya veo.
—La encontré aquí en mi último viaje. Ajusto cuidadosamente mi empleo del tiempo para poder estar con ella un rato cada noche, sin olvidarme de mis otros yoes. Quiero decir… no sé cuántas veces tendré que hacer este viaje, Jud, pero intentaré arreglarme para ser bien recibido cada vez que remonte la línea.
—¿No es mucho riesgo decir estas cosas delante de ella…?
—No habla ni una palabra de inglés. No hay peligro.
María se movió y gimió en voz baja. Sid me quitó la botella de ron y echó un poco encima del pecho de la muchacha. La chica volvió a cloquear y se puso a restregárselo por los pechos medio dormida, como si se tratase de alguna pomada milagrosa. Pero no parecía necesitar ninguna pomada.
—Es bastante ardiente —dijo Sid.
—Estoy seguro.
Le dijo algo a la chica, que se puso penosamente en pie para dirigirse hacia mí. Sus senos se balanceaban como campanas. Olor a ron y lujuria emanaba de ella. Vacilante, extendió las manos hacia mí, pero perdió el equilibrio y se volvió a caer al suelo. Se quedó en él, riéndose en voz baja.
—¿Quieres probarla? —me preguntó Sid—. Deja que se aclare un poco y luego llévatela a tu habitación para pasar un rato.
Dije algo sobre las interesantes enfermedades que podría transmitirme. A veces me parece interesante hacerme el aburrido cuando llega el momento de divertirse.
—Estás vacunado —me escupió Buonocore con desprecio—. ¿Qué temes?
—Nos han inmunizado contra las tifoideas, difteria, fiebre amarilla y todo eso —respondí—. ¿Y la sífilis?
—No la tiene. Puedes creerme. De todos modos, si te preocupa, puedes tomar un termobaño en cuanto hayas subido por la línea. —Se encogió de hombros—. Si algo así te da miedo, harías mejor en no ser Guía.