Como tenía que pasar algunas horas en el palacio, Sam dejó que me pusiera una máscara gratuitamente y me envío unas cuantas bocanadas de alegres alucinaciones. Cuando me levanté para irme, Sam, Helen y Betsy ya estaban vestidos, listos para salir. Betsy era la del pecho, me repetía la mnemónica, pero, vestida de calle, costaba trabajo reconocerla. Bajamos tres niveles hasta llegar al apartamento de Sam y entablamos contacto. Cuando empezó a oler bien y desapareció la ropa, me volví a encontrar con Betsy y nos dedicamos a hacer lo que están pensando; descubrí que las ocho horas de inmersión total, noche tras noche, en un estanque de coñac, le habían dado a su piel un cierto brillo satinado que no afectaba en lo más mínimo a las respuestas de sus sentidos.
A continuación, nos sentamos en círculo, perezosamente, y fumamos hierba; entonces, el gurú me hizo hablar.
—Soy estudiante diplomado en historia bizantina —declaré.
—Muy bien, muy bien, ¿has estado allí?
—¿En Estambul? Cinco veces.
—En Estambul, no. En Constantinopla.
—Es el mismo sitio —repliqué.
—¿De verdad?
—Oh —dije—. Constantinopla. Es muy caro.
—No siempre —comentó Sam el Negro. Encendió un nuevo porro y se inclinó hacia mí con ternura y me lo puso en los labios—. ¿Has venido a Nueva Orleáns Inferior para estudiar historia bizantina?
—He venido para escapar del trabajo.
—¿Cansado de Bizancio?
—Cansado de ser tercer administrativo auxiliar de jurisprudencia del juez Mattachine de la Gran Corte Suprema del Condado de Manhattan Superior.
—Pero has dicho que eras…
—Y lo soy. Historia bizantina es lo que estudio. La jurisprudencia es lo que hago. Hacía, mejor dicho.
—¿Por qué?
—Mi tío es el Juez Elliott de la Altísima Corte Suprema de los Estados Unidos. Él pensaba que tenía que trabajar en algo que estuviera a la altura.
—¿No tenías que hacer estudios de derecho para trabajar de ayudante?
—No es necesario —expliqué—. De todos modos, las máquinas se encargan totalmente del registro de los datos. Los auxiliares sólo son cortesanos. Felicitan al juez por su inteligencia, investigan en su lugar, ruegan por él, y así sucesivamente. Aguanté durante ocho días, luego, me cansé.
—Tienes problemas —dijo Sam, con gravedad.
—Sí. He sufrido simultáneamente un ataque maniático para cambiar de sitio, pesimismo, falta de ingresos y ambición mal definida.
—¿Quieres probar con la sífilis terciaria? —preguntó Helen.
—Por ahora no.
—Si tuvieras oportunidad de cumplir tu mayor deseo —preguntó Sam—, ¿la aprovecharías?
—No sé cuál es mi mayor deseo.
—¿Es eso lo que querías decir cuando mencionaste la ambición mal definida?
—En parte.
—Si supieras cuál es tu mayor deseo, ¿levantarías al menos el meñique para conseguirlo?
—Naturalmente —le respondí.
—Espero que hables en serio —me dijo Sam—, porque, si no es así, tendrás que darme algunas explicaciones. Quédate por aquí un tiempo.
Lo dijo de un modo agresivo. Lo quisiera yo o no, Sam deseaba meterme de cabeza en la felicidad.
Cambiamos de pareja e hice el amor con Helen, que tenía un trasero precioso, firme y blanco, y era una virtuosa de los músculos internos. Sin embargo, ella no era mi mayor deseo. Sam me dejó dormitar durante tres horas y llevó a las chicas a su casa. Por la mañana, después de lavarme, inspeccioné el apartamento y observé que estaba decorado con objetos procedentes de épocas y lugares muy diversos: una tablilla de arcilla sumeria, una taza peruana, una copa de cristal de Roma, un rosario de cuentas de porcelana de Egipto, una maza medieval y una cota de malla, varios ejemplares del New York Times de los años 1852 y 1853, una estantería de libros encuadernados en cuero repujado, dos máscaras faciales iroquesas, una multitud de objetos africanos y muchas cosas más, que llenaban cada hueco, cada resquicio, cada orificio. Sin mucha base, presumí que Sam sentiría cierta predilección por las antigüedades, al no llegar a encontrar ninguna otra solución. Observé, a la semana siguiente, que los objetos de la colección parecían haber sido fabricados recientemente. Serán antigüedades falsas, me dije a mí mismo.
—Trabajo a tiempo parcial para el Servicio Temporal —afirmó Sam el Negro.
4
—El Servicio —declaré— está lleno de boys-scouts de mandíbula cuadrada. Tu mandíbula es redonda.
—Y tengo la nariz aplastada; eso ya lo sé. Y no soy tampoco un boy-scout. Pero, con todo, trabajo en el Servicio Temporal a tiempo parcial.
—No me lo creo. El Servicio Temporal está formado en su totalidad por amables muchachos de Indiana y Texas. Amables blancos de todas las razas, de todas las creencias y colores.
—Eso es la Patrulla del Tiempo —replicó Sam—. Yo sólo soy un Guía Temporal.
—¿Hay diferencia?
—Hay diferencia.
—Perdona mi ignorancia.
—La ignorancia no puede ser perdonada. Puede ser sólo curada.
—Háblame del Servicio Temporal.
—Hay dos divisiones —explicó Sam—. La Patrulla Temporal y los Guías Temporales. Los que cuentan chistes racistas terminan en la Patrulla Temporal. Los que inventan los chistes racistas terminan en los Guías Temporales. ¿Capisce?
—No del todo.
—Muchacho, si eres tan torpe, ¿por qué no eres negro? —me preguntó Sam amablemente. Los Patrulleros Temporales se dedican a limitar las paradojas temporales. Los Guías Temporales llevan a los turistas por la línea del tiempo. Los Guías detestan a los Patrulleros y los Patrulleros odian a los Guías. Yo soy Guía. Hago la ruta Mali-Ghana-Gao-Kush-Aksum-Congo en enero y febrero y, en octubre y noviembre, Sumer, el Egipto faraónico y, a veces, la gira Nazca-Mochica-Inca. Cuando andan escasos de personal, recorro las Cruzadas, la Carta Magna, 1066 y Agincourt. He tomado ya tres veces Constantinopla con la Cuarta Cruzada y dos veces la he recuperado por los turcos en 1453. ¡Cuidado, blanquillos!
—¡Todo eso es una broma, Sam!
—¡Claro, me lo he inventado todo, naturalmente! ¿Ves todas aquellas cosas? Han sido robadas en el pasado por tu servidor ante las mismas narices de la Patrulla Temporal; salvo en una ocasión, nunca han sospechado nada. Un patrullero intentó detenerme en Estambul, en 1563: le corté las pelotas y se las vendí al sultán por diez besantes. Tiré su crono al Bósforo y dejé que acabara sus días como eunuco.
—¡No lo hiciste!
—No, no lo hice —confesó Sam—. Pero tendría que haberlo hecho.
Me brillaban los ojos. Sentí que mi mayor deseo vibraba al alcance de la mano.
—¡Hazme volver a Bizancio, Sam!
—Vuelve tú solo. Alístate como Guía.
—¿Puedo?
—Siempre están pidiendo gente. Muchacho, ¿dónde tienes la cabeza? ¿Dices que eres licenciado en historia y que nunca has pensado trabajar para el Servicio Temporal?
—Lo pensé —le respondí, adoptando un aspecto indignado—. Pero nunca lo hice en serio. Colgarse un crono y visitar cualquier época del pasado… creía que debía ser una broma, Sam, si entiendes lo que quiero decir.
—Sé lo que quieres decir, pero tú no tienes ni idea. Voy a decirte cuál es tu problema, Jud. Eres un perdedor nato.
Yo ya lo sabía. ¿Cómo lo había descubierto tan deprisa?
—Lo que quieres, por encima de todo —me dijo—, es volver al pasado, como cualquier muchacho que tenga un par de buenas sinapsis y una buena cabeza. Así que, no haces más que pensar en ello pero sin creértelo, dejas que te metan en un sucio trabajo, y te largas a la primera de cambio. ¿Dónde estás ahora? ¿Cómo se te presentan las cosas? Tienes, ¿cuántos?, veintidós años…