Protopopolos parecía esperar una respuesta.
—Pensándolo bien —concluí—, ¿por qué malograr la posibilidad de dar algunos saltos? Echaré un vistazo al Estambul postbizantino.
—¿Con un grupo?
—Solo.
23
Y salté directamente a la paradoja de la Discontinuidad.
Mi primera parada fue en la sección de atuendos. Necesitaba ropa adecuada para la Estambul de los siglos XVI al XIX. En lugar de darme una serie de ropas para adaptarme a la cambiante moda, me regalaron un disfraz de musulmán ordinario, una sencilla túnica blanca que no pertenecía a ninguna época en especial, sandalias inclasificables, largo cabello y una incipiente y desigual barba. Como dinero de mano me entregaron un buen montón de monedas de oro y plata que cubrían las épocas a las que me dirigía, un poco de todo lo que pudiera circular en la Turquía medieval, algunos besantes de la época griega, diversas monedas de los sultanes y una buena provisión de oro veneciano. Me metí todo aquello en un cinturón que llevaba encima del crono; las monedas se disponían de izquierda a derecha siguiendo los siglos, para que no me viera en problemas ofreciendo un dinar del siglo XVIII en un mercado del siglo XVI. No había nada que pagar: el Servicio Temporal hacía circular continuamente moneda entre el tiempo actual y el pasado para beneficio de su personal, y un Guía que se iba de vacaciones podía obtener una suma razonable para cubrir sus gastos. Para el Servicio, de todas formas, no era moneda de curso legal, y siempre la podía recuperar. Me encanta ese sistema.
Seguí un curso hipnótico de turco y otro de árabe antes de partir. La sección de Peticiones Especiales me fabricó rápidamente una identidad de cobertura que pudiera ser utilizada en cualquiera de las épocas que pensaba visitar: si me preguntaban, debía pretender ser un portugués capturado en alta mar por piratas argelinos cuando apenas contaba diez años de edad, educado en Argelia como musulmán. Aquello explicaría los defectos de mi pronunciación y mi silencio acerca de mis propios orígenes; si tenía la desgracia de ser interrogado por un verdadero portugués, lo que era poco probable, podía decir que no recordaba gran cosa de mi vida en Lisboa y que había olvidado incluso el nombre de mis padres. Mientras mantuviera la boca cerrada, si rezaba cinco veces al día en dirección a La Meca, si ponía cuidado en ver por dónde iba, no debía tener problemas. (Naturalmente, si me metía en algún lío realmente serio, podía huir empleando el crono, pero aquello, en el Servicio Temporal, era considerado el método de los cobardes, que es tan poco deseable como las sospechas de brujería que uno deja a las espaldas cuando desaparece).
Todos los preparativos me llevaron día y medio. Entonces fue cuando me dijeron que ya estaba listo para saltar. Ajusté el crono a 500 A.P., eligiendo una época al azar, y me marché. Llegué el 14 de agosto de 1559 a las nueve y media de la noche. El sultán reinante era el gran Solimán, a quien le faltaba muy poco tiempo de reinado. Los ejércitos turcos amenazaban la paz de Europa; el entusiasmo de la conquistas se percibía por toda la ciudad. No podía apreciar aquella ciudad como aprecié la brillante Constantinopla de Justiniano o Alexis pero aquello era una cuestión personal procedente de una mezcla de ascendencia química y afinidad histórica. Considerándola por sus méritos propios la Estambul de Solimán era una ciudad extraordinaria.
Me pasé medio día recorriéndola. Durante una hora examiné una graciosa mezquita en construcción esperando que fuera la Solimana nueva y brillante bajo el sol del mediodía. Consultando discretamente un mapa que llevaba oculto, efectué un peregrinaje a la mezquita de Mahoma el Conquistador, que resultaría destruida por un terremoto en 1766. El paseo valía la pena. Al mediodía, tras una mirada a Santa Sofía, transformada en mezquita, y a las tristes ruinas del Gran Palacio de Bizancio, al otro lado de la plaza (la mezquita del sultán Ahmed se alzaría en ella en otros cincuenta años) me dirigí al Bazar Cubierto pensando comprar en él algunas tonterías como recuerdo; estaba a diez pasos de la entrada cuando descubrí a mi querido gurú negro, Sam.
Tiene usted que ver lo raro que era todo aquello: teniendo millares de años para pasear los dos nos habíamos ido de vacaciones al mismo año, al mismo día, a la misma ciudad, y nos encontrábamos bajo el mismo techo.
Iba vestido con un traje morisco, sacado directamente de Otelo. Era imposible no verle. Era el tipo más alto de la reunión y su piel de color carbón relucía por contraste con sus blancas vestimentas. Me precipité hacia él.
—¡Sam! —exclamé—. ¡Sam, viejo chulo, que suerte encontrarte aquí!
Dio media vuelta con aire sorprendido, frunció el ceño y me miró con aspecto asombrado.
—No te conozco —dijo fríamente.
—No te dejes confundir por la barba. Soy yo Sam. Jud Elliott.
Me miró fijamente. Luego gruñó. Empezó a reunirse una pequeña multitud. Me pregunté si no me habría equivocado. Quizá no era Sam, sino algún lejano ancestro que se parecía como un gemelo a mi amigo merced al flujo genético. No, me dije, éste es el verdadero Sambo.
Pero, entonces, ¿por qué la cimitarra?
Hablábamos en turco. Pasé al inglés y le dije:
—Escucha, Sam, no sé lo que pasa, pero haré lo que quieres. ¿Qué te parece si nos encontramos ante Santa Sofía en media hora? Podríamos…
—¡Perro infiel! —rugió—. ¡Mendigo apestoso! ¡Ladrón de cerdos! ¡Apártate de mí! ¡Vete, malandrín!
La amenazante cimitarra silbó por encima de mi cabeza mientras seguía injuriándome en turco. Súbitamente, en voz baja, musitó:
—No sé quién coño eres, pero si no te largas ahora mismo, te parto en dos.
Aquello me lo dijo en inglés. Luego, volvió a gritar en turco.
—¡Mataniños! ¡Bebedor de leche de sapo! ¡Devorador de mierda de camello!
No bromeaba. Ni me reconocía en lo más mínimo, ni deseaba saber nada de mí. Desconcertado, me aparté de él, eché a correr por uno de los laterales del Bazar, salí al aire libre y salté diez años sobre la línea. Algunas personas me vieron desaparecer, pero peor para ellos; para un turco de 1559, el mundo estaba lleno de trasgos y djinns: yo sólo era otro fantasma.
No me quedé ni diez minutos en 1569. La salvaje reacción de Sam al verme me había desorientado tanto que fui incapaz de calmarme y admirar la ciudad. Debía conseguir una explicación. Descendí por la línea hasta 2059, materializándome en una calle del Bazar Cubierto donde a poco resulté atropellado por un taxi. Algunos turcos modernos sonrieron el ver mi ropa medieval. Supuse que aquellos monos sin educación todavía no habían aprendido a reconocer a un viajero temporal que regresaba de viaje.
Me dirigí inmediatamente hacia la cabina telefónica más próxima, apoyé el pulgar en la placa y pedí el número de Sam.
—No podemos localizarle en su número personal —me informó la terminal de información—. ¿Quiere que le busquemos?
—Sí, por favor —contesté, automáticamente.
Un instante más tarde, me di un suave golpe en la cabeza al comprender mi estupidez. ¡Naturalmente que no estaba en casa, imbécil! ¡Estaba en la línea temporal, en 1559!
Pero el sistema de comunicaciones ya estaba buscándole. En lugar de hacer lo más sensato, colgar, me quedé allí como un idiota, esperando la inevitable respuesta en la que el ordenador central de comunicaciones me diría que era incapaz de encontrarle.
Pasaron casi tres minutos. Luego la agria voz declaró:
—Hemos encontrado a su interlocutor en Nairobi; está esperando su llamada. ¿Confirma su petición?
—Póngame con él —dije. El rostro de ébano de Sam estalló en la pantalla.
—¿Tienes problemas chaval? —me preguntó.
—¿Qué haces en Nairobi? —grité.