—Paso unos días de vacaciones con los míos. ¿Está mal?
—Escucha —le dije— estoy de vacaciones entre dos viajes temporales y acabo de regresar de Estambul 1559; te he visto allí.
—¿Y qué?
—¿Cómo estabas allí si estás en Nairobi?
—Del mismo modo que puede haber veintidós ejemplares de tu instructor árabe viendo cómo 105 romanos clavan a Jesús a la cruz —me contestó Sam—. Mierda, chico, ¿cuándo aprenderás a pensar en cuatro dimensiones?
—En ese caso, a quien me he encontrado en la línea en 1559, ¿era otro tú?
—¡Sería lo mejor para todos! ¡Él está allí y yo aquí! —Sam se echó a reír—. Algo tan simple no tendría que alterarte tanto, chaval. Ahora eres un Guía, ya lo sabes.
—Espera. ¡Espera! Te diré lo que ha pasado. Yo iba por el Bazar Cubierto, ya lo conoces, y tú estabas allí vestido de moro, te grité ¡hola!, y me dirigí hacia ti para darte los buenos días. ¡Y no me reconociste, Sam! Te pusiste a agitar la cimitarra, a insultarme y me dijiste en inglés que me largase; luego…
—Bueno, bueno, chico, ya sabes que es contrario a las reglas hablar con otros viajeros temporales cuando uno está en la línea. A menos que llegues del mismo tiempo actual que el otro, debes ignorarle aun en el caso de que le conozcas, pese al disfraz. La fraternización está prohibida porque…
—Vale, de acuerdo, pero era yo, Sam. No me imaginé que fueses a aplicar las regias conmigo. ¡Ni siquiera me reconociste, Sam!
—Evidentemente. ¿Por qué tan preocupado, chaval?
—Me pareció que tenías amnesia. Me dio miedo.
—No podía reconocerte.
—¿Qué me dices?
Sam se echó a reír.
—¡La paradoja de la Discontinuidad! ¿Nunca te han hablado de eso?
—Dijeron algo pero nunca presté mucha atención a nada, Sam.
—Bueno pues ahora escucha bien. ¿Sabes en qué año hice ese viaje a Estambul?
—No.
—En 2056 o 2055, uno de los dos. Y no te conocí hasta tres o cuatro años después… Supe de ti la primavera pasada. El Sam que te encontraste en 1559 no te había visto nunca. Eso es la discontinuidad ¿entendido? Partías de la base del tiempo actual 2059 y yo de la base 2055, quizá, y para mí tú no eras nada más que un desconocido: aunque tú sí que me conocías. Esa es una de las razones por la que los Guías no deben hablar a los amigos que se encuentren accidentalmente en la línea.
Quedaba claro.
—Empiezo a comprenderlo —le dije.
—Para mí —continuó Sam— tú no eras más que un imbécil que podía meterme en un lío, quizá incluso en algo que llamase la atención de la Patrulla Temporal. No te conocía ni quería conocerte. Ahora que lo pienso recuerdo vagamente algo parecido que me pasó cuando estuve por allí. Alguien recién llegado por la línea jodiéndome en el bazar. ¡Lo raro es que no te asociaba con eso!
—Llevaba barba postiza.
—Será eso, seguro. Bueno, escucha, ¿ya has comprendido?
—La paradoja de la Discontinuidad, Sam. Seguro.
—¿Volverás a molestar a los amigos si te los encuentras en la línea?
—¿Qué dices? ¡Sam, me diste mucho miedo con aquella cimitarra!
—Dejando aparte eso, ¿qué tal te va?
—¡Formidable Sam! ¡Es realmente formidable!
—Presta atención a las paradojas, muchacho —me recordó Sam tirándome un beso.
Mucho más tranquilo, salí de la cabina y remonté la línea hasta 1550 para ver la construcción de la mezquita de Solimán el Magnífico.
24
Temístocles Metaxas fue el Guía principal de mi segundo viaje a Bizancio. Desde el instante en que le encontré, sentí que aquel hombre iba a jugar un papel muy importante en mi destino. Y tuve razón.
Metaxas era bajo, apenas mediría el metro cincuenta. Su cráneo era triangular, liso por arriba y afilado por el mentón. Tenía unos cabellos crespos y rizados que empezaban a encanecerse. Pensé que debía contar con unos cincuenta años. Sus ojos eran negros y brillantes, con gruesas cejas; la nariz se perfilaba puntiaguda. Siempre se mordía los labios, tanto que a veces daba la sensación de carecer de ellos. No aparentaba ni el menor exceso de grasa y era un hombre extraordinariamente fuerte. Por último, su voz era baja y dominante.
Metaxas tenía carisma. ¿O era cinismo?
Algo a medio camino entre las dos cosas. Para él, el universo entero giraba alrededor de Temístocles Metaxas; los soles sólo existían para dar luz a Temístocles Metaxas; el Efecto Benchley sólo fue inventado para que Temístocles Metaxas pudiera cruzar los años. Si algún día se moría, el universo se derrumbaría tras él.
Fue uno de los primeros Guías contratados, cosa de la que ya hacía quince años. Si hubiera querido, sería el Jefe de todo el servicio de Guías Temporales, rodeado de un ejército de secretarias lascivas y sin necesidad alguna de tener que luchar con los mosquitos de la vieja Bizancio. Pero Metaxas eligió seguir trabajando de Guía y sólo se preocupaba de sus viajes a Bizancio. Se consideraba, prácticamente, como ciudadano bizantino, y pasaba las vacaciones en una villa que se había comprado en las afueras de la ciudad a comienzos del siglo XII.
Practicaba, igualmente, diversas ilegalidades más o menos graves; si alguna vez dejaba el trabajo, todo aquello terminaría. La Patrulla Temporal le temía enormemente y le dejaba hacer lo que quisiera. Naturalmente, Metaxas era lo bastante sensato como para no alterar el pasado de un modo que pudiera causar graves problemas en el tiempo actual pero salvo aquello sus pillajes en la línea se mantenían desde siempre en la más completa impunidad.
Cuando me lo encontré por primera vez me dijo:
—Uno no ha vivido lo bastante hasta que no se ha tirado a uno de sus antepasados.
25
Era un grupo importante: doce turistas, Metaxas y yo. Siempre le confiaban algunas personas suplementarias en sus viajes, pues, como Guía, resultaba especial mente competente y era muy requerido. Le acompañaba como ayudante, con el fin de impregnarme de algo de su experiencia para afrontar mi siguiente viaje, en el que iría solo como Guía.
La docena de turistas comprendía a tres jóvenes y atractivas muchachas estudiantes en Princeton; sus padres, que querían que aprendieran lo que fuera a toda costa, les pagaron el viaje a Bizancio. También viajaban las dos parejas de habituales ricachos de mediana edad, una de ellas procedente de Indianápolis y la otra de Milán, dos jóvenes decoradores de interiores en Beirut, machos y maricas; un hombre recién divorciado que trabajaba como manipulador en un laboratorio fotográfico de Nueva York, de unos treinta años y aspecto de salido; un profesorcillo de un colegio de Milwaukee de rostro regordete que quería ampliar sus conocimientos y viajaba acompañado de su mujer; en resumidas cuentas: un grupo normal.
Tras terminar la primera sesión preparatoria, las tres chicas de Princeton, los dos decoradores y la mujer de Indianápolis estaban ya ansiosos por acostarse con Metaxas. A mí nadie me prestaba la menor atención.
—Será diferente cuando empiece la gira —me dijo Metaxas para consolarme—. Varias chicas quedarán disponibles para ti. Y tú tienes verdadera necesidad de chicas ¿a que sí?
Tenía razón. Durante nuestra primera noche en la línea se acostó con una de las chicas, y las otras dos se resignaron a aceptar la mejor posibilidad de lo que quedaba. Por razones personales, Metaxas eligió a una pelirroja de nariz aguileña con pecas y unos pies enormes. Me dejó una morena delgada y muy bonita, tan perfecta que debía ser producto de uno de los mejores genetos del mundo, y una rubia encantadora y alegre de ojos cálidos con una piel dulce y los pechos de una chica de doce años. Me quedé con la morena pero luego lo lamenté; en la cama parecía de plástico. Cuando se acercaba el amanecer la cambié por la rubia y todo fue mucho más agradable.