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Luego empezaron las carreras del Hipódromo, y acudimos a él como invitados de la banda de Azules que conocía Metaxas. Teníamos compañía: cien mil bizantinos abarrotaban las gradas. Las filas de asientos de mármol estaban atestadas, pero teníamos un hueco.

Cuando estuvimos sentados, la rubia de Princeton lanzó una pequeña exclamación.

—¡Mirad! —dijo—. ¡Los mismos que en Estambul!

Abajo, en el centro de la arena, se alineaban varios monumentos familiares que marcaban la separación entre las pistas interiores y exteriores. La columna serpentina de Delfos llevada por Constantino estaba allí, así como el gran obelisco de Tutmosis III robado en Egipto por el primer Teodosio. La rubia recordaba aquellos monumentos de Estambul, al final de la línea temporal, donde seguían estando, aunque el Hipódromo ya hubiese sido destruido.

—¿Y el tercero? —preguntó.

—El otro obelisco aún no ha sido levantado —explicó Metaxas en voz baja—. Mejor no mencionarlo.

Era el tercer día de carreras: el día fatal. Un terrible ambiente pesaba sobre la arena en la que los emperadores eran proclamados y derrocados. Sabía que la víspera y el día anterior a ella se levantaron clamores hostiles cuando Justiniano apareció en el palco imperial; la multitud le gritó que liberase a los detenidos de los dos bandos, pero el emperador ignoró los aullidos y dio la señal para que empezaran las carreras. Aquel día 13 de enero Constantinopla iba a entrar en erupción. Los turistas temporales adoran las catástrofes; aquélla tragedia sería de las buenas. Lo sabía. Ya la había visto.

Abajo los oficiales terminaban con los ritos preliminares. Los guardias imperiales, con los estandartes al viento, desfilaban orgullosos. Los dirigentes Verdes y Azules que no estaban presos intercambiaban saludos corteses y helados. Luego, la multitud se agitó, y Justiniano penetró en el palco: un hombre de mediana estatura bastante gordo con el rostro redondo y rubicundo. La emperatriz Teodora seguía sus pasos. Llevaba ropa de seda que se le pegaba al cuerpo casi transparente, y se había pintado de rojo los pezones: las puntas ardían como llamas que atravesaran la tela. Justiniano subió los pocos peldaños del palco. Se desató el griterío:

—¡Libértales! ¡Déjales salir!

Tranquilamente, el emperador levantó un pliegue de la túnica púrpura y bendijo tres veces al auditorio, haciendo la señal de la cruz: una vez hacia la parte central de las gradas, a continuación, a la derecha y, por fin, a la izquierda. Aumentó el clamor. Arrojó al suelo un pañuelo blanco. ¡Que empezasen los juegos! Teodora se estiró, bostezando, subiéndose la túnica para admirar la perfección de sus muslos. Las puertas de las caballerizas se abrieron apresuradamente. Salieron los cuatro primeros carros.

Eran cuadrigas, carros tirados por cuatro animales; la concurrencia se olvidó de la política mientras luchaban rueda contra rueda. Metaxas, bromeando, declaró:

—Teodora se ha acostado con todos los conductores. Me pregunto cuál será su favorito. —La emperatriz parecía aburrirse profundamente. La primera vez que la vi allí, me sorprendí: pensé que las emperatrices no eran admitidas en el Hipódromo. Y, de hecho, no lo eran, aunque Teodora establecía sus propias normas.

Los conductores corrieron por la spina, hasta la hilera de monumentos, giraron a su alrededor y volvieron hacia la meta. Una carrera constaba de siete vueltas; siete huevos de avestruz que se hallaban depositados sobre una mesa hacían de contador: cada vuelta que se daba conllevaba la retirada de uno de los huevos. Presenciamos dos carreras. Entonces, Metaxas nos dijo:

—Saltemos una hora hacia adelante para ver la apoteosis de todo esto.

Sólo Metaxas podía proponer algo semejante: ajustamos los cronos y saltamos todos juntos, sin tener en cuenta las reglas sobre los saltos en público. Cuando reaparecimos en el Hipódromo, la sexta carrera estaba a punto de empezar.

—Ya empiezan los líos —dijo alegremente Metaxas.

La carrera se celebró. Pero, cuando el ganador se acercó para recibir la corona, una poderosa voz aulló desde un grupo de Azules:

—¡Vivan los Verdes y los Azules!

Un instante más tarde, desde las gradas de los Verdes, respondió otra voz:

—¡Vivan los Azules y los Verdes!

—La facciones se unen contra Justiniano —explicó Metaxas con toda tranquilidad y voz de profesor.

—¡Vivan los Verdes y los Azules!

—¡Vivan los Azules y los Verdes!

—¡Vivan los Verdes y los Azules!

—¡Victoria!

—¡Victoria!

—¡Victoria!

Aquella sencilla palabra “¡Victoria!” se convirtió en potente grito lanzado por miles de gargantas. “¡Nika! ¡Nika! ¡Victoria!”

Teodora se echó a reír. Justiniano, frunciendo el ceño, se puso a hablar con los oficiales de la guardia imperial. Los Verdes y los Azules salieron del Hipódromo, seguidos por una multitud alegre y gritona de destructivo ánimo. Nos quedamos atrás, a una distancia prudente; vi otros pequeños grupos de espectadores igual de prudentes y supe que no eran bizantinos.

Las antorchas iluminaban las calles. La prisión imperial era pasto de las llamas. Los prisioneros estaban libres, los carceleros ardían como teas. La propia guardia de Justiniano, temiendo intervenir, miraba discretamente todo aquello. Los amotinados apilaban leña junto a las puertas del Gran Palacio, en la plaza del Hipódromo. El palacio no tardó en arder. La Santa Sofía de Teodosio fue incendiada; sacerdotes con barba, llevando en las manos preciosos iconos, aparecieron sobre el techo ardiente antes de sumirse en aquel infierno. El fuego alcanzó el edificio del Senado. Era una orgía de destrucción. Cuando algún grupo de airados amotinados se acercaba a nosotros, ajustábamos los cronos y descendíamos por la línea poniendo cuidado para no saltar más de diez o quince minutos en cada ocasión, para evitar reaparecer en medio de un incendio que no hubiera sido prendido en el momento del salto.

¡Nika! ¡Nika!

El cielo de Constantinopla estaba ennegrecido por el espeso humo, y las llamas bailaban en el horizonte. Metaxas, con el huesudo rostro cubierto de hollín y sudor, con los ojos brillantes por la excitación, parecía que iba a dejarnos para ir a reunirse con los destructores.

—Los propios bomberos están rapiñando —nos dijo—. Mirad: ¡los Azules queman las casas de los Verdes y los Verdes las de los Azules!— Empezó un formidable éxodo pues los aterrorizados ciudadanos corrían hacia los muelles para suplicar a los marinos que les trasladasen a la orilla asiática. Sanos y salvos, invulnerables, avanzamos en medio de aquel holocausto, viendo cómo se derrumbaban los muros de la antigua Santa Sofía, observando cómo las llamas dominaban el Gran Palacio, estudiando el comportamiento de los ladrones, de los incendiarios y de los violadores, deteniéndose en medio de cualquier calleja cubierta de fuego para tirarse a una noble vestida de seda que no dejaba de aullar mientras era cubierta de esperma proletario.

Metaxas nos comentaba cuidadosamente las matanzas; lo había cronometrado todo en las docenas de viajes que realizó antes de aquél y sabía exactamente dónde había que estar para ver algo interesante.

—Tenemos que saltar seis horas cuarenta minutos —dijo.