—Ahora saltemos tres horas y ocho minutos.
—Saltemos una hora y media.
—Ahora saltemos dos días.
Vimos todo lo importante. Mientras la ciudad todavía estaba en llamas, Justiniano envió obispos y sacerdotes con las santas reliquias: un trozo de la verdadera Cruz, la virgen de Moisés, el cuerno del carnero de Abraham, los huesos de algunos mártires; los aterrados eclesiásticos desfilaban valientemente por la ciudad, implorando por un milagro… que no se produjo. Un general envió a una cuarentena de hombres a proteger a los santos varones.
—Es el célebre Belisario —nos comentó Metaxas. Empezaron a correr noticias del emperador diciendo que los ministros impopulares habían sido depuestos; pero las iglesias estaban siendo saqueadas, la biblioteca imperial había sido incendiada y los baños de Zeuxippus fueron destruidos.
El 18 de enero Justiniano fue lo bastante valiente como para aparecer en público en el Hipódromo y pedir calma. Fue abucheado por los Verdes y huyó cuando empezaron a tirarle piedras.
Vimos a un príncipe sin mérito alguno, llamado Hypatius, que era proclamado emperador por los rebeldes en la plaza de Constantino; vimos al general Belisario atravesando por la fuerza la ciudad demolida protegiendo a Justiniano; vimos la matanza de los insurgentes.
Lo vimos todo. Comprendí entonces por qué Metaxas era el más solicitado de los Guías. Capistrano hizo cuanto estuvo en su mano para ofrecer a sus clientes un espectáculo interesante, pero perdió demasiado tiempo en las primeras fases. Metaxas, cabalgando brillantemente por las horas y los días, desvelaba la catástrofe completa, y nos llevó finalmente a la mañana en que el orden fue restaurado, mientras un Justiniano quebrantado cabalgaba entre las carbonizadas ruinas de Constantinopla. En un amanecer rojo, vimos las nubes de cenizas que bailaban todavía en la atmósfera. Justiniano miraba los ennegrecidos cimientos de Santa Sofía y nosotros mirábamos a Justiniano.
—Piensa reconstruir una nueva catedral —explicó Metaxas—. Y hará el mayor santuario construido desde que se edificase el Templo de Salomón en Jerusalén. Vengan: ya hemos visto demasiada destrucción. Observemos ahora el nacimiento de la belleza. ¡Descendamos por la línea! ¡Vamos cinco años y diez meses hacia adelante para admirar Santa Sofía!
27
—En tus próximas vacaciones —me dijo Metaxas— ven a visitarme a mi villa. Ahora vivo en 1105. Es una buena época para vivir en Bizancio; reina Alejandro Comneno y es un hombre sabio. Te tendré preparada una chica vigorosa y bastante vino. ¿Vendrás?
Me anonadaba la admiración que sentía hacia aquel hombre de rostro huesudo. Nuestro viaje estaba a punto de terminar, pues sólo nos quedaba por ver la conquista otomana, y me había demostrado la diferencia que había entre ser un Guía inspirado y un Guía sencillamente competente.
Sólo una vida entera de devoción a la tarea podía dar tales resultados y ofrecer semejante espectáculo.
Metaxas no sólo nos había enseñado los acontecimientos habituales, sino que descubrió para nosotros un gran número de eventos menores, dejándonos una hora aquí, dos horas allí ; creando para nosotros un rebosante mosaico de historia bizantina que oscurecía el lustre de los mosaicos de Santa Sofía. Otros Guías efectuaban, con suerte, una docena de estaciones; Metaxas, más de cincuenta.
Le encantaban, especialmente, los primeros emperadores. Oímos un discurso completo de Miguel II, el Tartamudo, observamos las bufonadas de Miguel III, el Borracho, y asistimos al bautismo del quinto Constantino, que cometió la torpeza de pisar una mierda y es conocido desde entonces como Constantino Copronimo, Constantino el Mierdoso. Metaxas era dueño de Bizancio, en cualquiera de sus épocas. Tranquila, fácilmente, recorría las épocas con total confianza.
La villa que poseía era un signo de su confianza y audacia. Ningún otro Guía se atrevió nunca a crearse una segunda identidad en la línea, o a pasar sus vacaciones como ciudadano del pasado. Metaxas se ocupaba de su villa en base a un tiempo actual propio; cuando debía abandonarla para acompañar un viaje de dos semanas, siempre volvía a ella dos semanas después de su marcha. Nunca volvía dos veces al mismo instante, ni regresaba en algún momento en que se encontrase en su residencia; sólo un Metaxas podía estar en ella, y ése era el Metaxas del tiempo actual. Compró la villa diez años antes según su doble base temporal; 2049 en la parte baja de la línea, 1095 en Bizancio. Y había mantenido con precisión aquella relación; para él, habían pasado diez años en los dos lugares simultáneamente. Prometí visitarle en 1105.
—Será un honor —le dije.
—Te presentaré a mi tataranosecuántosabuela cuando vengas —me replicó sonriente—. Es una terrible folladora. ¿Te acuerdas lo que dije sobre lo de acostarse con los antepasados? ¡No hay mejor cosa!
Me quedé asombrado.
—¿Sabe quién eres?
—No digas idioteces —contestó Metaxas—. ¿Me atrevería a romper la primera regla del Servicio Temporal? ¿Le dirías a cualquiera que vengo del futuro? ¿Lo haría yo? ¡Incluso Temístocles Metaxas acata esa regla!
Como el enfermizo Capistrano, Metaxas había realizado considerables esfuerzos en buscar a sus antepasados. Sin embargo, sus motivos eran totalmente diferentes. Capistrano preparaba un elaborado suicidio; Metaxas estaba obsesionado por el incesto transtemporal.
—¿No es arriesgado? —le pregunté.
—Con que te tomes la píldora, tranquilo, y ella también.
—Me refiero a la Patrulla Temporal…
—Pon atención para que no te pillen —dijo Metaxas— Así es como no es arriesgado.
—Si la dejas embarazada, podrías convertirte en tu propio antepasado.
—¡Súper! —exclamó Metaxas.
—Pero…
—Muchacho, no se puede dejar encinta a una mujer accidentalmente. Naturalmente —añadió—, quizá me entren ganas de preñarla de verdad uno de estos días.
Sentí que el aliento del tiempo se transformaba en tormenta.
—¡Es la anarquía! —dije.
—Nihilismo, para ser más exactos. Mira, Jud, mira este libro. He anotado en él a todos mis antepasados femeninos; hay centenares, del siglo XIX al siglo X. Nadie más en el mundo tiene un libro como éste, salvo quizá algunos ex reyes y ex reinas… pero no tan completo.
—Capistrano, sí —repliqué.
—¡Sólo hasta el siglo XIV! Y, de todos modos, está loco. ¿Sabes por qué establece su propia genealogía!
—Sí.
—¿No es verdad que está completamente chalado?
—Sí —confesé—. Pero, dime, ¿por qué tienes tanto interés en acostarte con tus abuelas?
—¿Quieres saberlo?
—Claro.
—Mi padre era un hombre frío y odioso —me explicó Metaxas—. Pegaba a sus hijos todas las mañanas antes del desayuno, para ejercitarse. Su padre era un hombre frío y odioso que hacía que sus hijos vivieran como esclavos. El padre de éste… Por donde quiera que vaya, una larga fila de dictadores machos autoritarios y tiranos. Todos ellos me repugnan. Mi revolución es un levantamiento contra la imagen del padre. Sigo recorriendo el pasado y seduciendo a las mujeres, a las hermanas y a las hijas de esos hombres a quienes detesto. Así socavo su helada suficiencia.
—Entonces, en ese caso, debiste empezar… por tu propia madre…
—Me niego a las abominaciones —dijo Metaxas.
—Ya veo.
—Pero a mi abuela ¡a ésa sí! ¡Y a varias bisabuelas! ¡Y así sucesivamente! —Le brillaron los ojos. Para él la misión era divina—. Me he tirado a veinte, treinta generaciones, y me tiraré a bastantes más. —Metaxas rió aguda y satánicamente—. Además —siguió— como hombre me gusta echar un buen polvo de vez en cuando. Algunos seducen al azar; Metaxas seduce… ¡sistemáticamente! Eso le da a mi vida cierta estructura y gran sentido. Interesante ¿verdad?