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—Me gustaría ver al alcalde Passilidis. Trabajo para un periódico americano. Preparamos un artículo sobre los diez jóvenes más dinámicos de Grecia y pensamos que el señor Passilidis…

Aquello no era muy convincente, ni siquiera para mí. Me quedé allí plantado, observando las perlas de sudor que brotaban en las blancas esferas de sus senos, esperando que me echase a patadas. Pero aceptó la historia sin más preguntas y me llevó al despacho del alcalde.

—Es un placer recibirle —me dijo mi abuelo con un perfecto inglés—. Siéntese, por favor. ¿Le apetece un martini? ¿Un puro…?

Me quedé paralizado. Dominado por el pánico. Incluso me olvidé de estrecharle la mano cuando me la ofreció.

La vista de Constantino Passilidis me aterró.

Evidentemente, nunca antes había visto a mi abuelo. Fue asesinado por un abolicionista en 2010, mucho antes de que yo naciera: fue una víctima más del Año de los Asesinos.

El viaje temporal nunca me pareció tan aterradoramente real como en aquel momento. Ver a Justiniano en el palco imperial del Hipódromo no era nada en comparación con aquel Constantino Passilidis recibiéndome en su despacho.

Tendría un poco más de treinta años, un joven prodigio de su época. Sus cabellos eran negros y rizados, y apenas encanecían en las sienes; lucía un bigotillo bien recortado, así como un pendiente en la oreja izquierda. Lo que más me asustó fue nuestra semejanza física. Podría haber pasado por mi hermano mayor.

Tras una eternidad, salí del aturdimiento. Supuse que también debería estar un poco embarazado, pero me propuso de nuevo un refresco con voz tan cortés que lo rechacé diciendo que no bebía. Sin embargo, recuperé los suficientes ánimos como para empezar la entrevista.

Hablamos de su carrera política y de todas las cosas maravillosas que pretendía hacer por Esparta y Grecia. Justo en el momento en que la conversación empezaba a desviarse hacia el tema de su vida privada y la familia, echó un vistazo al reloj y me dijo:

—Es hora de comer. ¿Quiere ser mi invitado?

Tenía ante sí la típica siesta mediterránea: cerrar la tienda por tres horas y volver a casa. Nos dirigimos a su morada a bordo del coche eléctrico que él mismo conducía. Vivía en una casa gris, como un ciudadano ordinario: cuatro pequeñas habitaciones en la quinta planta.

—Me gustaría presentarle a mi mujer —dijo el alcalde Passilidis—. Katina, mira, es un periodista americano, el señor Jud Elliott III. Quiere escribir un artículo sobre mi carrera.

Miré a mi abuela.

Me miró.

Ambos lanzamos la misma exclamación al mismo tiempo. Los dos estábamos sorprendidos.

29

Ella era muy guapa, tanto como las muchachas de los murales minoicos. Cabellos negros, una piel de aceituna y los ojos negros. Su vigor era el de los campesinos. No exhibía el pecho como la bigotuda recepcionista pero su ligero sujetador no ocultaba gran cosa. Tenía los senos firmes y redondos. Las caderas anchas. Desbordaba energía, generosidad. Tendría veintitrés años, quizá veinticuatro.

La deseé en el momento. Su belleza, su sencillez, su calor, me cautivaron desde la primera mirada. Sentí una desazón familiar en los testículos y un nudo que me apretaba los músculos de las nalgas. Me moría de ganas de arrancarle la ropa y hundirme profundamente en su masa de pelo negro, caliente y espeso.

No era un deseo incestuoso como en el caso de Metaxas. Era una reacción inocente y puramente animal.

En aquel asalto del deseo no pensé en ella como en mi abuela. Encontré simplemente que era una mujer muy atractiva. Algunos segundos más tarde comprendí, a un nivel afectivo, quién era de verdad, con lo que mi ímpetu se acalló.

Era la abuela Passilidis. Y me acordé de la abuela Passilidis.

La visitaba regularmente en el campamento para ancianos cercano a Tampa. Murió cuando yo tenía catorce años, en 2049, y, aunque no tendría más de setenta años, siempre me pareció atrozmente vieja y decrépita, una mujer pequeña y seca, encogida, paralizada, que llevaba todo el tiempo ropa negra. Sólo los ojos —Dios mío, sus ojos negros, líquidos, cálidos y brillantes— dejaban nacer la sospecha de que en otro tiempo fue un ser humano lleno de vida y energía.

La abuela Passilidis padeció todo tipo de enfermedades específicamente femeninas al principio —caída del útero y cosas de ese estilo—, luego, problemas renales y todo lo demás. Por lo menos le hicieron una docena de trasplantes de órganos, pero aquello no ayudó mucho y, durante toda mi infancia, la recuerdo como alguien que declinaba de modo inexorable. Sin cesar oía hablar de nuevos pasos hacia la tumba, ¡pobre vieja!

Ante mí se encontraba la misma pobre vieja, milagrosamente aligerada de su pesada carga. Y yo estaba allí, agitándome mentalmente entre los muslos de la madre de mi madre. ¡Qué sacrilegio, qué horror, que el hombre pueda volver al pasado para pensar cosas parecidas!

La reacción de la joven señora Passilidis fue tan fuerte como la mía, pero menos apasionada. Para ella, el sexo empezaba y terminaba en el pene de su marido. Me miró no con concupiscencia, sino con asombro, diciendo finalmente:

—¡Cómo se te parece, Constantino!

—¿Mucho? —dijo el alcalde Passilidis, que todavía no lo había notado.

La mujer nos llevó a los dos delante del espejo del salón, riendo muy excitada. Las suaves masas de sus senos se apretaron contra mí y me puse a sudar.

—¡Mirad! —exclamó—. ¿Veis? ¡Parecidos como dos hermanos!

—Sorprendente —dijo el alcalde Passilidis.

—Una coincidencia increíble —dije—. Usted tiene el pelo más espeso y yo soy un poco más alto, pero…

—¡Sí! ¡Sí! —El alcalde daba palmas—. A lo mejor somos parientes…

—Imposible —respondí solemnemente—. Mi familia es de Boston. De una vieja cepa de Nueva Inglaterra. Sin embargo, es verdaderamente sorprendente. ¿No tendría usted algún antepasado en el Mayflower, señor Passilidis?

—Creo que no, a menos que hubiera algún mayordomo griego a bordo.

—Me extrañaría.

—A mí también. Mi familia es puramente griega desde hace generaciones.

—Me gustaría hablar un poco de todo esto con usted, si es posible —dije con indiferencia—. Por ejemplo, me gustaría saber…

En aquel preciso instante, una chica de aspecto ligero, completamente desnuda, salió de una de las habitaciones. Se plantó sin vergüenza delante de mí y me preguntó quién era. Qué encantadora, pensé. Aquella grupita descarada, aquella rajita rosa… qué limpias parecen las niñas cuando están desnudas. Antes de que se pierdan en la pubertad.

—Esta es mi hija Diana —dijo Passilidis orgullosamente.

En mi mente, una voz tormentosa rugió:

—¡NO DESCUBRIRAS LA DESNUDEZ DE TU MADRE!

Aparté los ojos, embarazado, y me cubrí el rostro fingiendo un ataque de tos. La inmaculada rajita de Diana ardía en mi mente. Como si se diera cuenta de que yo notaba algo inconveniente en la desnudez de la niña, Katina Passilidis la puso en el acto un par de bragas.

Todavía temblaba. Passilidis, asombrado, abrió una botella de retsina. Nos sentamos en la terraza bajo la viva luz del sol. Por debajo de nosotros, algunos estudiantes hicieron señas y le gritaron buenos días al alcalde. La pequeña Diana llegó al trote para que jugásemos con ella; le alboroté el cabello y le aplasté la punta de la nariz; sentí algo muy extraño.

Mi abuela nos ofreció una excelente comida de cordero guisado y pastitsio. Nos bebimos botella y media de retsina. Acabé hablando de política con el alcalde, y llegamos a la cuestión de sus antepasados.

—Su familia, ¿siempre ha vivido en Esparta? —pregunté.

—¡Oh, no! —contestó—. La familia de mi padre se instaló por aquí hace casi un siglo. Procedía de Chipre. Es decir, por parte de mi padre. La familia de mi madre es ateniense desde hace muchas generaciones.