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—¿La familia Markezinis? —indagué.

Me miró de un modo muy extraño.

—Bueno, reconozco que es verdad —dijo finalmente—. ¿Cómo ha podido…?

—Lo descubrí al leer un artículo sobre usted —le dije apresuradamente.

Passilidis aceptó la respuesta. Ahora que la conversación alcanzaba a su familia, empezó a ser más locuaz —quizá fuese efecto del vino— y me dio numerosos detalles genealógicos.

—La familia de mi padre vivía en Chipre desde hace por lo menos mil años —me explicó—. Había ya un Passilidis por allí cuando llegaron los cruzados. Por otra parte, los antepasados de mi madre no llegaron a Atenas hasta el siglo XIX, después de la derrota de los turcos. Antes de eso vivían en Shqiperi.

—¿Shqiperi?

—En Albania. Se instalaron en el siglo XIII, después de la toma de Constantinopla por los Latinos. Y allí se quedaron; bajo el dominio de los servios, los turcos, en la época de Skander-Beg, el rebelde, a pesar de todas las dificultades de su herencia griega.

Los oídos me tintineaban.

—¿Ha mencionado Constantinopla? ¿Puede trazar hasta allí su genealogía?

—¿Conoce usted la historia de Bizancio? —preguntó Passilidis sonriendo.

—Algo —respondí.

—Quizá sepa que en el año 1204 la Cruzada se apoderó de Constantinopla y mantuvo durante un corto tiempo un imperio latino. La nobleza bizantina huyó y se formaron algunos nuevos estados bizantinos: uno en Asia Menor; otro en el Mar Negro; incluso hubo otro más en el oeste, en Albania. Mis antepasados siguieron a Miguel Angel Comneno a Albania antes que someterse a los cruzados.

—Ya veo. —Temblé de nuevo—. ¿Y el apellido? ¿Ya era Markezinis?

—¡Oh no, Markezinis es un nombre griego de origen muy moderno! En Bizancio éramos la familia Ducas.

¿De verdad? —exclamé—. ¿De verdad era Ducas?

Era como si un alemán dijese ser de la familia Hohenzollern o un inglés dijera tener sangre Plantagenet.

Yo había visto el resplandeciente palacio de la familia Ducas. Yo había visto a cuarenta orgullosos Ducas caminar revestidos de oro por las calles de Constantinopla para celebrar la llegada de su primo Constantino al trono imperial. Si Passilidis era un Ducas yo también era un Ducas.

—Naturalmente —dijo— La familia era muy grande y creo que nosotros éramos una rama menor. Sin embargo, descender de tal familia es para estar orgulloso.

—Sin duda alguna. ¿Podría darme los apellidos de alguno de sus antepasados bizantinos? ¿Los nombres de pila?

El modo en que lo dije podía dejar pensar que tenía intención de ir a verles la próxima vez que visitase Bizancio. Lo que hice, aunque Passilidis no pudiera sospecharlo, pues el viaje temporal todavía no había sido descubierto.

—¿Lo necesita para su artículo? —preguntó, frunciendo el ceño.

—No, realmente no. Era simple curiosidad.

—Parece saber usted un poco más que yo sobre Bizancio.

Le molestaba que un bárbaro americano conociera el nombre de una célebre familia bizantina.

—Lo estudié en la escuela —le dije—. Pero no conozco la historia más que a grandes rasgos.

—Desgraciadamente, no puedo darle esos nombres. Esos detalles no han llegado hasta nosotros. Quizá un día, cuando abandone la arena política, buscaré en los viejos archivos…

Mi abuela nos sirvió un poco más de vino y yo miré, furtiva y culpablemente, sus redondos y oscilantes pechos. Mi madre se me subió a las rodillas y gritó un poco. Mi abuelo sacudió la cabeza diciendo:

—Es realmente sorprendente el modo en que se me parece. ¿Puedo sacarle una foto?

Me pregunté si sería contrario a las reglas de la Patrulla Temporal. Sin duda, concluí. Pero no veía ningún modo de rechazar educadamente tan insignificante demanda.

Mi abuela fue en busca de una máquina. Passilidis y yo nos pusimos uno al lado del otro y sacó dos fotos, una para él y otra para mí. Las recogió del aparato y, cuando estuvieron reveladas, las miramos atentamente.

—Como hermanos —repitió la abuela varias veces—. ¡Como hermanos!

Borré mis rasgos en cuanto salí del piso. Pero supongo que entre los papeles de mi madre hubo una foto amarillenta en la que su padre, todavía joven, estaba de pie junto a un hombre un poco más joven que él y a quien se parecía mucho, del que mi madre pensaría acaso que se trataba de algún primo olvidado. Quizá la foto exista todavía. Me daría miedo mirarla.

30

El abuelo Passilidis me había ahorrado muchas pesquisas. Él ya había andado a lo largo de ocho siglos de lo que yo empezaba a considerar como mi propia búsqueda.

Descendí por la línea hasta el tiempo actual, examiné los archivos del centro del Servicio Temporal de Atenas, me equipé como un noble bizantino de finales del siglo XII, con una suntuosa túnica de seda, capa negra y blanco bonete. Tomé el expreso del norte para Albania y me bajé en la ciudad de Gjinokaster. En otro tiempo, la ciudad se llamó Argyrokastro, en el distrito de Epira.

Desde Gjinokaster, remonté la línea hasta 1205.

Los campesinos de Argyrokastro se quedaron impresionados al ver mis principescos atavíos. Les dije que buscaba la corte de Miguel Angel Comneno; me señalaron el camino y me vendieron un asno para que pudiera llegar.

Encontré a Miguel Angel y al resto de los exiliados bizantinos siguiendo una carrera de carros en un improvisado hipódromo, a los pies de una serie de desgarradas colinas. Me mezclé tranquilamente entre la multitud.

—Busco a Ducas —le dije a un anciano aparentemente inofensivo que vendía vino.

—¿Ducas? ¿Cuál?

—¿Hay varios? Traigo un mensaje de Constantinopla para un Ducas, pero no me dijeron que hubiese varios.

El viejo se echó a reír.

—Justo a la vista —dijo—, estoy viendo a Nicéforo Ducas, Juan Ducas, León Ducas, Jorge Ducas, Nicéforo Ducas el Joven, Miguel Ducas, Simeón Ducas y Dimitrios Ducas. Soy incapaz de encontrar en este momento a Eftimio Ducas, Leoncio Ducas, Simeón Ducas el Alto, Constantino Ducas, ni tampoco a… déjeme pensar un momento… Andrónico Ducas. ¿A qué miembro de la familia anda buscando?

Le di las gracias y descendí por la línea.

En la Gjinokaster del siglo XVI pregunté dónde se encontraba la familia Markezinis. La ropa bizantina me hizo ganarme algunas desconfiadas miradas, pero las monedas de oro bizantinas me dieron la información que necesitaba. Un besante y me dijeron dónde encontrar la casa de los Markezinis. Dos besantes más y me presentaron al capataz de la viña de los Markezinis. Cinco besantes —elevado precio— y estaba comiendo pasas en el salón de Gregory Markezinis, el jefe del clan. Era un hombre distinguido de mediana edad, con abundante barba gris y ojos ardientes; era hospitalario, a pesar de su severo aspecto. Mientras hablábamos, sus hijas se movieron tranquilamente a nuestro alrededor, llenándonos las copas, trayéndonos pasas, trozos de cordero frío, arroz. Tenía tres hijas, que podrían tener trece, quince y diecisiete años. Procuré no mirarlas con mucha atención, pues conocía el celoso temperamento de los jefes de los clanes de las montañas.

Eran verdaderas bellezas: piel olivácea, ojos oscuros, senos firmes, labios sensuales. Habrían podido pasar por ser las hermanas de mi abuela Katina. Mi madre, Diana, creo, debió parecerse a ellas de joven. La gente de la familia es muy fuerte.

A menos que hubiera trepado a la rama equivocada del árbol, una de aquellas chicas era mi tátara-tátara-multi-tátara-abuela. Y Gregory Markezinis era mi tátara-tátara-multi-tátara-abuelo.

Me presenté ante él como si fuera un joven chipriota adinerado, de origen bizantino, que recorría el mundo en busca de placeres y aventuras. Gregory, cuyo griego estaba ligeramente contaminado por palabras albanesas (no recuerdo lo que hablaban sus siervos), visiblemente, nunca antes se las había visto con un chipriota y aceptó como auténtico mi acento.