—¿Qué lugares habéis visitado? —preguntó.
—Oh —dije—, Siria, Libia, Egipto y Roma, París, Lisboa, y acudí a Londres para presenciar la coronación de Enrique VIII; he estado también en Praga y en Viena. Y ahora me dirijo de nuevo hacia el este, a las posesiones turcas, pues estoy decidido, pese a todos los riesgos, a visitar las tumbas de mis ancestros en Constantinopla.
Enarcó una ceja al oír la palabra ancestros. Clavando la daga con energía en un trozo de cordero, preguntó:
—¿Vuestra familia pertenecía a la nobleza?
—Soy descendiente de los Ducas.
—¿De los Ducas?
—De los Ducas —afirmé tranquilamente.
—Yo también soy descendiente de los Ducas.
—¿Sí?
—Efectivamente.
—¿Un Ducas en Epira? —pregunté—. ¿A qué se debe?
—Llegamos aquí con los Comneno, cuando los cerdos latinos conquistaron Constantinopla.
—¿Sí?
—Totalmente cierto.
Pidió más vino, el mejor de la casa. Cuando reaparecieron las hijas, interpretó una pequeña comedia, gritando:
—¡Un pariente! ¡Un pariente! ¡El forastero es pariente nuestro! ¡Atendedle como merece!
Fui engullido por las hijas de Markezinis, aplastado por jóvenes y firmes pechos, sumergido por cuerpos suaves y perfumados. Las besé castamente, como habría hecho cualquier primo lejano.
Hablamos de genealogía mientras bebíamos un vino viejo y fuerte. Tomé un Ducas al azar —Teodoro— y afirmé que había huido a Chipre, tras la derrota de 1204, para fundar allí mi propio linaje. Markezinis no tenía modo alguno de refutarme y, de hecho, lo aceptó en el acto. Saqué una larga lista de antepasados Ducas que se extendía de mí mismo al lejano Teodoro, utilizando los más corrientes nombres bizantinos. Al concluir, le pregunté:
—¿Y vos, Gregory?
Empleando el cuchillo para marcar las ramas genealógicas en la mesa cuando la historia se hacía lo suficientemente compleja, Markezinis trazó su ascendencia hasta Nicolás Markezinis, quien, a finales del siglo XIV, se casó con la hija mayor de Manuel Ducas de Argyrokastro, un Ducas que no tenía más que hijas, con lo que terminaba su descendencia directa. Acto seguido, desde Manuel, Markezinis volvió tranquilamente hasta la expulsión de los bizantinos de Constantinopla por la cuarta Cruzada. El Ducas de su ascendencia directa que huyó a Albania no era otro que, dijo, Simeón.
Mis gónadas se sumieron en la desesperación.
—¿Simeón? —repetí—. ¿Os referís a Simeón Ducas el Alto o al otro?
—¿Había dos? ¿Cómo lo sabéis?
Con las mejillas en llamas, improvisé.
—Debo reconocer que he estudiado ampliamente toda la familia. Hubo dos Simeón Ducas que sobrevivieron a los Comneno en este país: Simeón el Alto y otro hombre mucho más bajo.
—No sé nada de todo eso —confesó Markezinis—. Me dijeron que mi antepasado se llamaba Simeón. Y que su padre era Nicéforo, cuyo palacio estaba muy cerca de la Iglesia de Santa Teodosia, junto al Cuerno de Oro. Los venecianos quemaron el palacio de Nicéforo cuando conquistaron la ciudad en 1204. Y el padre de Nicéforo… —Dudó, sacudiendo la cabeza lenta y tristemente, como un viejo búfalo—. No recuerdo el nombre del padre de Nicéforo. Lo he olvidado. ¿Era León? ¿Basilio? Lo he olvidado. Tengo la cabeza llena de vino.
—Eso no es muy grave —respondí.
Siguiendo la pista de mis antepasados en Constantinopla, no habría problemas.
—¿Romano? ¿Juan? ¿Isaac? Lo tengo en la punta de la lengua… pero hay tantos nombres… tantos nombres…
Se durmió sobre la mesa sin dejar de farfullar.
Una muchacha de ojos negros me condujo a una habitación. Habría podido saltar al futuro en aquel momento, pues ya sabía todo lo que podía saber; pero me pareció más cortés pasar la noche bajo el techo de mi multi-tátara-abuelo, en lugar de escapar como un ladrón. Me desvestí, apagué la vela y me metí entre las sábanas.
En las tinieblas, una joven de cuerpo ligero se me unió en la cama.
Sus senos llenaban mis manos agradablemente, y su perfume era ligeramente dulzón. No podía verla, pero creo que se trataría de una de las tres hijas de Markezinis que venía a demostrarme hasta qué punto podía ser hospitalaria la familia.
La palma de mi mano se deslizó hasta su bajo vientre liso y suave; sus piernas se abrieron cuando llegué a la zona adecuada y percibí en el acto que estaba preparada para el amor.
Me sentí vagamente decepcionado al descubrir que las hijas de Markezinis se entregaban tan libremente a los forasteros… incluso a un noble extranjero que decía ser su primo. Después de todo, eran mis antepasadas. ¿Estaría mi ascendencia impregnada del esperma de los ocasionales viajeros?
Aquel pensamiento me condujo a otro realmente abrumador: si aquella chica era verdaderamente mi tátara-tátara-multi-tátaraabuela, ¿qué hacía yo con ella en la cama? Tirarse a los forasteros, vale… pero ¿tirarse a los descendientes? Cuando empecé la búsqueda aguijoneado por Metaxas, no tenía intención alguna de cometer incesto transtemporal; y, sin embargo, no estaba haciendo otra cosa en aquel momento. La culpabilidad se apoderó de mí y me puse tan nervioso que me quedé impotente momentáneamente.
Pero mi compañera bajó hasta mi cintura y sus labios me hicieron recuperar la virilidad. Un viejo truco bizantino, pensé; de nuevo erguido, me deslicé en ella e hicimos el amor deliciosamente. Aplaqué a mi conciencia diciéndome que tenía dos oportunidades de cada tres de que aquella muchacha fuese mi tátara-tátara-multi-tátara-tía, con lo que el incesto sería necesariamente mucho menos grave. En lo concerniente a los descendientes, mis relaciones con una tía del siglo XVI tendrían una importancia mínima.
Después de todo aquello, mi conciencia me dejó en paz y la chica y yo llevamos nuestros jadeos hasta el final. Luego, se levantó y salió de la alcoba, pero, al pasar delante de la ventana, la plateada luz de la luna iluminó sus blancas nalgas, sus pálidos muslos y sus largos cabellos rubios, y comprendí lo que tenía que haber sabido desde el principio: que las hijas de Markezinis no dormían con los forasteros como las esposas de los esquimales, sino que alguien, juiciosamente, me había enviado a una criada para que yo pasase un buen rato. ¡Que se fueran al cuerno los remordimientos! No tardé en dormirme después de recibir la absolución del inexistente incesto.
A la mañana siguiente, Gregory Markezinis, por encima de un desayuno de arroz y cordero, declaró:
—He oído decir que los españoles han descubierto un Nuevo Mundo al otro lado del océano. ¿Pensáis que habrá algo de verdad en toda esa historia?
Nos encontrábamos en el año 1556.
—Es totalmente exacto —dije—, no cabe la menor duda. He visto las pruebas en España, en la corte del rey Carlos. Es un mundo lleno de oro, jade, especias… y de hombres con la piel roja.
—¿Hombres con la piel roja? ¡Oh, no, primo Ducas, no, no, no puedo creérmelo! —Markezinis lanzó un divertido rugido y llamó a sus hijas—. El Nuevo Mundo de los españoles… ¡sus habitantes tienen la piel roja! ¡Lo dice el primo Ducas!
—Bueno, más bien de color cobrizo —murmuré, pero Markezinis apenas me escuchó.
—¡Pieles rojas! ¡Pieles rojas! ¡Y no tienen cabeza, sino la boca y los ojos en mitad del pecho! ¡Y hombres con una sola pierna que levantan por encima de la cabeza a mediodía para protegerse del sol! ¡Sí, sí! ¡Oh, qué maravilloso Nuevo Mundo! ¡Primo, me resultáis muy divertido!