Le dije que me alegraba divertirle tanto. Luego le di las gracias por su hospitalidad, besé castamente a cada una de sus tres hijas y me dispuse a partir. Súbitamente, me di cuenta de que mis antepasados se habían llamado Markezinis desde el siglo XIV al siglo XX, con lo que ninguna de aquellas muchachas podía ser mi antepasada. Los temores de mi conciencia fueron inútiles, salvo al enseñarme dónde se situaban mis inhibiciones.
—¿Tenéis hijos? —le pregunté a mi anfitrión.
—Oh, sí —respondió—. ¡Tengo seis!
—Que vuestra descendencia crezca y prospere —declaré.
Salí de la casa y conduje al asno durante una docena de kilómetros fuera de la ciudad; luego, lo até a un olivo y descendí por la línea temporal.
31
Cuando terminaron las vacaciones, me inscribí y me preparé para mi primera salida como Guía Temporal responsable de un grupo.
Tenía que llevar a seis personas a la gira de una semana. Los turistas ignoraban que fuese mi primera salida como responsable. Protopopolos no vio necesidad alguna de advertirles, y aquello era lo mejor para mí. Pero yo no tenía la impresión de que fuese mi primera salida en solitario. Yo me sentía lleno del metaxiano cinismo. El carisma emanaba de mí. No temía a otra cosa que al miedo.
Durante la reunión preparatoria, precisé a mis seis clientes las reglas del turismo temporal con frases secas y cortantes. Invoqué la horrible amenaza de la Patrulla Temporal hablándoles de los cambios en el pasado, voluntarios o no. Les expliqué cómo podrían evitar problemas. Luego les di los cronos y los ajusté.
—Vamos —dije—. Remontemos la línea.
Carisma. Cinismo.
Jud Elliott, Guía Temporal, ¡él solo!
¡Sobre la línea!
—Estamos —dije— en el año 1659 A. P., que conocerán mejor como año 400. Lo he elegido porque se trata de un período típico de los orígenes de Bizancio. El emperador reinante es Arcadio. Recordarán que, en el Estambul del tiempo actual, Santa Sofía debía situarse aquí, y la mezquita del sultán Ahmed debía estar allí. Evidentemente, el sultán Ahmed y su mezquita se encuentran a una docena de siglos en el futuro, y la iglesia que se alza a nuestras espaldas es la primera Santa Sofía, construida hace cuarenta años, cuando la ciudad era todavía muy joven. Dentro de cuatro años, será incendiada durante una rebelión provocada por el exilio del obispo Juan Crisóstomo, ordenado por el emperador Arcadio por sus críticas hacia Eudoxia, esposa del emperador. Entremos. Verán que los muros son de piedra, pero la techumbre, de madera.
Mi grupo de turistas estaba formado por un agente inmobiliario de Ohio, su mujer, su indolente hija y el marido de ésta, así como un psiquiatra siciliano y su esposa temporaclass="underline" un conjunto típico de ciudadanos prósperos. No sabían distinguir una nave de un nártex, pero les enseñé muy bien la iglesia; luego, les llevé a la Constantinopla de Arcadio para mostrarles las bases de lo que verían a continuación. Dos horas más tarde, salté sobre la línea hasta 408 para ver de nuevo el bautismo del pequeño Teodosio.
Me di cuenta de mi propia presencia al otro lado de la calle, de pie, junto a Capistrano. No me hice señal alguna y no me vi. Me pregunté si mi yo actual estaría también presente en la ocasión en que viajé con Capistrano. Me dominaba la complejidad de la Paradoja Acumulativa. Pero la aparté de la mente.
—Pueden ver aquí las ruinas de la antigua Santa Sofía —expliqué—. Será reconstruida bajo los auspicios de este niño, el futuro Teodosio II, y será abierta a la oración el 10 de octubre de 445…
Descendimos por la línea hasta 445 para asistir a la ceremonia de la consagración.
Hay dos escuelas diferentes en lo relativo a la forma de dirigir una gira temporal. El método Capistrano es enseñar a los turistas cuatro o cinco acontecimientos importantes durante la semana, dejándoles pasar mucho tiempo en las tabernas, los albergues, las calles y los mercadillos, y desplazarse sin prisa alguna para percibir totalmente la atmósfera de cada época. El método Metaxas es construir un elaborado mosaico de los hechos, reteniendo los mismos momentos importantes, pero además veinte o treinta o cuarenta acontecimientos secundarios, pasando media hora aquí y dos horas allí. Yo había experimentado los dos métodos y prefería el de Metaxas. El estudiante serio de historia bizantina desea una cierta profundidad, no una gran extensión. Más vale dar un panorama de Bizancio y precipitarles a lo largo de las diferentes épocas, enseñándoles los motines y las coronaciones, las carreras de carros y el ascenso y caída de los monumentos y reyes.
Llevé a mis clientes de un momento a otro, imitando a mi idolatrado Metaxas. Les dejé todo un día en la antigua Bizancio, como habría hecho Capistrano, pero dividí la jornada en seis etapas. Terminamos en 537, en la ciudad que Justiniano reconstruyó sobre las carbonizadas ruinas de la ciudad destruida por las revueltas de Azules y Verdes.
—Nos encontramos en el 27 de diciembre —les conté—. Hoy, Justiniano inaugurará la nueva Santa Sofía. Ahora podrán ver hasta qué punto es grande la nueva catedral comparada con las precedentes: es un edificio gigantesco, una de las maravillas del mundo. Para conseguir este producto, Justiniano ha gastado el equivalente a cientos de millones de dólares.
—¿Es la misma que se alza en Estambul ahora? —preguntó escéptico el señor Agente Inmobiliario.
—Prácticamente, sí. Salvo que no se ven los minaretes (pues fueron añadidos por los turcos tras transformarla en mezquita) y los arbotantes góticos, que aún no han sido construidos. Lo mismo que la gran cúpula que ven aquí no es la que conocen. Ésta es ligeramente más achatada y ancha que la actual. Uno de los cálculos arquitectónico será erróneo y la mitad de la cúpula se derrumbará en 558, tras la debilitación de la estructura a causa de los temblores de tierra. Mañana verán todo eso. Ahora, Justiniano.
Un poco antes, aquel mismo día, les mostré al agotado Justiniano de 532, intentando controlar los motines de Nika. El emperador que llegaba en aquel momento, montado en un carro tirado por cuatro enormes caballos negros, no tenía más que otros cinco años, pero parecía haber cumplido muchos más; su rostro era redondo y rojizo, pero parecía más confiado: la cara de un jefe. Y podía serlo, pues había superado el terrible desafío que los motines lanzaron contra su poder, reconstruyendo la ciudad y haciendo de ella algo único y maravilloso. Senadores y duques rodeaban el desfile; nosotros nos quedamos respetuosamente a un lado, entre el pueblo. Sacerdotes, diáconos, subdiáconos y miembros de coro esperaban a la procesión imperial, ataviados todos con las mejores galas. Himnos antiguos se alzaban hacia el cielo. El patriarca Menos apareció bajo la colosal puerta imperial de la catedral; Justiniano echó pie a tierra; el patriarca y el emperador, tomados de la mano, entraron en el edificio, seguidos por los altos dignatarios.
—Según una crónica del siglo X —dije—, Justiniano fue dominado por la emoción al entrar en su nueva Santa Sofía. Precipitándose al ábside agradeció a Dios el que le hubiera permitido terminar tal edificio y gritó: “¡Oh, Salomón, te he vencido!”. El Servicio Temporal supone que resulta interesante a los visitantes de esta época oír tan célebres palabras, de modo que colocamos una “oreja” justo encima del altar hace unos años. —Rebusqué entre mis ropas—. He traído un altavoz que nos trasmitirá las palabras de Justiniano cuando se acerque al ábside. Escuchen atentamente.
Puse el altavoz en marcha. En aquel momento, todos los Guías presentes entre la multitud hicieron lo mismo. Llegará un tiempo en que seremos tantos en aquel preciso momento que la voz de Justiniano, amplificada por un millar de minúsculos altavoces, resonará majestuosamente en toda la sala.