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Se oyeron ruidos de pasos en el altavoz que tenía en la mano.

—El emperador se acerca a la nave lateral —expliqué.

Los pasos se detuvieron bruscamente. Las palabras de Justiniano llegaron hasta nosotros: su primera exclamación tras haber entrado en la obra de arte arquitectónica.

Con voz llena de cólera, el emperador gruñó:

—¡Mira, imbécil sodomita! ¡Que me busquen al anormal que ha dejado ese andamio bajo la cúpula! ¡Quiero que me pongan sus cojones en una copa de alabastro antes de que empiece la misa!

Allí terminó su cólera imperial.

—El desarrollo del viaje temporal —les expliqué a mis seis turistas— nos ha obligado a revisar una gran parte de las más brillantes anécdotas bajo la luz de nuevas evidencias.

32

Aquella noche, mientras dormían mis agotados turistas, salí discretamente para terminar una pesquisa personal.

Era algo totalmente contrario a las reglas. Un Guía debe quedarse siempre junto a sus clientes, por si se presenta algún peligro. Después de todo, los clientes no saben hacer funcionar los cronos, y sólo el Guía puede ayudarles a huir en caso de necesidad con la velocidad suficiente.

Pese a todo, salté seis siglos descendiendo por la línea mientras dormían los turistas, y visité la época de mi rico antepasado Nicéforo Ducas.

Lo que, evidentemente, requería cierto cinismo, si se considera el hecho de que se trataba de mi primer viaje como Guía en solitario. Pero, de hecho, yo no corría riesgo alguno.

El medio de hacer aquellos viajes evitando los problemas, como me explicase Metaxas, era arreglar cuidadosamente el crono y asegurarse de que uno no está lejos del contacto con los turistas durante más de un minuto. Partía del 27 de diciembre de 537, a las 23:45. De allí, podía remontar o descender por la línea y pasar unas cuantas horas, o unos días, o semanas, incluso meses. Cuando terminase, me bastaría con volver a ajustar el crono para que me devolviese al 27 de diciembre de 537, 23:46. Desde el punto de vista de los turistas, habría estado ausente durante tan sólo sesenta segundos.

Naturalmente, sería un error regresar a las 23:44, es decir, volver un minuto antes de salir. Habría dos Jud Elliott en la habitación, lo que provocaría la paradoja de la Duplicación, que es una de las formas de Paradoja Acumulativa y que, sin duda, me costaría una reprimenda o incluso algo peor, si la Patrulla Temporal lo descubría. No: hacía falta una coordinación exacta.

Hay otro problema en la dificultad que existe en saltar con precisión de un punto a otro. El albergue en el que me encontraba con mi grupo en 537 no existiría, ciertamente, en 1175, el año de mi destino No podía saltar a ciegas en el futuro partiendo de la habitación, pues podía materializarme en un lugar desagradable construido más adelante en el mismo sitio: por ejemplo, un calabozo.

El único medio de no correr riesgos sería salir a la calle y saltar desde allí, tanto a la ida como a la vuelta. Sin embargo, con ello se alejaba uno de los turistas durante más de sesenta segundos: basta pensar el tiempo que hace falta para bajar, buscar un punto tranquilo donde saltar, etc. Y si un Patrullero Temporal llegaba por allí para efectuar una verificación rutinaria y se lo encontraba a uno en la calle y le preguntaba por qué puñetera razón no estaba con la clientela… bueno, ya se encontraba uno en el mar de los líos.

Pese a todo, descendí por la línea.

Nunca antes había estado en 1175. Sin duda, fue el último año verdaderamente tranquilo de Bizancio.

Me parecía que una atmósfera de problemas impregnaba Constantinopla. Incluso las nubes parecían inquietantes. El aire tenía cierto regusto a inminente calamidad.

Pero todo aquello era subjetivo. El hecho de poder desplazarse libremente a lo largo de la línea temporal deforma el modo de ver y da cierto color a los testimonios propios. Sabía lo que le esperaba a aquella pobre gente; ellos, lo ignoraban. En 1175, Bizancio era una ciudad orgullosa y optimista; todos los presagios no eran fruto de otra cosa que de mi imaginación.

Manuel I Comneno se encontraba en el trono; era un buen hombre que llegaba al final de una larga y brillante carrera. El desastre, no obstante, se acercaba a él. Los emperadores Comneno habían pasado todo el siglo XII dedicados a recuperar Asia Menor de manos turcas, que se apoderaron de ella en el siglo precedente. Yo sabía que dentro de un año, en 1176, Manuel perdería todo su imperio asiático en una sola jornada, en la batalla de Myriokephalon. Después de la derrota, empezaría el declive de Bizancio. Pero Manuel todavía no lo sabía. Nadie lo sabía. Sólo yo.

Me dirigí al Cuerno de Oro. En aquella época, la parte más elevada de la ciudad era igualmente la más importante; el centro de negocios se había desplazado de Santa Sofía/Hipódromo/Augusteum hacia el barrio de Blachernae, en la zona más septentrional de la ciudad, cera de un esquinazo formado por la muralla de la metrópoli. Por alguna razón, el emperador Alexis I trasladó la corte a finales del siglo XI, abandonando el laberinto del antiguo Gran Palacio. Su hijo pequeño, Manuel, reinaba en él con todo su esplendor, y las grandes familias feudales construyeron nuevos palacios a su alrededor, bordeando el Cuerno de Oro.

Uno de los más bellos de aquellos edificios de mármol pertenecía a Nicéforo Ducas, mi tantas veces expulsado tátara-abuelo.

Me pasé la mayor parte de la mañana rondando el palacio, alabando su esplendor. Hacia el mediodía, las puertas se abrieron y vi al propio Nicéforo salir en su carroza para dar el diario paseo: era un hombre imponente, con una barba negra y trenzada, vestido con suntuosos ropajes bordados en oro. Llevaba sobre el pecho una gran cruz dorada rodeada de joyas; sus dedos brillaban a causa de los anillos. Se formó una multitud ante el palacio de Nicéforo para admirarle.

Arrojó graciosamente unas monedas a los congregados mientras se alejaba en la carroza. Cogí una: un besante pequeño y gastado de Alexis I, de bordes mellados. La familia Comneno había depreciado mucho la moneda. Pero, con todo, no era un hecho despreciable arrojar monedas de oro —aun depreciadas— a una multitud de mirones.

Guardé el brillante besante desde aquel día. Pienso en él como si fuera una herencia de mi antepasado bizantino.

La carroza de Nicéforo desapareció en dirección al palacio imperial. Un viejo muy sucio que se encontraba a mi lado suspiró, hizo varias veces la señal de la cruz y murmuró:

—¡Que el Salvador se acuerde del santo Nicéforo! ¡Es tan bueno!

La nariz del viejo había sido cortada por la base. También había perdido la mano izquierda. Los bizantinos civilizados de aquella época habían instaurado la mutilación como castigo a numerosos crímenes menores. Un paso adelante: el Código de Justiniano preveía la muerte en casos semejantes. Más valía perder un ojo, la lengua o la nariz que perder la vida.

—¡Pasé veinte años al servicio de Nicéforo Ducas! —siguió diciendo el viejo—. Fueron los mejores años de mi vida.

—¿Por qué lo dejaste? —le pregunté.

Alzó el brazo mutilado.

—Me cogieron robando libros. Yo era escriba y decidí quedarme con alguno de los libros que copiaba. ¡Nicéforo tenía tantos! ¡No habría echado de menos cinco o seis libros! Pero me descubrieron y perdí la mano, y el empleo. Hace ya diez años.

—¿Y la nariz?

—Durante aquel invierno tan riguroso, hace seis años, robé un barril lleno de pescado. Soy un mal ladrón. Me volvieron a atrapar.

—¿De qué vives?

Sonrió.

—Gracias a la caridad pública. Soy mendigo. ¿Podrías compartir un nomisma de plata con un desgraciado anciano?

Examiné las monedas que llevaba. Todas las monedas de plata que tenía eran muy antiguas, de los siglos V y VI, fuera de circulación desde mucho tiempo antes; si el viejo intentaba pasar una, sería detenido como sospechoso de haber saqueado alguna colección de la nobleza, y perdería, ciertamente, la otra mano. Le apreté en la mano un besante de oro de comienzos del siglo XI. Lo miró con incredulidad.