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—¡Lo que queráis, señor! —exclamó—. ¡Lo que queráis!

—En ese caso, ven conmigo a la taberna más próxima. Quiero que me contestes a unas cuantas preguntas —le advertí.

—¡Con mucho gusto! ¡Con mucho gusto!

Compré vino y le interrogué largamente sobre la genealogía de los Ducas. Me costaba trabajo mirar su rostro mutilado y, mientras hablaba, mantuve la vista fija en su hombro; pero el hombre parecía acostumbrado. Poseía todas las informaciones que yo andaba buscando, pues uno de sus trabajos mientras estuvo al servicio de los Ducas consistió en copiar los archivos de la familia.

Nicéforo, me dijo, tenía entonces cuarenta y cinco años: había nacido en 1130. La esposa de Nicéforo se llamaba de soltera Zoe Catacalon, y tuvieron siete hijos: Simeón, Juan, León, Basilio, Helena, Teodosia y Zoe. Nicéforo era el hijo mayor de Nicetas Ducas, nacido en 1106; la esposa de Nicetas, con quien se casó en 1129, se llamaba de soltera Irene Cerularius. Nicetas e Irene tuvieron cinco hijos: Miguel, Isaac, Juan, Romano y Ana. El padre de Nicetas fue León Ducas, nacido en 1070; León contrajo matrimonio con Pulcheria Botaniates en 1100 y sus hijos, además de Nicetas, se llamaban Simeón, Juan, Alejandro…

El relato siguió, haciendo remontar a los Ducas hasta el alba de Bizancio, a través de los siglos X, IX y VIII; los nombres eran entonces menos precisos: había lagunas en los archivos; el anciano frunció el ceño, rebuscando por su memoria, excusándose por la incorrección de los datos. Intenté detenerle varias veces, pero no había nada que hacer, y él farfulló finalmente algunas palabras sobre un tal Tiberio Ducas, del siglo VII, cuya existencia, afirmó, resultaba incierta. —Comprenderéis —continuó, que todo lo anterior es tan sólo la ascendencia de Nicéforo Ducas. La familia imperial es una rama distinta, que puedo detallar desde los Comneno hasta el emperador Constantino X y sus antepasados, quienes…

Aquellos Ducas no me interesaban, aunque estuvieran vagamente emparentados conmigo. Si quería conocer la ascendencia de los Ducas imperiales, podía encontrarla en Gibbon. Sólo me importaba la rama más humilde de la familia, la mía, un retoño de la línea imperial. Gracias a aquel desgraciado escriba proscrito, descubría la genealogía de aquellos Ducas a través de tres siglos de historia bizantina, hasta Nicéforo. Y conocía la continuación de la línea, desde Simeón de Albania, hasta el multi-nieto de Simeón, Manuel Ducas de Argyrokastro, cuya hija mayor había de casarse con Nicolás Markezinis, y así podía seguir a la familia Markezinis hasta que una hija de alguno de ellos se casase con un Passilidis y naciera mi estimado abuelo Constantino, cuya hija Diana se casó con Judson Daniel Elliott II y trajo al mundo a éste que les habla.

—Ésto por haberte molestado —le dije al escriba dándole otra moneda de oro antes de salir rápidamente de la taberna mientras él seguía barboteando sorprendidos plácemes.

Sabía que Metaxas estaría orgulloso de mí. Un poco celoso, incluso: mi árbol genealógico era más grande que el suyo. El suyo se remontaba hasta el siglo X, pero el mío (con algunas imprecisiones), alcanzaba el siglo VII. Naturalmente, Metaxas contaba con una lista detallada de varios cientos de antepasados, y yo sólo tenía datos concretos sobre unas pocas docenas de los míos, pero había que considerar que él hubiera empezado varios años antes que yo.

Ajusté el crono cuidadosamente y salté al 27 de diciembre de 537. La calle estaba oscura y silenciosa. Volví apresuradamente al albergue. Habían pasado menos de tres minutos desde que salí, aunque hubiera estado ocho horas en 1175. Mis turistas dormían profundamente. Todo iba bien.

Estaba muy contento por mi actuación. A la luz de una vela, apunté los detalles del linaje de los Ducas sobre un trozo de pergamino. No tenía intención de hacer nada con mi genealogía. No quería matar a mis antepasados, como Capistrano, ni seducirles, como Metaxas. Sólo quería fardar un poco diciendo que los Ducas eran mis antepasados. Algunas personas no tienen ningún antepasado.

33

No pienso que igualase a Metaxas, pero ofrecí a mis clientes un honesto panorama de Bizancio. Era un excelente trabajo, sobre todo para ser la primera vez.

Vimos todos los hechos importantes, y algunos acontecimientos menores. Les mostré el bautismo de Constantino el Fervoroso; la destrucción de los iconos bajo el reinado de León III; la invasión búlgara de 813; los árboles de bronce chapados en oro de la Sala Magnaura de Teófilo; las intemperancias de Miguel el Borracho; la llegada de la primera Cruzada en 1096 y 1097; la mucho más desastrosa aparición de la cuarta Cruzada en 1204; la reconquista de Constantinopla por los bizantinos en 1261 y la coronación de Miguel VIII; resumiendo, todo lo importante.

Mis clientes estaban encantados. Como la mayor parte de los turistas temporales, adoraban las revueltas, las insurrecciones, las rebeliones, los asedios, las matanzas, las invasiones y los incendios.

—¿Cuándo nos enseñará el ataque de los turcos? —no dejaba de preguntarme el agente inmobiliario de Ohio—. ¡Me gustaría ver cómo los condenados turcos devastan la ciudad!

—Muy pronto —le respondí.

Pero antes le enseñé cómo era Bizancio en los años del declive, bajo la dinastía de los Paleólogos.

—Se ha perdido la mayor parte del Imperio —les expliqué cuando descendimos por la línea hasta 1275—. Los bizantinos piensan y construyen a pequeña escala. Digamos que más íntima. Esta es la pequeña iglesia de Santa María de los Mongoles, construida para una hija bastarda de Miguel VIII que estuvo casada durante un corto período de tiempo con un khan mongol. ¿Ven su encanto? ¿Su sencillez?

Descendimos por la línea hasta 1330 para ver la iglesia de Nuestro Salvador de la Cora. Los turistas ya la habían visto en la moderna Estambul bajo su nombre turco: Kariye Camii; la vieron entonces en su estado original, con todos aquellos maravillosos mosaicos nuevos e intactos.

—Miren aquí —les pedí—. Esta es la María que se casó con el mongol. Sigue estando en el mismo sitio en nuestro tiempo actual. Aquel mosaico de un poco más allá representa la infancia de Cristo… éste ha desaparecido en nuestra época, pero observen su excelencia.

El psiquiatra siciliano tomó hologramas de toda la iglesia; llevaba un miniaparato autorizado por el Servicio Temporal, pues nadie a lo largo de toda la línea temporal podía entender su utilidad, ni siquiera detectar su presencia. Su temporaria de piernas arqueadas oscilaba de derecha a izquierda lanzando exclamaciones ininterrumpidamente. Los de Ohio parecían aburridos, como yo ya había previsto. Sin importancia. Les daría cultura aunque tuviera que hacérsela tragar a la fuerza.

—¿Cuándo veremos a los turcos? —preguntaban sin cesar los de Ohio.

Saltamos por encima de los negros años de 1347 y 1348.

—No puedo llevarles a ese período —dije en cuanto empezaron a protestar—. Si quieren ver una de las grandes epidemias, tendrán que apuntarse en una gira especial.

—Todos estamos vacunados —refunfuñó el yerno del señor de Ohio.

—Pero cinco mil millones de personas carecen de protección en el tiempo actual, al final de la línea —le expliqué—. Puede usted contraer bacilos, llevárselos de vuelta y ocasionar una epidemia mundial. Y tendríamos que borrar todo este viaje temporal de la historia para impedir semejante desastre. No querrá que pase nada parecido, ¿verdad?

Incomprensión.

—Escuchen, si pudiera, les llevaría —confesé—. Pero no puedo. Es la ley. Nadie puede penetrar en un período de epidemia a menos que lo haga bajo vigilancia especial, que no estoy autorizado a darles.