Les llevé a 1355 para mostrarles el fin de Constantinopla; una población muy disminuida dentro de las murallas; barrios enteros abandonados, las iglesias medio en ruinas. Los turcos devoraban el país. Llevé a mis clientes a las murallas, al final del barrio de Blachernae y les señalé a los jinetes del sultán turco que acechaban por la campiña, más allá de los límites de la ciudad. El muchacho de Ohio les increpó con el puño. —¡Malditos bárbaros! —gritó—. ¡Peste de la tierra!
Bajamos hasta 1398. Les dejé ver Anadolu Hisari, la fortaleza del sultán Bayazid, en la costa asiática del Bósforo. La bruma de verano la hacía un poco difícil de ver, y saltamos unos cuantos meses, al otoño, para observarla de nuevo. Subrepticiamente, llevábamos un par de gemelos. Aparecieron dos monjes bizantinos, vieron los prismáticos antes de que nos diera tiempo a esconderlos y quisieron saber por qué mirábamos en su interior.
—Ayuda a los ojos —contesté, y nos apresuramos a marcharnos de allí.
Durante el verano de l442, estudiamos el ejército del sultán Murat II detenido frente a la ciudad. Cerca de 20.000 turcos habían quemado las aldeas y los campos que rodeaban Constantinopla, asesinando a los habitantes, destruyendo viñedos y olivares; en aquel momento, intentaban tomar la ciudad. Empujaban máquinas de asedio hacia los muros, atacaban con arietes, catapultas gigantes, toda la artillería pesada de la época. Llevé a mis clientes lo bastante cerca de la línea de combates como para que disfrutasen del espectáculo.
La técnica habitual para aquello era disfrazarse de santos peregrinos. Los peregrinos podían ir a cualquier parte, incluso al frente. Repartí cruces e iconos, indicando a todo el mundo que simulase cierta devoción, y les conduje al lugar del combate, cantando y salmodiando. No era posible que cantasen verdaderos himnos bizantinos, naturalmente, y les dejé cantar lo que quisieran siempre y cuando pusiesen cuidado en que pareciera un canto piadoso y solemne. Los de Ohio se dedicaron a entonar Barras y Estrellas, repitiéndolo incesantemente, y el psiquiatra y su amiga cantaron arias de Verdi y Puccini. Los defensores bizantinos se detuvieron durante un momento para hacernos gestos. Les devolvimos el saludo e hicimos la señal de la cruz.
—¿Y si nos hubieran matado? —preguntó el yerno.
—No hay problema. De todos modos, no sería permanente. Si recibiese una flecha perdida, llamaría a la Patrulla Temporal y se lo llevarían de aquí hace cinco minutos.
El yerno pareció quedarse desconcertado.
—Celeste Aida, forma divina…
…te alabamos orgullosamente…
Los bizantinos lucharon con todas sus fuerzas para rechazar a los turcos. Arrojaban fuego griego y aceite hirviendo sobre los atacantes, cortando cada cabeza que apareciese por encima del muro, resistiendo el furor de la artillería. Pero parecía seguro que, al atardecer, la ciudad caería. Las sombras de la noche se acercaban.
—Miren —les dije.
Las llamas empezaron a alzarse en varios puntos a lo largo de la muralla. Los turcos quemaban sus propias máquinas de guerra y se alejaban.
—¿Por qué? —preguntó alguien—. ¡Habrían tomado la ciudad en una hora!
—Los historiadores bizantinos —contesté— escribirán que se produjo un milagro. La Virgen María, ataviada con un manto violeta, rodeada de un halo brillante, apareció y anduvo por la muralla. Los turcos huyeron aterrados.
—¿Dónde pasa eso? —preguntó el yerno—. ¡No he visto ningún milagro—. ¡No he visto a la Virgen María!
—Quizás debiéramos volver media hora en el pasado y mirar de nuevo —dijo su mujer con voz titubeante.
Les expliqué que, de hecho, la Virgen no caminó por las almenas; lo que sí ocurrió es que llegaron mensajeros a anunciar al sultán Murat que había estallado contra él un levantamiento en Asia Menor y, temiendo verse encerrado y asediado en Constantinopla si conseguía apoderarse de ella, el sultán terminó con el asalto inmediatamente para ocuparse de los rebeldes del este. Los de Ohio parecieron decepcionados. Creo que les habría gustado ver a la virgen.
—La vimos durante el viaje del año pasado —rezongó el yerno.
—Era diferente —le dijo su mujer—. Era la verdadera; ¡nada de milagros!
Ajusté los cronos y saltamos.
El 5 de abril de 1453, al amanecer, esperamos la aparición del sol en las murallas de Bizancio.
—La ciudad ahora está aislada —dije— El sultán Mehmet el Conquistador ha construido la fortaleza de Rumeli Isari en la costa europea del Bósforo. Los turcos se acercan. ¡Atentos: escuchen!
El sol se alzó. Miramos por encima de la muralla. Se oyó un lejano aullido.
—Al otro lado del Cuerno de Oro se alzan las tiendas de los turcos: son doscientos mil. Y hay cuatrocientos noventa y tres navíos turcos en el Bósforo. Los defensores bizantinos son tan sólo ocho mil y cuentan con quince naves. La Europa cristiana no ha enviado ninguna ayuda a la Bizancio cristiana, salvo setecientos soldados y marinos genoveses bajo el mando de Giovanni Giustiniani. —Me entretuve con el nombre de aquel último defensor de Bizancio, apoyándome en los ricos ecos del pasado. Giustiniani… Justiniano. Nadie lo notó— Bizancio está a punto de caer entre los lobos —seguí—. ¡Oigan los gritos de los turcos!
La famosa cadena de cierre bizantina cruzaba el Cuerno de Oro fijándose en cada orilla: eran gruesas argollas unidas por enganches de acero, algo muy estudiado y capaz de proteger la puerta de los invasores. Una vez, cumplió su papel, en 1204; en aquella ocasión, había sido reforzada.
Descendimos por la línea hasta el 9 de abril para ver cómo los turcos avanzaban poco a poco hacia las murallas. Nos dirigimos después al 12 de abril y vimos el gran cañón turco, el cañón real, entrando en acción. Un cristiano renegado, Urbano de Hungría, lo construyó para los turcos; cien pares de bueyes lo habían llevado hasta allí; la boca del cañón, de un metro de diámetro, lanzaba proyectiles de granito que pesaban 1500 libras. Vimos un surtidor de llamas, una bocanada de humo, y luego una monstruosa bola de piedra se alzó tranquila, lentamente, antes de aplastarse con fuerza extraordinaria contra la muralla levantando una nube de polvo. El ruido hizo vibrar toda la ciudad; la detonación resonó durante un buen rato en mis oídos.
—No pueden disparar el cañón real más que siete veces por día —dije—. Necesitan mucho tiempo para cargarlo. Y ahora, mucha atención.
Saltamos una semana hacia el futuro. Los invasores se apretujaban alrededor del gigantesco cañón, dispuestos a disparar. Lo hicieron y el gran cañón explotó con una terrible llamarada, proyectando inmensos trozos de metal entre las tropas turcas. El suelo se llenó de cadáveres. Desde las murallas, los bizantinos gritaron de alegría.
—Entre los muertos se encuentra Urbano de Hungría —les conté a mis clientes—. Pero los turcos no tardarán en fabricar otro cañón.
Aquella noche, los turcos asaltaron las murallas. Cantando América y arias de Otelo, vimos cómo los bravos genoveses de Giovanni Giustiniani rechazaban a los asaltantes. Las flechas silbaban cruzando el aire; algunos bizantinos disparaban con fusiles pesados y poco manejables. Presenté el asedio final con tal virtuosismo que lloré. Ofrecí a mis clientes batallas navales, combates cuerpo a cuerpo en las murallas, plegarias en Santa Sofía. Les enseñé cómo los astutos turcos llevaron por tierra sus navíos sobre rodillos, desde el Bósforo al Cuerno de Oro, para rodear la célebre cadena, y les enseñé el terror de los bizantinos cuando, en la mañana del 23 de abril, descubrieron setenta y dos navíos de guerra turcos anclados en el puerto. Les permití estudiar el modo en que los genoveses destruyeron magistralmente aquellas naves.