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Seguimos los días del asedio, viendo cómo mermaban las murallas sin dejar de aguantar, viendo crecer la firmeza de los defensores y debilitarse la determinación de los asaltantes. En la noche del 28 de mayo nos dirigimos a Santa Sofía para asistir al último servicio cristiano que había de celebrarse en ella. Toda la ciudad parecía encontrarse en la catedraclass="underline" el emperador Constantino XI y su corte, mendigos y ladrones, mercaderes, católicos romanos de Génova y Venecia, soldados y marinos, duques y prelados, y muchos visitantes del futuro disfrazados, quizá muchos más que los que conformaron la reunión original. Oímos retumbar las campanas, escuchamos el Kyrie melancólico, y nos arrodillamos, y muchos, muchos, también los viajeros temporales, lloraron por Bizancio; cuando el servicio terminó, las luces se apagaron y ocultaron los frescos y los brillantes mosaicos.

Llegó el 29 de mayo y presenciamos el último acto de un mundo.

A las dos de la madrugada, los turcos se precipitaron por la puerta de San Romano. Giustiniani estaba herido; los combares eran terribles e hice retroceder a mis clientes; los rítmicos gritos de ¡Alá! ¡Alá! se alzaron hasta cubrir el mundo entero en su furor. Los defensores fueron dominados por el pánico y huyeron y los turcos invadieron la ciudad.

—Todo ha terminado —dije—. El emperador Constantino ha muerto en la batalla—. Millares de personas abandonan la ciudad; millares más buscarán refugio tras las puertas de Santa Sofía. Ahora, escuchen: ¡es la rapiña, la matanza!

Dimos muchos saltos, desapareciendo y reapareciendo para no ser derribados por los jinetes que galopaban alegremente por las calles. Sin duda atemorizamos a un buen número de turcos, pero en medio de toda aquella agitación la desaparición milagrosa de algunos peregrinos no tendría mucha importancia. Para terminar del mejor modo posible, llevé a mis clientes al 30 de mayo y vimos como el sultán Mehmet desfilaba triunfal por Bizancio, flanqueado por sus visires, pachás y jenízaros.

—Se detiene ante Santa Sofía —murmuré—. Toma tierra con las manos y se la echa sobre el turbante; con este gesto le da las gracias a Alá por tan gloriosa victoria. Ahora entra. Sería peligroso que le siguiéramos. En el interior hay un turco destruyendo el suelo de mosaico que considera impío; el sultán golpeará al hombre prohibiéndole arruinar la catedral; luego se dirigirá al altar, subirá a él y hará una reverencia. Santa Sofía se convertirá en Ayasofya, la mezquita. Bizancio no existe. Vamos. Tenemos que volver.

Aturdidos por lo que habían visto, mis seis turistas me dejaron ajustar sus cronos. Emití la nota clave y volvimos a 2059.

Más tarde, en el despacho del Servicio Temporal, el agente inmobiliario de Ohio se acercó a mí. Me enseñó el pulgar de un modo vulgar, como suele hacer la gente vulgar para ofrecer una propina.

—Muchacho —dijo— sólo quiero que sepas que has hecho un trabajo excelente. Ven conmigo y deja que ponga el pulgar en la placa de un terminal para demostrarte lo que he disfrutado. ¿Vale?

—Lo siento —respondí—. No podemos aceptar propinas.

—No te preocupes, muchacho. Digamos que no estabas mirando y déjame que te ponga algo de dinero en la cuenta ¿de acuerdo? ¡Como si no supieras nada!

—No puedo impedir una transferencia de fondos de fuente desconocida —dije al fin.

—Muy bien. ¡Maldita sea, cuando los turcos entraron en la ciudad, qué espectáculo! ¡Qué espectáculo!

Cuando recibí el extracto de cuenta al mes siguiente, descubrí tranquilamente un abono de mil unidades. No se lo dije a mis superiores. Creo que, reglamentariamente o no, me lo había ganado.

34

Creo que también me había merecido el derecho a pasar las vacaciones en la villa de Metaxas, en 1105. No era ya una lata, un aprendiz imbécil, sino un miembro completo de la fraternidad de Guías Temporales. Y, a mi entender, uno de los mejores. No tenía que temer un mal recibimiento en casa de Metaxas.

Verificando en el cuadro de asignaciones, vi que Metaxas, como yo mismo, acababa de terminar una gira. Aquello significaba que estaría en la villa. Tomé un nuevo guardarropas bizantino, pedí una bolsa de besantes de oro y me preparé a saltar a 1105.

Luego recordé la paradoja de la Discontinuidad.

No sabía cuándo debía llegar en 1105. Y debía acordarme de la base de tiempo actual en la que Metaxas vivía en Bizancio. En mi tiempo actual nos encontrábamos en noviembre de 2059. Metaxas acababa de remontar la línea hasta cierto momento de 1105 correspondiente, para él, a noviembre de 2059. Supongamos, por un momento, que estuviera en julio de 1105. Si, ignorándolo, yo saltaba a… por ejemplo, marzo de 1105, el Metaxas que me encontraría allí ni siquiera me reconocería. Sólo sería un invitado inoportuno, llegado para molestar. Si saltaba, por ejemplo, a junio de 1105, sería el recién llegado que todavía no había realizado los exámenes y a quien Metaxas acababa de llevar de gira. Y si saltaba… a octubre de 1105, me encontraría con el Metaxas de tres meses por delante de mí que conocerá detalles de mi futuro. Sería la paradoja de la Discontinuidad en sentido inverso, y no tenía intención de probar; es peligrosa y un poco atemorizante encontrarse con alguien que ya ha vivido un período al que uno todavía no ha llegado. Y a nadie le gustan esas cosas en el Servicio Temporal.

Necesitaba ayuda.

Fui a ver a Protopopolos y le manifesté:

—Metaxas me invitó para que fuera a verle durante las vacaciones, pero no sé exactamente dónde se encuentra.

—¿Por qué habría de saberlo yo? —replicó prudentemente Protopopolos—. No soy su confidente.

—Pensé que a lo mejor te había dejado alguna indicación sobre su base de tiempo actual.

—¿De qué estás hablando?

Me pregunté si no estaría metiendo la pata.

Insistiendo le hice un guiño de entendimiento:

—Sabes dónde está ahora mismo Metaxas. Y quizá sepas en qué momento. ¡Vamos Pronto! Estoy al corriente. Es inútil que te las des de tonto conmigo.

Entró en la sala adyacente para consultar con Pastiras y Herschel. Debieron apoyarme pues Protopopolos volvió y me dijo al oído:

—17 de agosto de 1105. Dale buenos días de mi parte.

Le di las gracias y me puse en marcha.

Metaxas vivía en las afueras más allá de las murallas de Constantinopla. La tierra era barata por allí a comienzos del siglo XII, especialmente por la invasión de los turcos en 1090 y la llegada de la chusma turbulenta de los cruzados seis años antes. La gente que vivía en el exterior de la ciudad en aquellos tiempos sufrió pruebas muy duras. Hermosísimas propiedades fueron vendidas a precios casi regalados por aquel entonces. Metaxas se compró la suya en 1095 cuando los propietarios estaban todavía recuperándose de los destrozos causados por Patzinak empezando ya a inquietarse por la llegada de una nueva oleada de invasores.

Pero Metaxas contaba con una ventaja sobre los vendedores: ya había estado por delante en la línea y había podido ver hasta qué punto se estabilizarían las cosas en años venideros, bajo el reinado de Alexis I Comneno. Sabía que la región en que se encontraba la villa estaría a salvo durante todo el siglo XII.

Atravesé la antigua Estambul y tomé un taxi para que me llevase cinco kilómetros más allá de las derruidas murallas. Naturalmente, en el tiempo actual no era un barrio de las afueras, sino una parte bastante grisácea de la moderna metrópolis.

Cuando pensé en que ya estaba bastante lejos de la urbe, apoyé el pulgar en la placa y despedí el taxi. Luego me coloqué en un callejón, verificando algunas cosas antes de saltar. Algunos muchachos que me vieron vestido a la moda bizantina se acercaron a mirar, sabiendo que iba a partir hacia el pasado. Me hablaron en turco con voz alegre, pidiéndome que les llevara.