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Un mugriento angelote me dijo en un francés reconocible:

—Espero que te corten la cabeza.

Los niños son de una sinceridad tan maravillosa ¿verdad? ¡Y tan gentilmente hostiles sea cual sea la época! Ajusté el crono, hice un gesto obsceno hacia mi joven amigo, y remonté la línea. Los edificios grises se desvanecieron. La tristeza de noviembre dio paso al soleado brillo de un día de agosto. El aire que respiraba era fresco y perfumado. Me encontraba junto a un largo sendero pavimentado que cruzaba entre dos bosquecillos. Un carro tirado por dos caballos se acercó tranquilamente y se detuvo ante mí.

Un hombre joven y delgado, vestido de campesino, se inclinó y me dijo:

—Mi señor Metaxas me envía para llevarte a su lado.

—Pero… él no me esperaba…

Antes de decir alguna estupidez, preferí callarme. Era evidente que Metaxas me esperaba. ¿Habría provocado yo sin darme cuenta alguna paradoja de Discontinuidad?

Subí al carro encogiéndome de hombros.

Mientras rodábamos hacia el oeste, mi conductor me señaló los viñedos a la izquierda de la vereda y las higueras de la derecha.

—Todo esto —dijo orgullosamente— pertenece a Metaxas. ¿Habías estado aquí antes?

—No, nunca —repliqué.

—Mi amo es un gran hombre. Es amigo de los pobres y aliado de los poderosos. Todo el mundo le respeta. El propio emperador Alexis estuvo entre nosotros el mes pasado.

Aquello me inquietó ligeramente. Metaxas había corrido muchos riesgos forjando una identidad perdurable diez siglos antes de su época en el pasado; ¿qué diría la Patrulla Temporal si supiera que era amiguete de los emperadores? Sin duda, mantendría opiniones que podrían alterar el futuro, pues él ya conocía los acontecimientos que habían de suceder. ¿A quién se le podía ocurrir colarse en la matriz histórica de la época para hacerse consejero de la realeza? ¿Qué podría haber más turbador?

Las viñas y las higueras dieron paso a campos de trigo.

—Esto también pertenece a Metaxas —explicó el conductor.

Me había imaginado que Metaxas viviría en una pequeña villa confortable, en una o dos hectáreas de terreno, con un jardín ante la casa y, quizá, un huerto por detrás. Nunca pensé que pudiera ser propietario de una finca de tal envergadura.

Pasamos ante rebaños pastando, delante de un molino accionado por bueyes, cerca de un estanque repleto de peces, hasta que desembocamos en una doble hilera de cipreses que bordeaban un camino que se unía a la ruta principal. Tomamos el camino y llegamos en pocos minutos ante una espléndida villa, donde Metaxas, en el umbral, nos esperaba vestido con la ropa que podría llevar el compañero de un emperador.

—¡Jud! —exclamó estrechándome animadamente—. ¡Amigo mío! ¡Hermano! ¡Jud me han hablado de la gira que has llevado! ¡Magnífico! ¿Han dejado ya los turistas de alabarte?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Kolettis y Pappas. Están aquí. ¡Entra, entra, entra! ¡Vino para mi invitado! ¡Y ropa nueva! ¡Entra, Jud, entra!

35

La villa era de estilo clásico —con atrio y peristilo—, con un gran patio central rodeado de columnas, mosaicos en el suelo, una biblioteca atestada de pergaminos, un comedor con una mesa redonda de marfil e incrustaciones de oro capaz para recibir a tres docenas de comensales, un salón adornado con estatuas y una sala de baños de mármol. Los esclavos de Metaxas me llevaron a la sala de baños y Metaxas me dijo que me vería más tarde.

Yo tenía derecho al tratamiento real.

Tres jóvenes esclavas de cabellos negros —persas, me explicó más adelante Metaxas— se ocuparon de mí durante el baño. No iban vestidas más que con un cinturón y me despojaron de mis ropas en un instante, en medio de un torbellino de senos y turgencias: a continuación se dedicaron a frotarme y enjabonarme hasta que quedé lustroso. Baño de vapor, baño caliente, baño frío: mis poros recibieron un tratamiento completo. Cuando salí del agua, me secaron hasta en los más escondidos rincones y me vistieron una túnica en extremo elegante que nunca pensé que podría llevar. A continuación desaparecieron entre un agradable balanceo de nalgas desnudas por un pasadizo subterráneo. Un mayordomo de cierta edad apareció y me condujo hasta el atrio, donde Metaxas me esperaba con una copa de vino.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Me da la impresión de vivir en un sueño.

—Exactamente. Y yo soy el soñador. ¿Has visto los campos? ¡Trigo, olivos, ganados, viñas, de todo! Y es mío. Son mis firmes inversiones. Cada año, los beneficios de la temporada precedente me permiten comprar nuevas tierras.

—Es increíble —dije— Y lo más increíble es que te dejen hacerlo.

—Me he ganado la invulnerabilidad —replicó Metaxas con sencillez—. La Patrulla Temporal sabe que debe dejarme tranquilo.

—¿Saben que estás aquí?

—Creo que sí —dijo—. Pero se mantienen lejos. Procuro no causar ningún cambio notable en la trama de la historia. No soy un mal tipo. Me limito a cuidarme.

—Pero tú cambias la historia con el simple hecho de encontrarte aquí. Estas tierras debieron tener otro propietario en el verdadero año 1105.

—Estamos en el verdadero año 1105.

—Quiero decir en el original, antes de la llegada de los visitantes del Efecto Benchley. Te has deslizado en la lista de propietarios y… ¡maldita sea, el conductor del carro te llamó Metaxas! ¿Usas aquí ese nombre?

—Temístocles Metaxas. ¿Por qué no? Es un nombre muy griego.

—Sí, pero… escucha, ¡debe figurar en todos los documentos, en los archivos de impuestos, en todas partes! Has cambiado, sin lugar a duda, los archivos de Bizancio que han llegado hasta nosotros, metiéndote en un sitio donde antes no estabas. ¿Cuál…?

—No hay peligro —replicó Metaxas—. Mientras no le quite o le dé la vida a nadie y procure no cambiar ninguno de los acontecimientos importantes, todo irá bien. Ya lo sabes, provocar una verdadera alteración del tiempo es bastante difícil. Hay que hacer algo considerable, como matar a un monarca. Estando aquí, sin más, introduzco algunos cambios minúsculos, pero los borrarán diez siglos de historia y no habrá ningún cambio detectable en el mundo actual. ¿Me sigues?

Me encogí de hombros.

—Al menos, dime una cosa. ¿Cómo sabías que iba a llegar?

—Miré dos días en el futuro —dijo riéndose— y estabas aquí. Así que busqué la hora de tu llegada y le dije a Nicolás que fuese a buscarte. Te he ahorrado una buena caminata, ¿no te parece?

Naturalmente. Una vez más, yo no había pensado en cuatro dimensiones. Era evidente que Metaxas debía verificar regularmente su futuro inmediato para no ser la víctima de alguna broma de mal gusto en aquella época a menudo imprevisible.

—Ven —me dijo Metaxas— Vamos a reunirnos con los demás.

Estaban tendidos en divanes junto al estanque del patio, devorando pedazos de carne asada que unas jóvenes esclavas, vestidas con túnicas diáfanas, les colocaban en la boca. Allí pude ver a dos Guías amigos míos, Kolettis y Pappas, disfrutando de sus vacaciones. Pappas, el del bigote caído, conseguía parecer triste incluso cuando pellizcaba las hermosas nalgas persas; Kolettis, turbulento y mofletudo, estaba en plena forma y no dejada de cantar y reír. Un tercer hombre, a quien no conocía, observaba los peces del estanque. Aunque iba vestido a la moda del siglo XII, encontré en él que su rostro era moderno. Y tenía razón.

—Este es el profesor Speer —me dijo Metaxas en inglés—. Un universitario de visita. Le presento al Guía Temporal Jud Elliott, doctor Speer.

Nos estrechamos las manos de modo formal. Speer tendría unos cuarenta años. De aspecto mustio, era un hombrecillo pálido, de rostro anguloso y mirada viva y nerviosa.

—Encantado —dijo.