—Y ésta es Eudosia —presentó Metaxas.
La vi en cuanto penetré en el patio. Era una joven delgada, de cabellos castaño rojizo, de piel clara pero de ojos oscuros, que podía tener entre diecinueve y veinte años. Llevaba mucha joyas y, evidentemente, no era una esclava; y, sin embargo, si uno se fiaba de las normas bizantinas, su ropa era muy atrevida, pues no era más que una doble capa de seda casi transparente. El tejido se le pegaba al cuerpo desvelando pequeños senos firmes, nalgas de muchacho, un ombligo poco profundo, e incluso la sombra de la mata triangular que alojaba su pubis. Prefiero las mujeres de cabello oscuro y figura voluptuosa aunque, siendo como era, Eudosia me pareció extremadamente atractiva. Parecía tensa, viva, llena de un ardor y una furia incontenibles.
Me examinó con fría insolencia y marcó su aprobación colocándose las manos en los muslos y haciendo una ligera reverencia. El movimiento le levantó la ropa y me reveló su desnudez de un modo más detallado. Sonrió. Sus ojos brillaron impúdicamente.
—Ya te he hablado de ella —me dijo Metaxas en inglés—. Es mi tátara-tátara-multi-tátara-abuela. Llévatela a la cama esta noche. ¡Mueve las caderas de un modo increíble!
Eudosia me sonrió aún más cálidamente. No sabía lo que estaba diciendo Metaxas, pero no debía dudar de que hablaba de ella. Intenté no mirar con demasiada insistencia los revelados encantos de la bella Eudosia. ¿Resulta moral que un hombre desee a la tátara-tátara-multi-tátara-abuela de su anfitrión?
Una magnífica esclava desnuda me ofreció unos pinchos de cordero y aceitunas. Comí sin poner atención. Tenía la nariz llena del aroma de Eudosia.
Metaxas me sirvió un poco de vino y me alejó de ella.
—El doctor Speer —me explicó, está aquí para efectuar unas investigaciones. Estudia el drama griego clásico y le gustaría encontrar unos manuscritos perdidos.
El doctor Speer hizo resonar los talones. Era la clase de teutón pedante del que uno sabe que empleará a la menor ocasión toda su titulación académica al completo. ¡Achtung! ¡El profesor agregado Speer!
—Todo ha ido muy bien hasta ahora —declaró el profesor agregado Speer—. Naturalmente, mis investigaciones no han hecho más que empezar y, no obstante, he encontrado en unas bibliotecas bizantinas la Nausicaa y el Triptolemo de Sófocles, así como la Andrómeda de Eurípides, las Peliades, el Fedón y el Edipo y, de Esquilo, un manuscrito casi completo de las Mujeres de Etna. Como puede ver, he trabajado bastante.
Volvió a entrechocar los talones.
Era inútil recordarle que a la Patrulla Temporal no le terminaba de gustar que aparecieran obras maestras desaparecidas. El mero hecho de estar allí, en la villa de Metaxas, era contrario al reglamento de la Patrulla, y nos hacía cómplices de varios delitos temporales.
—¿Tiene intención de volver con esos manuscritos al tiempo actual? —le pregunté.
—Sí, naturalmente.
—¡Pero no podrá publicarlos! ¿Qué va a hacer con ellos?
—Estudiarlos —respondió el profesor agregado Speer—. Aumentar mi conocimiento del drama griego. A continuación, colocaré cada manuscrito en un lugar en que los arqueólogos no dejen de descubrirlos, de modo que tales obras no se perderán para el mundo. Es un crimen menor, ¿no le parece? ¿Se me puede considerar un criminal por querer conocer mejor la obra de Sófocles?
Aquello me parecía muy bien.
Siempre había pensado que era una idiotez prohibir a la gente remontar la línea del tiempo para descubrir manuscritos o cuadros perdidos. Comprendía que había que impedir que alguien regresase a 1600 para huir con La Piedad de Miguel Angel o la Leda de Leonardo. Sería una alteración temporal, incluso un crimen temporal, pues tanto la Piedad como la Leda debían continuar su propio camino año tras año hasta nuestro tiempo actual, y no saltarse cuatro siglos y medio de historia. Pero, ¿por qué prohibirnos recuperar las obras de arte que nunca han llegado a nosotros? ¿A quién podría dañar?
—¡Doc Speer, tiene usted toda la razón! —reconoció Koletus—. Dejan que los historiadores exploren el pasado para corregir el conocimiento histórico, ¿no es verdad? ¡Y cuando publican sus estudios revisionistas alteran el conocimiento!
—¡Exacto! —dijo Pappas—. Como por ejemplo, cuando se dieron cuenta de que Lady Macbeth era una mujer muy dulce que intentaba a cualquier precio refrenar las insensatas ambiciones de su sanguinario esposo. También se podría mencionar el caso de Moisés. O de Ricardo III. O Juana de Arco. Hemos reajustado el conocimiento histórico en un millón de puntos desde el descubrimiento del Efecto Benchley, y…
—… y en esas condiciones, ¿por qué no rellenar también los agujeros de la ciencia literaria? —preguntó Kolettis—. ¡A la salud de doc Speer! ¡Trinque todos los manuscritos que pueda, doc!
—Los riesgos son grandes —dijo Speer—. Si me descubren, seré severamente castigado, quizá incluso perdiera mi puesto en la universidad. —Dijo aquellas últimas palabras como si le estuvieran cortando los genitales—. La ley es muy extraña y los Patrulleros Temporales son hombres muy temerosos: ¡temen incluso los cambios benéficos!
Ningún cambio puede ser benéfico para la Patrulla Temporal. Aceptan las revisiones históricas porque no pueden impedirlas; la legislación en vigor permite ese tipo de investigaciones. Pero la misma ley prohíbe la transferencia de cualquier objeto tangible encontrado en la línea temporal, excepto que pueda ser empleado para la buena marcha del Servicio Temporal; y la Patrulla se atiene a esa norma.
—Si busca obras de teatro griego —dije—, ¿por qué no echa un vistazo a la biblioteca de Alejandría? Por cada manuscrito que haya sobrevivido a la época bizantina, habrá una docena en Alejandría.
El profesor agregado Speer me sonrió del mismo modo que se sonríe a los niños inteligentes pero un poco inexpertos.
—La biblioteca de Alejandría —me explicó tranquilamente— es, evidentemente, un gran objetivo para los estudiantes universitarios de mi misma índole. Es vigilada permanentemente por un miembro de la Patrulla Temporal que se hace pasar por un escriba. Procede a realizar varios arrestos mensuales, por lo que he oído decir. No quiero correr un riesgo semejante. Aquí en Bizancio me cuesta trabajo encontrar lo que busco, pero es más seguro. Seguiré investigando. Espero encontrar unas noventa obras de Sófocles, y por lo menos otras tantas de Esquilo, y…
36
La cena fue una fiesta suntuosa. Nos atiborramos de sopa, estofado, pato asado, pescado, cerdo, cordero, espárragos, champiñones, manzanas, higos, alcachofas, huevos duros servidos en platos de esmalte azul, quesos, ensaladas y vinos. Por cortesía hacia Eudosia, que se sentaba a la mesa, hablamos en griego y no discutimos de viajes por el tiempo, ni de las taras de la Patrulla Temporal.
Tras la comida, cuando unos bufones enanos empezaron a actuar para nosotros, llamé a Metaxas.
—Tengo algo que enseñarte —le dije, pasándole el pergamino en el que había esbozado mi genealogía.
Lo miró y frunció el ceño.
—¿Qué es esto?
—Mi ascendencia. Hasta el siglo VII.
—¿Cuándo la has hecho? —me preguntó, riendo.
—Durante las pasadas vacaciones. Le hablé de mis visitas al abuelo Passilidis, a Gregory Markezinis, mi salto a la época de Nicéforo Ducas.
Metaxas estudió la lista con más cuidado.
—¿Ducas? ¿Qué significa eso de Ducas?
—Yo. Soy un Ducas. El escriba me dio detalles hasta el siglo VII.
—Imposible. Nadie sabe quiénes eran los Ducas en esa época. ¡Es falso!