—Quizá lo sea en parte. Pero a partir de 950 es verídico. Son de mi familia. Les he seguido desde Bizancio hasta Albania y a la Grecia del siglo XX.
—¿En serio?
—Te lo juro.
—¡Maldito cerdo! —me dijo Metaxas amablemente—. ¡Te has hecho con todo esto en unas solas vacaciones! ¡Y un Ducas nada menos! ¡Un Ducas! —Consultó de nuevo la lista—. Nicéforo Ducas hijo de… humm… ¡León Ducas! ¡Pulcheria Botaniates!
—¿Qué pasa?
—Les conozco —exclamó Metaxas—. Les he invitado alguna vez y yo he ido ya a su casa. Él es uno de los hombres más ricos de Bizancio ¿lo sabías? Y su mujer Pulcheria… una dama encantadora…—Me sujetó el brazo salvajemente—. ¿Podrías jurarlo? ¿Son tus antepasados?
—Del todo.
—¡Magnífico! —dijo Metaxas—. Déjame que te hable de Pulcheria. Ella… oh, digamos que tiene diecisiete años. León se casó con ella siendo una niña. Suele hacerse muy a menudo. Es más o menos así de alta y tiene unas tetas como esto y un vientre liso y unos ojos que te abrasan.
Me liberé de su presa y acerqué mi rostro al suyo.
—Metaxas ¿no te habrás…?
No pude acabar.
—¿… acostado con Pulcheria? No, no. ¡Es la pura verdad, Jud! Ya tengo muchas mujeres. Pero escucha, muchacho ¡juegas tus cartas! Puedo ayudarte a encontrarla. Está ya madura para la seducción. Joven, sin hijos, hermosa y aburrida: su marido trabaja tanto que apenas la ve. ¡y además es tu tátara-tátara-multi-tátara-abuela!
—Esa es tu obsesión, no la mía —le recordé—. Para mí sería una razón para mantenerme apartado de ella.
—No hagas el idiota. Te lo tendré todo arreglado en dos o tres días. Te presentaré a los Ducas cuando nos inviten a su palacio en la ciudad; una palabra a la sirvienta de Pulcheria y…
—No —dije.
—¿No?
—No. No quiero mezclarme en nada parecido.
—No es fácil hacerte feliz, Jud. No quieres tirarte a la emperatriz Teodora, no quieres echarte la siesta con Pulcheria Ducas… ¿no me dirás que tampoco quieres trabajarte a Eudosia?
—No me molesta tirarme a una de tus antepasadas —le respondí, sonriendo—. Ni siquiera me importaría hacerle un hijo a Eudosia. ¿Qué te parecería si me convirtiera en tu tátara-tátara-multitátara-abuelo?
—No es posible —replicó Metaxas.
—¿Por qué no?
—Porque Eudosia seguirá soltera y sin hijos hasta 1109. Luego, se casará con Basilio Stratiocus y tendrá siete hijos y tres hijas en los quince años siguientes; uno de los chicos será mi antepasado. ¡Dios mío, qué gorda va a ponerse!
—Todo eso puede cambiarse —le recordé.
—¡Una mierda! —replicó Metaxas—. ¿Crees que no vigilo mi linaje? ¿Crees que dudaría en borrarte de la historia si te atrevieras a cambiar el matrimonio de Eudosia? No tendrá hijos antes de que la deje preñada Basilio Stratiocus, así están las cosas. Pero es tuya durante esta noche.
Y lo fue. Me dio la mayor prueba de hospitalidad según sus criterios. Metaxas envió a su abuela Eudosia a mi habitación. Su cuerpo delgado y ligero me resultó un poco pequeño; sus senos duros y pequeños no me llenaban la mano. Pero era una tigresa. Vibrando de energía y pasión trepó sobre mí y, en una veintena de rápidas rotaciones de las caderas se balanceó colgando del orgasmo; y aquello sólo fue el principio. No me dejó dormir antes del amanecer.
En mis sueños, vi a Metaxas escoltándome hasta el palacio de los Ducas, presentándome a mi tárara-tátara-multi-tátara-abuelo León, quien decía con voz tranquila:
—Esta es mi mujer, Pulcheria —y en mis sueños me daba la impresión de que era la mujer más hermosa que hubiera visto.
37
Como Guía me encontré con mis primeros problemas en la siguiente gira. Como era demasiado orgulloso para pedir ayuda a la Patrulla Temporal, me vi apresado por la paradoja de la Duplicación y padecí, igualmente, la paradoja del Desplazamiento Transitorio. Pero pienso que no me las arreglé del todo mal.
Me había llevado a nueve turistas a asistir a la llegada de la primera Cruzada a Bizancio, cuando empezaron los problemas.
—En 1095 —les dije a mis clientes—, el Papa Urbano II lanzó un llamamiento para liberar la Tierra Santa del yugo sarraceno. Los caballeros europeos se apresuraron a alistarse en la Cruzada. Entre los que aprobaban aquella guerra de Liberación se encontraba el emperador Alexis de Bizancio, que veía en la Cruzada un modo de reconquistar los territorios de Oriente próximo que Bizancio entregó a los turcos y a los árabes. Alexis envió un mensaje diciendo que estaría de acuerdo en ayudar, siempre y cuando unos cientos de caballeros experimentados procedieran a ayudarle previamente a rechazar a los infieles. Pero recibió más de lo que esperaba, como veremos en un momento, en 1096.
Saltamos al 1 de agosto de 1096.
Tras subir a las murallas de Constantinopla, miramos al campo que rodeaba la ciudad y descubrimos que estaba cubierto de tropas: no caballeros vestidos con cotas de malla, sino un amasijo de campesinos vestidos con harapos.
—Es la cruzada popular —dije—. Mientras los soldados profesionales preparaban el itinerario de su marcha, un pequeño iluminado maloliente y flacucho llamado Pedro el Ermitaño reunió a un millar de pobres y granjeros y les condujo a través de Europa hasta Bizancio. Robaron y saquearon a lo largo de todo el camino, destruyeron la cosecha de media Europa y quemaron Belgrado a causa de una diferencia de opinión con los administradores bizantinos. Pero treinta mil de ellos han conseguido llegar hasta aquí.
—¿Cuál es Pedro el Ermitaño? —me preguntó el más turbulento de los miembros del grupo, una mujer de Des Moines llamada Marge Hefferin, cuarentona y bachiller.
Comprobé la hora.
—Le verá dentro de un minuto y medio. Alexis ha enviado a varios dignatarios para invitar a Pedro a la Corte. Quiere que Pedro y su banda se queden en Constantinopla hasta la llegada de los caballeros y los barones, pues los suyos se harían matar por los turcos si entrasen en Asia Menor sin escolta militar. ¡Miren: es Pedro!
Dos grandes personajes bizantinos excesivamente amanerados salieron de la multitud, reteniendo el aliento visiblemente y deseando, sin duda, taparse la nariz. Entre ellos avanzaba un hombre de mal aspecto, descalzo, vestido con harapos, sucio, con el mentón prominente, los ojos brillantes y el rostro enjuto.
—Pedro el Ermitaño —dije—. Va a reunirse con el emperador.
Saltamos tres días. La cruzada popular había entrado en la ciudad y hacía sufrir muchos daños a la ciudad de Alexis. Una buena parte de las casas estaba ardiendo. Diez cruzados se habían subido al techo de una de las iglesias para arrancar planchas de plomo con el fin de revenderlas. Una mujer bizantina de alta cuna salió de Santa Sofía y fue desnudada y violada ante nuestros ojos por algunos de los piadosos peregrinos guiados por Pedro.
—Alexis ha hecho una mala estimación dejando que la chusma penetre en la ciudad —dije—. Ahora intenta arreglar las cosas para llevarles al otro lado del Bósforo, ofreciéndoles pasaje gratuito hasta Asia. Empezarán a salir el 6 de abril. Los cruzados destruirán primero las colonias bizantinas instaladas al oeste de Asia Menor; luego, atacarán a los turcos y serán, prácticamente, exterminados. Si tenemos tiempo, les llevaré a 1097, al otro lado, para que vean las montañas de esqueletos que bordean el camino. Es todo lo que quedó de la gente de la Cruzada popular. Pero, mientras pasa todo esto, los profesionales están en marcha. Veámoslos.
Les expliqué a mis clientes que había cuatro ejércitos cruzados: el de Raymond de Toulouse, el del duque Robert de Normandía, el de Bohemundo y Tancredo y el de Godofredo de Bouillon, Eustaquio de Bolonia y Balduino de Lorena. Algunos de los viajeros ya sabían algo acera de las Cruzadas e inclinaron la cabeza al escuchar algunos nombres.