Saltamos a la última semana de 1096.
—Alexis —dije—, no ha olvidado la lección de la Cruzada popular. No cuenta con que 105 verdaderos cruzados se queden mucho tiempo en Constantinopla. Deben pasar todos ellos por Bizancio para dirigirse a Tierra Santa, pero les hará cruzar el Bósforo a toda prisa, y pedirá a sus jefes que le juren acatamiento antes de recibirles.
Vimos cómo el ejército de Godofredo de Bouillon plantaba sus tiendas ante los muros de Constantinopla. Observamos a los enviados ir de un lado para otro, a Alexis exigiendo el juramento de obediencia, a Godofredo negándose a aceptarlo. Cubrí hábilmente cuatro meses en menos de una hora, enseñando el modo en que la desconfianza y la hostilidad fueron creciendo entre los cristianos de la Cruzada y los cristianos de Bizancio, que tenían obligatoriamente que ayudar a la reconquista de Tierra Santa. Godofredo seguía en sus trece de no jurar obediencia; Alexis no sólo dejaba a los cruzados más allá de la murallas de Constantinopla, sino que bloqueó su campamento, esperando llevarles a un estado tal de hambruna que les obligase a partir; Balduino de Lorena empezó a asaltar las aldeas cercanas; Godofredo capturó un pelotón de soldados bizantinos y mató a todos ellos ante las murallas de la ciudad. El 2 de abril los cruzados plantaron sitio a Constantinopla.
—Podrán ver lo fácilmente que les rechazan los bizantinos —expliqué—. Tras perder la paciencia, Alexis lanzó a la batalla a sus tropas escogidas. Los cruzados, todavía desentrenados para combatir juntos, huyeron. El domingo de Pascua, Godofredo y Balduino se sometieron al juramento de obediencia a Alexis. Todo fue bien. El emperador dio un banquete en honor de los cruzados, en Constantinopla, y se apresuró a ayudarles a cruzar a la otra orilla del Bósforo. Sabe que nuevos cruzados llegarán en pocos días: el ejército de Bohemundo y Tancredo.
Marge Hefferin lanzó un apagado chillido al oír recitar aquellos nombres. Aquello debió alertarme.
Habíamos saltado al 10 de abril para ver la nueva hornada de cruzados. Millares de soldados acampaban de nuevo ante Constantinopla. Se pavoneaban vestidos de acero y simulaban combatir con espadas y mazas cuando se aburrían.
—¿Quién es Bohemundo? —preguntó Marge Hefferin.
Escruté el campamento.
—Aquél —repliqué.
—¡Oooh!
Era verdaderamente impresionante. Cerca de dos metros de altura, un verdadero gigante para su época; su cabeza y hombros estaban por encima de la concurrencia que le rodeaba. Hombros enormes, pecho enorme, cabellos muy cortos. De piel extrañamente blanca. Aspecto fanfarrón. Siniestro, rudo y salvaje.
Y mucho más astuto que los otros líderes guerreros. En lugar de querellarse con Alexis a causa del juramento de alianza, Bohemundo juró inmediatamente. Los juramentos, para él, no eran otra cosa que palabra, y habría sido una estupidez perder el tiempo discutiendo con los bizantinos cuando había imperios enteros que conquistar en Asia. Y Bohemundo no tardó en entrar en Constantinopla. Llevé a mis clientes a la puerta por la que debía penetrar en la ciudad para que pudieran verle de cerca. Grave error.
Llegaron los cruzados, avanzando sonoramente, de seis en fondo.
Cuando apareció Bohemundo, Marge Hefferin se escapó del grupo. Abrió la túnica y dejó a la vista sus enormes pechos blancos. Supongo que como propaganda.
Se lanzó hacia Bohemundo, gritando:
—¡Bohemundo, Bohemundo, te amo, te amo desde siempre! ¡Tómame! ¡Haz de mí tu esclava, amor mío!
… y cosas del mismo estilo.
Bohemundo se volvió y la miró con aspecto sorprendido. Creo que ver a una robusta mujer aullando medio desnuda y corriendo hacia él debió dejarle perplejo. Pero Marge ni siquiera consiguió acercarse a cinco metros del gigante.
Un caballero que se hallaba delante de Bohemundo, creyendo que se trataba, sin duda, de una tentativa de asesinato, sacó la daga y la plantó en medio de los dos pechos de Marge. El impacto detuvo la loca carrera y la mujer retrocedió tambaleante, frunciendo el ceño. La sangre manó entre sus labios. En el mismo momento en que caía, otro jinete le lanzó una estocada que a punto estuvo de partirla en dos por la cintura. Los intestinos cayeron en el suelo.
Todo aquello no llevó ni quince segundos. No tuve tiempo para hacer ni el más mínimo gesto. Me quedé allí, perplejo, sin darme cuenta de que mi carrera como Guía Temporal podría terminar allí mismo. Perder un turista es lo peor que le puede pasar a un Guía: es casi tan grave como cometer uno mismo un crimen temporal.
Debía actuar a toda prisa.
—¡Que nadie se mueva de aquí! —les dije a los turistas—. ¡Es una orden!
Era poco probable que desobedecieran. Se abrazaban unos a otros al borde de la histeria lloriqueando, vomitando y temblando. La impresión haría que se quedasen quietos durante unos minutos: más tiempo del que necesitaba.
Ajusté el crono para volver dos minutos en el pasado y salté.
Estuve de pronto al lado de mí mismo. Yo estaba allí con mis orejas enormes y todas mis cositas viendo a Bohemundo subir por la calle. Los turistas se apelotonaban a mi lado. Marge Hefferin, con el aliento entrecortado se levantó sobre la punta de los pies para ver mejor a su ídolo, dispuesta ya para abrirse la túnica.
Me coloqué detrás de ella.
En el momento en que iba a hacer el primer movimiento en dirección a la calle mis manos saltaron. Mi mano izquierda la agarró de las nalgas, la derecha por el pecho y le dije al oído:
—Quédese tranquila o lo lamentará.
Se retorció para soltarse. Mis dedos se hundieron más profundamente en la carne de su agitada grupa y la agarraron con firmeza. Volvió la cabeza para ver quién la atacaba y vio que era yo; miró con sorpresa a mi otro yo unos cuantos pasos a su izquierda. Dejó de debatirse. Le murmuré de nuevo que se quedase tranquila, y Bohemundo pasó a nuestro lado y se perdió al fin de vista.
La solté y reajusté el crono para saltar en la línea sesenta segundos.
En total estuve lejos de los clientes menos de un minuto. Esperaba encontrarlos vomitando junto al cuerpo ensangrentado de Marge Hefferin. Pero mi corrección había sido un éxito. No había ningún cadáver en el suelo y las vísceras no habían sido aplastadas por las botas de los cruzados que desfilaban por la calle. Marge estaba junto a los otros miembros del grupo sacudiendo la cabeza con total incomprensión sin dejar de rascarse la retaguardia. Su túnica estaba todavía abierta y pude ver las marcas rojas de mis dedos en el suave globo de su pecho derecho.
¿Se habría dado cuenta alguno de ellos de lo que había pasado? No. No. Ni el menor recuerdo. Mis turistas no habían padecido la paradoja del Desplazamiento Transitorio, pues no habían saltado hacia atrás como hice yo; así que yo era el único en recordar lo que ya no existía en su mente, era el único que podía recordar claramente el sangriento suceso que me ocupé en transformar en un no-suceso.
—¡Descendemos por la línea! —aullé, y les llevé a todos ellos a 1098.
La calle estaba tranquila. Los cruzados habían partido mucho tiempo antes y se encontraban por aquel entonces en Siria, asediando Antioquía. Era el crepúsculo de un pesado día de verano, y nuestra súbita llegada no tuvo testigos.
Marge fue la única en darse cuenta de que había ocurrido algo extraño; los otros no vieron nada peculiar, pero ella sabía perfectamente que un segundo Jud Elliott se materializó a sus espaldas y le impidió precipitarse a la calle.
—¿Qué pretendía hacer, por amor de Dios? —le pregunté—. Iba a cruzar la calle para lanzarse ante Bohemundo, ¿verdad?
—No podía refrenarme. Tenía que hacerlo. Siempre he amado a Bohemundo, ¿lo entiende? Era mi héroe, mi dios… he leído todo lo que se ha escrito sobre él. Al verle allí, delante de mí…