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—Déjeme que le cuente lo que ha pasado de verdad —le dije.

Y le expliqué el modo en que fue asesinada. Luego le expliqué cómo reajusté el pasado, cómo hice pasar el episodio de su muerte a una línea paralela.

—Me gustaría que supiera, además —añadí—, que la única razón por la que no está usted muerta es porque quiero conservar mi trabajo. Habría sido de muy mal efecto que un Guía no pudiera controlar a sus clientes. De otro modo, me encantaría que siguiera usted hecha pedazos. ¿No le han dicho un millón de veces que no debe dejarse ver nunca?

Le pedí que olvidara lo que había hecho por ella: nunca había cambiado los hechos para salvarle la vida.

—La siguiente vez que me desobedezca… —advertí.

Iba a decirle que la cogería entre las manos y haría con ella una cinta de Moebius. Pero me di cuenta a tiempo de que un Guía no puede hablar así con los clientes, fuera cual fuese la falta cometida.

—… pondré fin a su viaje y la devolveré al tiempo actual, ¿entendido?

—No volveré a desobedecerle —murmuró— Lo juro. Ahora que me ha contado todo eso, casi puedo sentir la daga que me atraviesa…

—Eso no ha pasado nunca.

—Eso no ha pasado nunca —dijo sin creérselo.

—Ponga algo más de convicción. Eso no ha pasado nunca.

—Eso no ha pasado nunca —repitió—. ¡Pero casi puedo sentirla!

38

Pasamos toda aquella noche de 1098 en un albergue. Me sentía fatigado y un poco tenso después de tan delicado trabajo y decidí saltar hasta 1105 durante el sueño de mis clientes para acercarme a casa de Metaxas. No sabía siquiera si estaría en la villa, pero valía la pena intentarlo. Tenía verdadera necesidad de tranquilizarme.

Calculé las fechas cuidadosamente.

Las últimas vacaciones de Metaxas empezaron a principios de 2059 y saltó hacia allí a mediados de agosto de 1105. Pensé que pasaría en el pasado de diez a doce días. Tenía que estar de vuelta para finales de noviembre de 2059; a continuación, suponiendo que se fuera de gira durante dos semanas, debería volver a la villa sobre el 15 de septiembre de 1105.

Preferí no correr riesgos y descendí el 20 de septiembre.

Debía encontrar un modo de llegar a la villa.

Es una de las cosas más raras de la era del Efecto Benchley: me era más fácil saltar siete años en la línea temporal que recorrer unos pocos kilómetros por la campiña bizantina. Pero era un problema. No tenía un carro a mano y no podía llamar a un taxi del siglo XII.

¿Andar? ¡Qué idea más ridícula!

Pensé dirigirme al albergue más cercano y hacer tintinear unos cuantos besantes ante los carreteros independientes, hasta encontrar uno que me quisiera acercar a casa de Metaxas; justo entonces oí una voz familiar:

—¡Herr Guía Elliott! ¡Herr Guía Elliott!

Me volví. El profesor agregado Speer.

—¡Gutentag, Herr Guía Elliott! —dijo el profesor agregado Speer.

Guten

Me callé, frunciendo el ceño, y le saludé de un modo más bizantino. Sonrió indulgentemente al ver cómo me acomodaba a las reglas.

—He hecho una visita muy fructífera —me dijo. Desde la última vez que nos vimos, he encontrado el Tamiras de Sófocles y la Melanippe de Eurípides y una parte de lo que creo que sea el Arquelao de Eurípides. Además, el texto de una obra que pretende ser el Helios de Esquilo, del que no hay referencia alguna en los archivos. Quizá sea un apócrifo, o un nuevo descubrimiento; leyéndolo, lo averiguaré. Una buena visita, ¿verdad, Herr Guía?

—Espléndida —respondí.

—Y, ahora, me vuelvo a la villa de nuestro amigo Metaxas, en cuanto acabe de comprar un par de cosillas. ¿Quiere acompañarme?

—¿Va rodando? —pregunté.

—¿Was meinen Sie mit “rodando”?

—Transporte. Carro.

¡Naturlich! Ahí fuera. Me espera un carro mit einem conductor de casa de Metaxas.

—¡Sorprendente! —dije—. Termine de comprar y volveremos juntos a casa de Metaxas, ¿de acuerdo?

La tienda se veía sombría y parecía perfumada. Había mercancías diversas en toneles, frascos, sacos y cajas: aceitunas, nueces, dátiles, higos, pasas, pistachos, quesos y especias de diversas clases. Speer, que aparentemente hacía la compra para el chef de Metaxas, eligió algunos productos y tendió una bolsa llena de besantes para pagar. Mientras tanto, una carroza muy elegante se detuvo ante la tienda y tres personas descendieron de ella para entrar en el almacén. Una de ellas era una joven esclava —cuya misión, evidentemente, consistía en transportar las mercancías al carro—. La segunda era una mujer madura sencillamente vestida —supuse que una dueña; el tipo de dragón que acompañaba a las mujeres bizantinas cuando salían de paseo. La tercera persona era una mujer de alto rango que daba una vuelta por la ciudad.

Era extraordinariamente bella.

Supe en el acto que no tendría más de diecisiete años. Tenía la belleza serena y libre de los mediterráneos; sus grandes ojos eran negros y brillantes, rodeados de largas pestañas; el color de su tez, oliváceo, de labios sensuales y nariz aquilina; su actitud era elegante y aristocrática. Los ropajes de seda blanca revelaban los contornos de sus senos altos y generosos, de sus caderas, de sus voluptuosas nalgas. Representaba a todas las mujeres que había deseado unidas en un solo cuerpo ideal.

La estudié sin escrúpulos.

Me devolvió la mirada. Sin la menor turbación.

Nuestros ojos se encontraron y una poderosa corriente de energía pasó entre nosotros haciéndome temblar cuando penetró en mí. Sonrió levantando ligeramente el lado izquierdo de la boca, encogiendo suavemente los labios y descubriendo dos dientes brillantes. Era una sonrisa que invitaba. Una sonrisa llena de deseo.

Me hizo una señal apenas perceptible con la cabeza.

A continuación se volvió, y señalando los estantes pidió esto y aquello, y aquello de más allá, y no dejé de mirarla hasta que la dueña, tras detectar mis miradas, me regaló una terrible imagen de su advertencia.

—Vamos —dijo Speer impaciente—. El carro espera…

—Que espere un poco más.

Le hice esperar en la tienda hasta que las tres mujeres terminaron las compras. Las miré mientras se iban, con los ojos clavados en el delicioso balanceo de las caderas envueltas en seda de mi adorada. Me lancé contra el tendero y le agarré de la muñeca ladrando:

—¡Esa mujer! ¿Cuál es su nombre?

—Mi señor yo… es…

Puse una moneda en el mostrador.

—¡Su nombre!

—Es Pulcheria Ducas —resopló el hombre—. La esposa del célebre León Ducas que…

Lancé un rugido y salí corriendo de la tienda.

Su carroza se alejaba en dirección al Cuerno de Oro.

Speer se reunió conmigo.

—¿Está usted bien, Herr Guía Elliott?

—Estoy tan enfermo como un cerdo —refunfuñé—. Pulcheria Ducas… era Pulcheria Ducas…

—¿Y qué?

—La amo Speer ¿puede entenderlo?

—La carroza está lista —dijo impasible.

—No tiene importancia. No voy con usted. Salude a Metaxas en mi nombre.

Descendí corriendo por la calle, angustiado, sin objetivo preciso, con la mente y el sexo inflamados por la imagen de Pulcheria. Temblaba. El sudor me empapaba. Me sentía sofocado. Llegué finalmente junto a la pared de una iglesia y apreté la mejilla contra la fría piedra, luego, toqué el crono para reunirme con los turistas a los que dejé dormidos en 1098.