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Se dio cuenta.

—¿Quieres irte y encontrarte con otro Metaxas? —me preguntó.

—No. Así vale. Creo que aguantaré.

Su rostro era una máscara inmóvil. Seguía las reglas; en ningún caso, ni por la inflexión de su voz ni por la expresión de sus facciones, debía reaccionar a mis palabras en modo alguno que pudiera dejarme adivinar lo más mínimo de mi futuro.

—Me dijiste una vez que me ayudarías a conocer a la emperatriz Teodora.

—Sí, lo recuerdo.

—En ese caso, ha llegado la ocasión de que cumplas tu promesa. Quiero probar.

—No hay problema —me dijo Metaxas—. Remontemos a 535. Justiniano está muy atareado con la construcción de Santa Sofía. Teodora estará disponible.

—¿Será fácil?

—Muy fácil —replicó.

Saltamos. Envueltos en una fresca jornada de 535, me dirigí en compañía de Metaxas al Gran Palacio, donde buscó y encontró a un gordo eunuco, llamado Anastasio, con el que mantuvo una larga y animada conversación. Anastasio era, naturalmente, el ojeador principal de la emperatriz durante aquel año, y tenía por misión buscar uno o dos jóvenes por noche para ella. La conversación se desarrolló en voz baja, puntuada por irritadas exclamaciones, aunque, por lo que llegué a comprender, Anastasio me proponía pasar una hora con Teodora cuando Metaxas pretendía que me pasase la noche completa. Aquello me puso un poco nervioso. Yo era bastante viril, es cierto, ¿pero sería capaz de satisfacer hasta el alba a una de las ninfómanas más célebres de la historia? Intenté hacerle a Metaxas una seña para que aceptase cualquier oferta menos grandiosa, pero él insistió, y Anastasio, finalmente, aceptó que pasara cuatro horas con la emperatriz.

—Si está cualificado —agregó.

El examen de cualificación me fue administrado por una feroz doncella llamada Photia, una de las servidoras de la emperatriz, Anastasio nos vio follar con aspecto contento; Metaxas, al menos, tuvo el buen gusto de dejar la alcoba. Supongo que para Anastasio, mirar era su modo de pasar un rato entretenido.

Photia tenía el cabello negro, los labios delgados, el pecho generoso y un apetito voraz. ¿Ha visto alguna vez cómo una estrella de mar devora una ostra? ¿No? Bueno, puede imaginárselo de algún modo. Photia era una estrella marina del sexo. La succión era fantástica, Me quedé con ella, conseguí domarla y le provoqué el orgasmo. Y supongo que todavía me quedarían reservas por algún lado, pues Anastasio me dio el aprobado y anotó mi cita con Teodora. Cuatro horas.

Le di las gracias a Metaxas y se marchó a reunirse con su grupo en 610.

Anastasio se encargó de mí. Me bañaron, me peinaron, me restregaron bien y me pidieron que tragase una poción amarga y pastosa que afirmaron era un afrodisíaco. Una hora antes de la medianoche, me metieron en la habitación de la emperatriz Teodora.

Cleopatra… Dalila… Harlow… Lucrecia Borgia… Teodora…

¿Había existido alguna de ellas? ¿Era cierta su legendaria voracidad? Judson Daniel Elliott III, ¿podrá realmente mantener el tipo ante el lecho de la depravada emperatriz?

Me sabía todas las historias que Procopio hacía correr al particular. Las orgías en las cenas de Estado. Las exhibiciones en el teatro. Los embarazos repetidos e ilegítimos, y los anuales abortos. Los amigos y amantes traicionados y torturados. Hacía que les cortasen las orejas, o la nariz, los testículos, el pene, los miembros o los labios a los que no la complacieron. Ofrecía en el altar de Afrodita todos los orificios de su cuerpo. Si una sola de cada diez historias era verdad, su bajeza no tenía igual.

Tenía la piel clara, los senos firmes, la cintura delgada y era extrañamente baja; la punta de su cabeza apenas me llegaba por el pecho. Su piel brillaba a causa del perfume, pero yo podía percibir el aroma de su carne. Sus ojos se mostraban feroces, fríos, duros y ligeramente estrábicos: ojos de ninfómana.

No me preguntó el nombre. Me ordenó que me desvistiera, me inspeccionó y asintió con la cabeza. Una joven nos acercó un ánfora llena de un vino tinto y pesado. Bebimos mucho; Teodora, a continuación, se frotó lo que quedaba sobre el cuerpo, de la cabeza a los pies.

—Lame —ordenó.

Obedecí. Y obedecí igualmente a sus otras órdenes. Sus gustos eran notablemente variados, y satisfice casi todos ellos durante las cuatro horas. No fueron, quizá, las cuatro horas más locas de mi vida, pero estuvieron a punto de serlo. Sin embargo, su juego me provocó cierto rechazo. Se detectaba algo mecánico y vacío en el modo en que Teodora mostraba esto, luego aquello, para que me ocupase de saciarla. Era como si la emperatriz representase una escena que interpretaba desde siempre.

Fue intenso, pero no agotador. Quiero decir que esperaba algo más, en cierto sentido, al acostarme con una de las más célebres pecadoras de la Historia.

Cuando yo contaba con catorce años, un anciano que me enseñó muchas cosas acerca de por qué da vueltas el mundo, declaró:

—Muchacho, cuando te has tirado a una tía, te las has tirado a todas.

Pese a que en aquella época yo acababa de perder la virginidad, me atreví a refutar la afirmación. Sigo refutándola, en cierta medida, pero cada año que pasa lo hago menos. Las mujeres varían: su cuerpo, su pasión, su técnica, su modo de enfocar el asunto. Pero me acababa de acostar con la emperatriz de Bizancio: con Teodora en persona. Después de lo que pasó con Teodora, empiezo a pensar que el viejo tenía razón. Cuando uno se ha tirado a una tía, se las ha tirado a todas.

42

Volví a Estambul y me presenté en el despacho para servir de Guía durante dos semanas a un grupo de ocho turistas.

Ni la peste negra ni Teodora pudieron disminuir la pasión que sentía por Pulcheria Ducas. Esperaba liberarme de aquella peligrosa obsesión volviendo al trabajo.

El grupo estaba compuesto por las siguientes personas:

J. Frederick Gostaman, de Biloxi, Mississippi, vendedor al por menor de productos farmacéuticos y órganos transplantables, acompañado por su esposa, Louise, su hija Palmira, de dieciséis años, y su hijo Bilbo, de catorce años.

Conrad Sauerabend, de Saint Louis, Missouri, agente de cambio que viajaba solo.

La señorita Hester Pistil; de Brooklyn, Nueva York, joven institutriz.

Leopold Haggins, de San Petersburgo, Florida, ex fabricante de corazones artificiales, y su esposa Cristal.

Resumiendo, la banda habitual de vagos hiperricos y supereducados. Sauerabend, alto, mofletudo y maleducado, detestó a Gostaman en el acto, mofletudo y jovial, a causa de que este último hizo una divertida observación sobre el modo en que Sauerabend miraba el escote de su hija durante una de las sesiones de preparación. Creo que Gostaman bromeaba, pero Sauerabend se ruborizó y se irritó, y Palmira, lo bastante subdesarrollada a sus dieciséis años como para aparentar trece, salió llorando de la habitación. Arreglé las cosas, pero Sauerabend siguió lanzando homicidas miradas al pobre Gostaman. La señorita Pistil, institutriz, una rubia de ojos inexpresivos y voluminosa grupa, mantenía una actitud que procuraba ser simultáneamente tensa y lánguida. En cuanto nos vimos, me demostró claramente que era una de esas chicas que hacen los viajes sólo para tirarse a los Guías; aunque no hubiera tenido la mente dedicada en exclusiva a Pulcheria, creo que no habría aprovechado su disponibilidad; de cualquier modo, tal y como estaban las cosas, no tenía en mente la idea de empezar a explorar la pelvis de la señorita Pistil. No pasaba lo mismo con Bilbo Gostaman, tan elegante que llevaba pantalón con bragueta (si pueden relanzar la moda de los corpiños cretenses, ¿por qué no la de las braguetas?), que metió la mano bajo la falda de la señorita Pistil en la segunda clase. Él pensaba hacerlo discretamente, pero le descubrí, lo mismo que el viejo Gostaman, que se llenó de orgullo paternal, y la señora Haggins, que se sintió especialmente impresionada. La señorita Pistil pareció excitada y se agitó ligeramente para ofrecer a Bilbo una posición más ventajosa. Mientras pasaba todo esto, el señor Leopold Haggins, que tenía ochenta y cinco años y muchas arrugas, lanzaba ojeadas llenas de esperanza hacia la señora Louise Gostaman, algo así como una plácida matrona, que pasó la mayor parte del viaje rechazando los febriles asaltos del viejo verde. ¡Hágase una idea del ambiente!