Nos quedamos en un rincón de la pared, tranquilos. Dos vacilantes velas nos iluminaban. Ella tenia el rostro encarnado y parecía excitada, agitada; sus senos se alzaban y leves gotas de sudor perlaron sus labios. Nunca antes había visto tal belleza.
—Mirad —me dijo—. León se duerme. Le gusta el vino más que cualquier otra cosa.
—Debe amar la belleza —declaré—. Teniéndola tan cerca.
—¡Adulador!
—No, intento expresar la verdad.
—No lo conseguís —me replicó—. ¿Quién sois?
—Markezinis de Epira, primo de Metaxas.
—Eso no dice mucho. Lo que quiero saber es lo que veníais a hacer en Constantinopla.
Inspiré profundamente.
—Encontrarme con mi destino y reunirme con la que debo hallar, aquella a quien amo.
La frase la emocionó. Las chicas de diecisiete años son muy sensibles a este tipo de cosas, incluso en Bizancio, donde las niñas son muy precoces y se casan a los doce años. Llámeme lo que quiera.
Pulcheria dijo algo en voz muy baja, cruzó castamente los brazos ante el pecho y tembló. Creí que sus pupilas se dilataban durante un instante.
—Imposible —dijo.
—Nada es imposible.
—Mi marido…
—Dormido —repliqué—. Esta noche… bajo este mismo techo…
—No. No podemos.
—Queréis luchar con el destino, Pulcheria.
—¡Jorge!
—Hay algo que nos une… un haz que cruza el tiempo…
—¡Sí, Jorge!
¡Calma tátara-tátara-multi-tátara-nieto, no hables demasiado! Decir que vienes del futuro es un crimen temporal.
—Estaba escrito —murmuré—. ¡Así debe ser!
—¡Sí! ¡Sí!
—Esta noche.
—Sí, esta noche.
—Aquí mismo.
—Aquí mismo —repitió Pulcheria.
—Pronto.
—Cuando los invitados se hayan ido y León se haya acostado os esconderé en una habitación segura; luego iré a buscaros.
—Sabíais que esto ocurriría —dije— desde el día en que nos encontramos en la tienda.
—Sí. Lo supe allí mismo. ¿Qué sortilegio me arrojasteis?
—Ninguno, Pulcheria. El sortilegio nos guía a los dos. Nos conduce el uno hacia el otro, prepara este instante, desvía nuestros caminos del destino para favorecer nuestro encuentro, turba los límites del tiempo…
—Habláis de un modo tan extraño, Jorge. Tan bien… ¡Debéis ser un poeta!
—Quizá.
—En dos horas estaréis conmigo.
—Y vos conmigo —respondí.
—Y para siempre.
Me estremecí al pensar en el juramento que hizo el Patrullero Temporal.
—Para siempre, Pulcheria.
47
Ella fue a buscar a un sirviente, diciéndole que el joven de Epira había bebido demasiado y quería descansar en una de las habitaciones de invitados. Aparenté estar lo suficientemente borracho. Metaxas se encontró conmigo y me deseó lo mejor. Luego hubo una procesión de velas a través del laberinto del palacio de los Ducas y me llevaron hasta una lejana habitación. Por todo mobiliario se veía una cama baja; como adorno un mosaico rectangular en el centro del suelo. La única ventanuca dejaba pasar un solitario rayo de luna. El servidor me llevó un cuenco de agua, me deseó buenas noches y me dejó solo.
Esperé un millón de años.
Lejanos rumores alegres flotaron hasta mí. Pulcheria no llegaba.
Sólo es un juego, pensé. Una farsa. La joven pero distinguida señora se divierte a costa del primo del pueblo. Me dejará aquí esperando hasta mañana, solo, hasta que mande a alguien con el desayuno y me acompañe luego a la salida. Quizá le diga a una de sus esclavas que se reúna conmigo fingiendo ser ella. O quizá me envíe a una vieja desdentada mientras los invitados me espían por agujeros camuflados en la pared.
Pensé huir un millar de veces. Tocar el crono y descender hasta 1204, donde Conrad Sauerabend, Palmira Gostaman, los señores Haggins y mis otros turistas estaban dormidos y sin protección.
¿Partir? ¿En aquel preciso instante? ¿Una vez llegado tan lejos? ¿Qué pensaría Metaxas al descubrir que me había rajado?
Me acordé de mi gurú, Sam el negro, preguntándome:
—Si tuvieras una oportunidad de realizar tu más querido deseo ¿la aprovecharías?
Mi más querido deseo era Pulcheria; ya lo sabía.
Me acordé de Sam Spade diciéndome:
—Eres un perdedor. Y los perdedores eligen infaliblemente la peor solución.
¡Basta tátara-tátara-multi-tátara-nieto! ¡Lárgate antes de que tu lasciva antepasada te ofrezca su perfumado sexo!
Me acordé de Emily, la genetista que predecía el porvenir, gritándome con voz aguda:
—¡Desconfía del amor en Bizancio! ¡Desconfía! ¡Desconfía! Me había enamorado. En Bizancio.
Me levanté y fui de un lado a otro por la habitación un millar de veces; me acerqué a la puerta, escuchando las risas y las lejanas canciones, me quité toda la ropa, doblándola cuidadosamente antes de ponerla en el suelo junto a la cama. Me quedé desnudo, sólo con el crono, y pensé quitármelo también. ¿Qué diría Pulcheria al ver aquel cinturón de plástico alrededor de mi cintura? ¿Cómo podría explicárselo?
Me quité también el crono, separándome de él por primera vez desde el principio de mi carrera. Me sentí presa de un verdadero terror. Me sentía más que desnudo sin él. Sin el crono ciñéndome los riñones, era, como todo el mundo, esclavo del tiempo. No tenía modo alguno de escapar a toda prisa. Si Pulcheria tenía en mente algún juego cruel y me pillaba sin el crono, sería mi fin.
Me lo volví a colocar apresuradamente.
Me lavé meticulosamente, por todas partes, preparándome para recibir a Pulcheria. Y me quedé desnudo junto a la cama durante otros mil millones de años. Pensé con ansiedad en los pechos abultados y morenos de Pulcheria, en la dulzura de su piel en el interior de los muslos. Mi virilidad se despertó, alcanzando tales proporciones que me sentí tan orgulloso como turbado.
No quería que Pulcheria entrase y me descubriera en aquel trance, de pie, junto a la cama, y con aquel árbol de carne entre las piernas: recibirla así sería brutal, demasiado directo. Mi aspecto era semejante al de un trípode invertido. Me volví a vestir apresuradamente, me sentía como un idiota. Y esperé otro millón de años. Vi las primeras luces de la aurora mezclarse con la claridad de la luna por la grieta de la ventana.
Después, la puerta se abrió y Pulcheria entró en la habitación. Echó el cerrojo.
Se había quitado el maquillaje y las joyas, todas a excepción de un pequeño collar de oro, y cambiado el traje de seda de noche por un ligero camisón de tul. Pese a la semioscuridad, vi que, bajo él, iba desnuda; las curvas de su cuerpo casi me volvieron loco. Se deslizó hacia mí.
La tomé entre mis brazos e intenté besarla. No sabía besar. La posición que había que adoptar para el boca a boca le resultaba totalmente desconocida. Tuve que enseñársela. Le incliné suavemente la cabeza y ella me sonrió, sorprendida pero conforme. Nuestros labios se tocaron. Deslicé la lengua hacia adelante.
Pulcheria se estremeció y apretó su cuerpo contra el mío. Comprendió apresuradamente la teoría de lo que pasaba.
Mis manos bajaron por sus hombros. Le quité el camisón; ella no dejó de temblar mientras la desvestía.
Conté sus senos: dos. Pezones de color rojo oscuro. Medí sus nalgas con las manos abiertas. Una buena medida. Hice correr los dedos por sus muslos. Excelentes muslos. Admiré los dos profundos hoyuelos de su espalda.