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Ella era tan tímida como voluptuosa, una soberbia combinación.

Cuando me desvestí, vio el crono y lo tocó, tirando de él suavemente, pero sin hacer preguntas; deslizó las manos más abajo. Nos tendimos en la cama.

Sabe, el sexo es realmente algo ridículo. Quiero decir el acto sexual, el acto físico. Lo que llamaban hacer el amor, en las novelas del siglo XX; lo que se llama “dormir juntos”. Fíjese cuántos esfuerzos literarios para describir los movimiento de un polvo. ¿A qué nos lleva todo esto?

Tome esa cosa parecida a una pica de carne rígida y métala en esa raja lubricada, frótela de atrás para adelante hasta obtener la carga necesaria capaz de producir una descarga. Como prender un fuego frotando dos palitos. No es nada mágico: colocar el punzón A en la marca B. Frotar hasta que se termine.

Mire el acto y vea lo estúpido que es. Las nalgas que suben y bajan, las piernas que se agitan, los sofocados jadeos, los va y viene… ¿hay algo más idiota que este acto tan básico de las relaciones humanas?

Evidentemente, no. Así que, ¿por qué tan agitadas relaciones con Pulcheria me parecían tan importantes a mí? (Y quizá también a ella.).

Mi teoría es que el significado real del sexo, en el buen sentido del término, es simbólico. No es solamente el hecho de estremecerse brevemente de “placer” durante los movimientos del acto. Después de todo, el mismo placer es posible sin compañera, aunque no sea lo mismo, ¿verdad?

No. El sexo es algo más que una contracción de los riñones; es la celebración de una unión espiritual, de una confianza mutua. Cada uno de nosotros le dice al otro en la cama: me ofrezco a ti con la esperanza de que me des placer; por mi parte, intentaré darte placer. A eso lo llamas contrato social. El temblor es fruto del contrato, no del placer, que es tan sólo su aplicación.

Uno dice también: mira, éste es mi cuerpo desnudo, con todas sus imperfecciones, y lo expongo ante ti con toda confianza, sabiendo que no te burlarás de él. Y dice: acepto este íntimo contacto contigo, aun a sabiendas que podrías transmitirme alguna horrible enfermedad. Acepto correr el riesgo, porque eres tú. Y la mujer se dice, al menos hasta el siglo XIX o comienzos del XX: me abro a ti sabiendo que puede haber todo tipo de consecuencias biológicas dentro de nueve meses.

Todas estas cosas son mucho más vitales que los breves momentos de placer. Por eso los instrumentos de masturbación mecánica nunca han suplantado al sexo, ni lo reemplazarán nunca.

Lo que se produjo entre Pulcheria Ducas y un servidor, aquella bizantina mañana de 1205, fue una relación mucho más importante que la que mantuve con la emperatriz Teodora medio milenio antes, y más importante que todas las relaciones que mantuve con un buen número de chicas un milenio después. Aproximadamente, eché en Teodora los mismos pocos centímetros cúbicos de líquido que en Pulcheria y en las otras mujeres; pero con Pulcheria fue diferente. Con Pulcheria, nuestro orgasmo no fue más que el sello simbólico de algo más grande. Para mí, Pulcheria era la encarnación de la gracia y la belleza, y la rapidez con la que ella aceptó lo que pasaba hizo de mí un emperador de más talla que Alexis; mi eyaculación y su orgasmo no tuvieron apenas importancia. Nada, comparados con el hecho de que nos habíamos enamorado, compartiendo nuestra confianza, nuestra fe y nuestro deseo. Ese es el centro de mi filosofía. Soy un romántico desnudo. La anterior es la profunda conclusión que he podido extraer de todas mis experiencias; el sexo con amor es mejor que el sexo sin amor. Q.E.P.D. También puedo demostrar, si quieren, que es mucho mejor estar sano que enfermo, tener dinero a ser pobre. Mi atracción por el pensamiento abstracto carece de límites.

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Sin embargo, aunque habíamos demostrado hasta la saciedad este punto de vista filosófico, lo demostramos nuevamente media hora más tarde. La repetición es el mejor camino hacia la comprensión.

A continuación, nos quedamos tendidos uno al lado del otro, cubiertos de sudor. Era el momento de sacar unos porros para compartir algún tipo de comunión diferente, pero aquello, evidentemente, resultaba imposible. Lo eché en falta.

—En el sitio de donde vienes, ¿es muy diferente? —me preguntó Pulcheria—. Me gustaría saber si la gente se comporta de un modo distinto, si se visten de otra forma, de qué habla.

—Muy diferente.

—Te veo como alguien totalmente desconocido, Jorge. Incluso por el modo en que me poseíste en la cama. Naturalmente, no soy muy experta en estas cosas, como te habrás supuesto. León y tú sois los únicos hombres a quienes he conocido.

—¿En serio? —Sus ojos brillaron.

—¿No pensarás que soy una casquivana?

—¡Oh!, claro que no, pero… —Yo tartamudeaba—. En mi país —añadí desesperadamente—, una chica puede tener muchos hombres antes de casarse. Nadie protesta. Es la costumbre.

—Aquí no. Nosotras siempre estamos muy bien protegidas. Me casé a los doce años; aquello no me dio tiempo a muchas libertades. —Pulcheria frunció el ceño, se incorporó y se inclinó hacia mí para mirarme a los ojos. Sus senos se balanceaban agradablemente ante mi rostro—. Las mujeres de tu país, ¿son de verdad tan libres como dices?

—Sí, Pulcheria, es la verdad.

—¡Pero sois bizantinos ! ¡No sois bárbaros del norte! ¿Cómo les permitís tener tantos hombres?

—Es nuestra costumbre —respondí sin más.

—Quizá no vengas de Epira —sugirió—. Quizá vengas de alguna región más lejana. Te lo repito, Jorge, me pareces muy extraño.

—No me llames Jorge. Llámame Jud —pedí audazmente.

—¿Jud?

—Jud.

—¿Por qué quieres que te llame así?

—Porque es mi nombre más íntimo. Mi verdadero nombre, el que más siento. Jorge no es más que… bueno, un nombre que empleo.

—Jud. Jud. Nunca había oído ese nombre. ¡Vienes de un país muy extraño! ¡Muchísimo!

Sonreí ambiguamente.

—Te amo —dije, mordisqueándole los pezones para cambiar de tema.

—Tan extraño —murmuró mi amada—. Tan diferente. Y, sin embargo, me sentí atraída hacia ti desde el primer momento. ¿Sabes?, a menudo he soñado con ser tan libertina como ahora, pero nunca me atreví. Oh, recibí proposiciones, docenas de proposiciones, pero ninguna me parecía lo suficientemente atractiva como para correr el riesgo. Y, cuando te vi, sentí en mi interior ese fuego… ese deseo. ¿Por qué? Dime por qué. No eres ni más ni menos atractivo que el resto de los hombres a quien me hubiera podido entregar, y, sin embargo, te he preferido a ti. ¿Por qué?

—El destino —respondí—, como te he dicho antes. Una fuerza irresistible que nos lleva el uno hacia el otro a través de…

…los siglos…

—…los mares —acabé con un murmullo.

—¿Volverás a verme? —me preguntó.

—Muy a menudo.

—Encontraré el modo para que nos veamos. León nunca sabrá nada. Se pasa mucho tiempo en el banco (ya sabes que es uno de los directores) y con el emperador y en otras muchas actividades… Apenas me presta atención. Sólo soy un juguete entre todas sus posesiones. Nos encontraremos, Jud, y conoceremos el placer juntos muy a menudo y —sus negros ojos se iluminaron— quizá me des un hijo.

Sentí que los cielos se abrían y que sus rayos llovían sobre mí.

—Cinco años de matrimonio sin hijos —continuó Pulcheria—. No lo comprendo. Quizá, al principio, yo era demasiado joven; demasiado joven; pero ahora, tampoco nada. Dame un hijo, Jud. León te quedará agradecido… quiero decir que se pondrá muy contento, pensará que es suyo; incluso te pareces a los Ducas; sobre todo, en los ojos; no habrá problema. ¿Crees que esta noche habremos hecho un niño?