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—No —contesté.

—¿No? ¿Cómo estás tan seguro?

—Lo sé —dije.

Acaricié su cuerpo sedoso. ¡Deja que pasen veinte días sin que tome las píldoras y plantaré en ti todos los hijos que quieras, Pulcheria! Y montaré tal lío en la trama del tiempo que nadie podrá eliminarlo. ¿Ser mi propio tátara-tátara-multi-tátara-abuelo? ¿Salir de mí mismo? ¿Curvar el tiempo sobre sí mismo para conseguir alcanzar la vida? No. Nunca funcionaría. Le daría mi amor a Pulcheria, pero evitaría dejarla embarazada.

—Se acerca el alba —susurré.

—Lo mejor será que te vayas. ¿Dónde puedo enviarte algún mensaje?

—A casa de Metaxas.

—Bien. Nos veremos dentro de dos días, ¿de acuerdo? Lo arreglaré todo.

—Soy tuyo, Pulcheria; se hará como tú quieras.

—Dentro de dos días. Pero ahora tienes que irte. Te enseñaré la salida.

—Demasiado arriesgado. Los servidores podrían extrañarse. Vuelve a tu habitación, Pulcheria. Encontraré yo solo la salida.

—¡Es imposible!

—Conozco el camino.

—¿De verdad?

—Te lo juro —concluí.

Ella necesitaba un poco más de seguridad, pero conseguí persuadirla para que evitase el riesgo de que la vieran conducirme a las puertas del palacio. Nos besamos por última vez; ella se volvió a poner el camisón. La tomé entre los brazos y la estreché contra mí, luego la solté y me dejó. Conté sesenta segundos. Luego ajusté el crono y remonté por la línea seis horas. La velada estaba muy avanzada. Atravesé el palacio con aire desenvuelto, evitando la habitación en que se encontraba mi otro yo —un poco más joven y sin conocer aun el maravilloso cuerpo de Pulcheria— conversando con el emperador Alexis. Salí del palacio de los Ducas sin hacerme notar. Fuera, en la oscuridad, me detuve junto a la muralla que bordeaba el Cuerno de Oro y salté a 1204. Me dirigí a toda prisa hacia el albergue en que dejé dormidos a mis clientes. Llegué menos de tres minutos después de salir; me parecía muy lejano. Todo iba bien. Pasé una noche de pasión, me libré el alma de sus tormentos y estaba de nuevo en el trabajo, lleno de buenas intenciones. Verifiqué las camas.

El señor y la señora Haggins, sí.

El señor y la señora Gostaman, sí.

La señorita Pistil y Bilbo, sí.

Palmira Gostaman, sí.

Conrad Sauerabend, ¿sí? ¡No!

Conrad Sauerabend…

Conrad Sauerabend no estaba. No estaba allí. Su cama estaba vacía. Durante tres minutos de ausencia, Sauerabend se escapó.

Pero, ¿a dónde?

Sentí los primeros escalofríos.

49

¡Calma! ¡Calma! ¡Mantén la cama! Habrá ido a mear, sencillamente. Volverá. Artículo primero: Un Guía debe saber en todo momento dónde se encuentran los turistas a su cargo. La pena por no cumplir…

Encendí una antorcha en el fuego moribundo de la chimenea y salí precipitadamente al corredor.

¿Sauerabend? ¿Sauerabend?

No estaba orinando. No olisqueando por la cocina. No andaba por la bodega.

¿Sauerabend?

¡Maldito cerdo! ¿Dónde diablos te metes?

El sabor de los labios de Pulcheria todavía impregnaba los míos. Su sudor se mezclaba con el mío. Su fluido aún humedecía mi pelo púbico. Todas las alegrías deliciosas y prohibidas del incesto transtemporal continuaban dando vueltas por mi mente.

La Patrulla Temporal me borrará por todo esto, pensé. Explicaré: “He perdido a un turista.” Ellos me preguntarán: “¿Qué ha pasado?”. Les responderé: “Salí de la habitación durante tres minutos y desapareció.” Me dirán: “Tres minutos, ¿eh? No tendrías que haber salido ni,…” Objetaré: “Sólo tres minutos. ¡Maldita sea, no me pueden exigir que les vigile veinticuatro horas al día!”. Ellos se mostrarán muy comprensivos, pero verificarán, sin embargo, lo que ocurrió, y descubrirán que salté tranquilamente a otro punto de la línea, y seguirán mi pista por 1105, y me encontrarán en compañía de Pulcheria, y verán que no sólo soy culpable de negligencia como Guía, sino que también he cometido incesto con mi tátara-tátara-multi-tátara-abuela…

¡Calma! ¡Calma!

Seguí por la calle. Me iluminaba gracias a la antorcha. ¿Sauerabend? ¿Sauerabend? Sauerabend no estaba por ninguna parte.

Si yo fuera Sauerabend, ¿dónde estaría?

¿En la casa de una joven bizantina de doce años? ¿Cómo penetrar en la casa? No. No. No habría podido hacerlo. ¿Acechando por la ciudad? ¿Salió a tomar el aire? Debería seguir dormido. Roncando. No. Recordé repentinamente que no dormía cuando me marché, ni roncaba; molestaba a Palmira Gostaman. Volví precipitadamente al albergue. No valdría de nada rebuscar por toda Constantinopla.

Sintiendo cómo aumentaba mi pánico, desperté a Palmira. Se frotó los párpados, se quejó un poco, parpadeó. La luz de la antorcha iluminó su pecho liso y desnudo.

—¿Dónde se ha ido Sauerabend? —le pregunté apresuradamente.

—Le dije que me dejara tranquila. Le dije que si no dejaba de molestarme, le arrancaría la cola. Me había puesto la mano en… y…

—Sí, pero, ¿dónde ha ido?

—No lo sé. Se limitó a levantarse y se marchó. Estaba muy oscuro Me dormí no hace ni dos minutos. ¿Por qué me has despertado?

—Me resultaba útil —rezongué—. Vuelve a dormirte.

¡Calma, Judson, calma! Hay una solución más fácil. Si no estuvieras tan agitado, habrías pensado en ella hace un buen rato. Sólo tienes que arreglártelas para mantener a Sauerabend en la habitación, lo mismo que resucitaste a Marge Hefferin.

Era algo ilegal, naturalmente. Los Guías no pueden efectuar correcciones temporales. Sólo la Patrulla se encarga de eso. Pero sería una corrección mínima y nadie sabría nada. Te las arreglaste bastante bien con Marge Hefferin, ¿no? Sí. Sí. Es tu única oportunidad, Jud.

Me senté en el borde de la cama e intenté reflexionar en lo que tenía que hacer. Mi noche con Pulcheria había desgastado el filo de mi inteligencia. Piensa Jud. Piensa como nunca lo has hecho.

Me concentré en las reflexiones.

¿Qué hora era cuando saltaste a 1105?

Doce menos catorce minutos de la noche.

¿Qué hora era cuando volviste a 1204?

Doce menos once minutos de la noche.

¿Qué hora es ahora?

Doce menos un minuto de la noche.

Ahora dime: ¿cuándo salió Sauerabend de la habitación?

Entre las doce menos catorce y las doce menos once minutos de la noche.

¿Cuántos minutos debes remontar para interceptarle?

Unos trece minutos.

Comprende que si saltas más de trece minutos te encontrarás con tu yo anterior dispuesto para saltar a 1105. La paradoja de la Duplicación.

Correré el riesgo de todos modos, tengo problemas más importantes.

Salta y arregla bien las cosas.

Adelante.

Ajusté el crono cuidadosamente y remonté la línea trece minutos y unos cuantos segundos. Constaté con satisfacción que mi yo anterior ya se había ido; pero no Sauerabend. Aquel maldito cerdo se encontraba aún en la alcoba sentado en la cama y dándome la espalda.

Sería muy fácil detenerle. Sólo tenía que impedirle que saliera de la habitación, mantenerle allí durante tres minutos y así evitar que se marchase. En el instante en que volviera mi yo anterior —a las doce menos once minutos— descendería por la línea diez minutos, recuperando mi propio lugar en la corriente temporal. Sauerabend estaría siempre bajo la vigilancia del Guía (por una u otra de sus encarnaciones) durante todo el período peligroso a partir de las doce menos catorce minutos. Habría un breve momento de duplicación cuando volviera mi otro yo pero me borraría tan deprisa de su nivel temporal que ni siquiera lo notaría. Y las cosas serían como tenían que haber sido.