Kolettis le pasó una copa. Dajani se echó un poco en las manos y limpió el polvo que le empañaba las gafas. Se bebió el resto.
—¡Señor Dajani! —exclamé—. ¡No sabía que también contásemos con usted! Escuche, quiero darle las gracias por…
—¡Pobre gilipollas! —dijo Dajani sin otro preámbulo—. ¿Dónde coño te dieron una licencia de Guía?
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Dajani venía directamente de echar un vistazo por la ciudad entre 630 y 650 sin resultados positivos. Se sentía fatigado, irritado y visiblemente no le alegraba mucho la idea de pasarse las vacaciones buscando a un turista perdido por otro Guía.
Aquello enfrió repentinamente mi vena sentimental. Intenté rehacer el discurso de agradecimiento pero me cortó amargamente:
—¡No me hagas la bola! Hago todo esto porque mis capacidades de instructor serían puestas seriamente en duda si la Patrulla viese al antropoide al que entregué diploma de Guía. Sólo me estoy protegiendo.
Nació un atroz silencio, lleno rápidamente por ruidos de pies en el suelo y gallos de garganta.
—No es muy agradable oír eso, —le repliqué a Dajani.
—No te dejes abatir, pequeño —declaró Buonocore—. Como ya te he dicho sea quien sea el Guía un turista puede alterar su crono y…
—No hablo de la pérdida del turista —le cortó Dajani irritado—. ¡Hablo del hecho de que este idiota haya conseguido desdoblarse intentando corregir su error! —Bebió un trago de vino—. Lo uno se lo perdono, pero lo otro no.
—Lo de la duplicación es bastante feo —admitió Buonocore.
—Es un serio problema —confirmó Kolettis.
—Un mal karma —dijo Sam—. Sin hablar del modo en que tendremos que arreglar las cosas.
—No he oído hablar de un caso parecido —declaró Pappas.
—Una desgracia muy molesta —comentó Plastiras.
—Escuchad —les dije— la duplicación ha sido accidental. Estaba demasiado ocupado en intentar encontrar a Sauerabend como para calcular las consecuencias de…
—Lo entendemos —dijo Sam.
—Un error comprensible cuando uno se encuentra bajo tensión —corroboró Jeff Monroe.
—Habría podido pasarle a cualquiera —opinó Buonocore.
—Muy mala suerte —murmuró Pappas.
Empezaba a sentirme mucho menos miembro de una sólida fraternidad, y mucho más como un desgraciado sobrino demasiado torpe como para meterse en líos en cualquier parte. Los tíos del sobrino intentaban restablecer una situación particularmente catastrófica y calmar al sobrino para que no cometiera más memeces.
Cuando me di cuenta de la actitud real de aquellos hombres, casi tuve ganas de llamar a la Patrulla Temporal, confesar mis crímenes y pedir que me suprimieran. Mi mente se encogió. Mi virilidad se me pegó al culo. Yo, que fornicaba con emperatrices, que seducía a las mujeres de la nobleza, que charlaba con los emperadores, yo, el último de los Ducas, yo, el brillante Guía, el igual a Metaxas, yo… no era, para aquellos Guías veteranos que me rodeaban, nada más que una masa andante de imbecilidad. Un excremento que andaba como un hombre. Es decir, una mierda.
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Metaxas, que llevaba sin decir palabra quince minutos, opinó finalmente:
—Si los que tienen que partir están preparados, mandaré buscar un carro que les lleve a la ciudad.
Kolettis hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Todavía no hemos determinado las zonas en que tenemos que buscar. No nos llevará más que un minuto.
Por encima del mapa tuvo lugar una zumbante conversación. Decidieron que Kolettis cubriera el período 700-725, Plastiras el 1150-1175 y que yo inspeccionara los años 725-745. Pappas llevaba una escafandra especial y miraría en los años de la peste, 745-747, en caso de que Sauerabend hubiera aterrizado, accidentalmente, en aquel período prohibido.
Me quedé sorprendido de que confiasen en mí lo suficiente como para dejarme saltar solo; yo ya sabía lo que opinaban de mi persona. Pero supongo que se dijeron que llegados a aquel punto yo ya no podía hacer nada peor. Nos dirigimos a la ciudad en una de las carrozas de Metaxas. Cada uno de nosotros llevaba una reproducción —pequeña pero excepcionalmente fiel— de Conrad Sauerabend pintada en una placa de madera barnizada, obra de un artista bizantino contratado por Metaxas. El artista trabajó a partir de un holograma; me pregunté lo que pensaría.
Tras llegar a la ciudad nos dispersamos y saltamos uno por uno a las épocas que debíamos vigilar. Me materialicé en 725 y me di cuenta en el acto de la broma que me estaban gastando.
Era a comienzos de la iconoclastia, el momento en que el emperador León III denunció la adoración de las imágenes pintadas. En aquella época la mayor parte de los bizantinos eran fervientes iconólatras —adoradores de imágenes— y León intentó acabar con el culto a los iconos, primero hablando y advirtiendo en su contra, luego destruyendo una imagen de Cristo en la capilla del Chalke, la Casa de Bronce, ante el Gran Palacio. A continuación las cosas empeoraron; las imágenes y los fabricantes de imágenes fueron perseguidos y el hijo de León declaró, en una proclama, que “Toda imagen hecha en cualquier material mediante el satánico arte de los pintores deberá ser proscrita, retirada y expulsada de la Iglesia cristiana”.
Y yo tenía que ir de calle en calle, con un retrato de Conrad Sauerabend, preguntando a la gente si le había visto.
El retrato no era un icono exactamente. Mirándolo nadie podría tomar a Sauerabend por un santo. Pero con todo tuve mis líos.
—¿Ha visto a este hombre? —preguntaba sacando el dibujillo.
En el mercado.
En las termas.
En la escalinata de Santa Sofía.
Ante el Gran Palacio.
—¿Ha visto a este hombre?
En el Hipódromo durante un partido de polo.
En la distribución gratuita anual de pan y peces entre los pobres el 11 de mayo, ceremonia que celebraba el aniversario de la fundación de la ciudad.
Ante la iglesia de San Sergio y San Baco.
—Busco a este hombre.
La mitad de la veces ni siquiera podía sacar la pintura del todo. Pensaban que yo era un hombre que ocultaba un icono bajo la ropa y huían gritando:
—¡Iconólatra! ¡Adorador de imágenes!
—Pero si esto no es… Sólo busco… No se vayan a creer que la pintura es… ¡Eh, vuelvan!
Me echaron, me empujaron, me escupieron. Fui vapuleado por los guardias imperiales y mirado con insistencia por sacerdotes iconólatras. Me invitaron varias veces a sus reuniones secretas.
Pero no conseguí información alguna sobre Conrad Sauerabend.
Sin embargo, pese a todas las dificultades, siempre había alguien que miraba el retrato. Ninguno de ellos había visto a Sauerabend, aunque algunos pensaban haberse encontrado con un hombre parecido al del cuadro. Pasé dos días buscando a uno de aquellos eventuales sosias, pero la verdad es que cuando lo encontré no tenía el más mínimo parecido.
Seguí saltando de año en año. Espié grupos de turistas pensando que Sauerabend podría preferir encontrarse entre gente de su propia época.
Nada. Ni el menor indicio.
Finalmente, descorazonado, con los pies doloridos, volví a 1105. En casa de Metaxas no encontré más que a Pappas que parecía todavía más sucio y agotado que yo.
—Es inútil —dije—. No le encontraremos. Es como buscar… como buscar…
—Una aguja en un pajar de tiempo… —terminó Pappas.
54
Tenía derecho a un corto descanso antes de volver a la larga noche de 1204 y liberar a mi alter ego para que siguiera buscando. Tomé un baño, dormí, me eché dos o tres polvos con una esclava y medité profundamente en todo aquello. Volvió Kolettis: ni rastro. Volvió Plastiras: ni rastro. Descendieron por la línea para reintegrarse a sus trabajos como Guías. Gompers, Herschel y Metaxas, tomando vacaciones, llegaron y se pusieron a buscar a Sauerabend en el acto. Cuantos más Guías ayudaban peor me sentía.