Decidí consolarme en brazos de Pulcheria.
Quiero decir una cosa: puesto que estaba en la buena época y ya que Jud B no la vio, no veía razón alguna para que no fuese a reunirme con ella. Y, además, quedamos citados. Una de las últimas cosas que Pulcheria me dijo en la famosa noche fue: “Nos veremos dentro de dos días. ¿de acuerdo? Lo arreglaré todo”.
¿Cuándo lo dijo?
Según la base de 1105, al menos dos semanas atrás, me dije. Quizá tres.
Me tenía que enviar un recado a casa de Metaxas para decirme cuándo y cómo podríamos vernos de nuevo en secreto. Con todos los problemas que me había causado Sauerabend me olvidé. Corrí por toda la villa preguntando a los servidores de Metaxas y a su mayordomo si tenían algún recado para mí.
—No —dijeron— ningún mensaje.
—¿Estáis seguros? Espero un mensaje importante del palacio de los Ducas. De Pulcheria Ducas.
—¿De quién?
—Pulcheria Ducas.
—Ningún mensaje señor.
Me vestí lo más elegantemente que pude y cabalgué hasta Constantinopla ¿Me atrevería a presentarme en el palacio de los Ducas sin haber sido invitado? Sí me atreví. Mi falsa identidad de campesino palurdo justificaría un eventual ataque a la etiqueta.
Una vez ante el palacio de los Ducas llamé a los servidores y salió un viejo criado, el que me llevó a la habitación la noche en que Pulcheria se entregó a mí. Le sonreí de un modo amistoso pero él me devolvió una mirada impasible. Me ha olvidado, conjeturé.
—Saludo al señor León y a la dama Pulcheria; ¿podríais decirles que Jorge Markezinis de Epira está aquí y quedaría feliz si pudiera verles?
—¿Al señor León y a la dama…? —repitió el servidor.
—Pulcheria —dije—. Me conocen. Soy primo de Temístocles Metaxas y…—Dudé. Me sentía más idiota que de costumbre dándole todas aquellas referencias a un simple criado—. Ve a buscar al mayordomo —pedí secamente.
El criado desapareció.
Tras un buen rato un individuo de aspecto arrogante, vestido con el equivalente bizantino de una librea, salió y me examinó.
—¿Sí?
—Saludo al señor León y a la dama Pulcheria; ¿podríais anunciarles que…?
—¿Dama que?
—Dama Pulcheria, esposa de León Ducas. Soy Jorge Markezinis de Epira, primo de Temístocles Metaxas; estuve presente en la fiesta que dieron hace unas semanas…
—La esposa de León Ducas —explicó fríamente el mayordomo—, se llama Euprepia.
—¿Euprepia?
—Euprepia Ducas es la señora de la casa. ¿Qué venís a hacer aquí? Si estáis loco y venís a importunar a mi señor León en mitad del día, yo…
—Espere —le interrumpí—. ¿Es Euprepia? ¿No se trata de Pulcheria? —Saqué un besante de oro y lo puse en la mano extendida del mayordomo—. No estoy loco y esto es muy importante. ¿Cuándo se casó León con… con Euprepia?
—Hace cuatro años.
—Cuatro… años. No, es imposible. Se casó con Pulcheria hace cinco años y…
—Debéis estar equivocado. El señor León sólo se ha casado una vez, con Euprepia Macremboliossa, la madre de su hijo Basilio y su hija Zoe.
La mano siguió extendida y puse en ella otro besante.
—Su hijo mayor se llama Nicetas —murmuré, absorto—, y todavía no ha nacido, y no tendrá ningún hijo llamado Basilio y… Dios mío, ¿te estás burlando de mí?
—Juro por Cristo Pantocrator que digo la verdad —declaró el mayordomo solemnemente.
Desesperado, tanteé la bolsa llena de besantes y pregunté:
—¿Podrá hablar un momento con Euprepia?
—Quizá sí. Pero no está. Descansa desde hace tres meses en el palacio de los Ducas, junto a la costa, en Trebisonda, donde espera su próximo hijo.
—¿Desde hace tres meses? En ese caso, ¿no hubo recepción en el palacio hace unas semanas?
—No, señor.
—¿No estuvo aquí el emperador Alexis? ¿Ni Temístocles Metaxas? ¿Ni Jorge Markezinis? ¿Ni…?
—Ninguno de esos hombres, señor. ¿Puedo ayudaros en algo más?
—Creo que no —respondí, y me alejé con paso tambaleante del palacio de los Ducas como un hombre a quien ha golpeado la cólera de los dioses.
55
Vagué siniestramente por el Cuerno de Oro, caminando hacia el sudeste, hasta que alcancé el laberinto de las tiendas, bazares y tabernas, junto a un lugar donde en el futuro se alzaría el puente de Gálata y donde en la actualidad se halla un laberinto de tiendas, bazares y tabernas. Anduve como un zombie por aquellas calles estrechas, sinuosas y atestadas sin destino preciso. Sin ver ni pensar; me contentaba con poner un pie delante del otro y avanzar así hasta que el destino volvió a encargarse de mí al acabar la mañana.
Penetré al azar en una taberna, una casa de dos pisos de madera sin pintar. Algunos mercaderes se bebían la copa de mediodía. Me dejé caer pesadamente en una silla ante una mesa coja y mal rematada, en un rincón vacío de la sala. Me quedé allí, mirando la pared, pensando en la mujer embarazada de León Ducas, aquella Euprepia.
Una hermosa sirvienta avanzó y me preguntó:
—¿Queréis vino?
—Sí. El más fuerte.
—¿Y un poco de cordero asado?
—No tengo hambre, gracias.
—Tenemos un cordero muy bueno.
—No tengo hambre —repetí.
Miré sus tobillos lúgubremente. Eran muy bonitos. Subí la vista a las pantorrillas, hasta donde la imagen de sus piernas desaparecía detrás de una sencilla túnica. Se alejó y volvió enseguida con una jarra de vino. Cuando la depositó ante mí, la parte delantera de su túnica se abrió desde la garganta y vi balancearse en su interior dos senos pálidos y firmes, de pezones rosados. Miré su rostro.
Habría podido pasar por la gemela de Pulcheria.
Los mismos ojos negros y maliciosos. La misma piel olivácea y suave. Los mismos labios sensuales y la nariz aquilina. La misma edad, unos diecisiete años. Las diferencias entre aquella muchacha y mi Pulcheria eran diferencias en la ropa, la actitud, la expresión. Aquella mujer iba burdamente vestida; carecía de la elegancia aristocrática de Pulcheria; pero se detectaba en ella cierto resentimiento, y su mirada decía que era una joven cuya vida no estaba relacionada con su rango, lo que la contrariaba.
—¡Podrías ser Pulcheria! —exclamé.
Se echó a reír.
—¿Cómo decís esas sandeces?
—Conocí a una muchacha que se parecía mucho a ti… y se llamaba Pulcheria…
—¿Estáis loco o sólo borracho? Yo soy Pulcheria. No me gusta mucho este juego, desconocido.
—¿Eres… Pulcheria?
—Naturalmente.
—¿Pulcheria Ducas?
Ella se rió.
—¿Ducas, decís? ¡Ahora sí que sé a ciencia cierta que estáis loco! Soy Pulcheria Photis. ¡La mujer de Heracles Photis, el posadero!
—Pulcheria… Photis… —repetí estúpidamente—. Pulcheria Photis… la mujer… de Heracles… Photis.
Se inclinó hacia mí, permitiéndome ver de nuevo sus maravillosos senos. Dejó de ser arrogante y se mostró intrigada; en voz baja, me preguntó:
—Por vuestra ropa, diría que sois alguien importante. ¿Qué hacéis aquí ? ¿Ha hecho Heracles algo malo?
—Sólo vengo a beber —respondí—. Pero dime una cosa: ¿eres la Pulcheria cuyo nombre de soltera era Botaniates?
Pareció quedarse estupefacta.
—¡Lo sabéis! ¡Es verdad!
—Sí —respondió mi adorada Pulcheria, sentándose a mi lado en el banco—. Pero ya no soy una Botaniates. Desde hace cinco años… desde que Heracles… el cerdo de Heracles… desde que él… —Bebió un poco de vino para calmarse—. ¿Quién eres, desconocido?