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—Jorge Markezinis, de Epira.

El nombre no le dijo nada.

—Soy primo de Temístocles Metaxas.

Ella profirió una exclamación en voz baja.

—¡Sabía que erais alguien importante! ¡Lo sabía! —Un poco temblorosa, añadió—. ¿Qué deseáis de mí?

Los parroquianos empezaban a mirarnos.

—¿Podemos hablar en algún lugar más tranquilo? —pregunté.

Me miró con ojos de descarada connivencia.

—Un instante —dijo.

Salió de la taberna y la oí llamar a alguien como si estuviera vendiendo pescado; luego, una niña vestida con harapos y de unos quince años, entró en la sala.

—Encárgate del albergue, Ana —dijo Pulcheria—. Estoy ocupada.

Se volvió hacia mí.

—Podemos subir —dijo.

Me llevó a un dormitorio de la segunda planta y cerró cuidadosamente la puerta a nuestras espaldas.

—Mi marido ha ido a Gálata a comprar carne —me explicó—, y no volverá hasta dentro de dos horas. No me importa recibir uno o dos besantes de un guapo desconocido cuando no está ese cerdo.

Cayó su túnica y quedó totalmente desnuda ante mí. Su sonrisa era provocativa, una sonrisa que decía que aún le quedaban profundos sentimientos, fuera cual fuese el tratamiento que le infligieran. Los ojos le brillaban de deseo.

Me quedé aturdido ante sus senos altos y firmes, cuyos pezones se endurecían a ojos vista, aquel vientre liso y firme, con vello negro, sus muslos tensos y musculosos, aquellos brazos abiertos que me llamaban.

Se dejó caer sobre el duro jergón; dobló las rodillas y separó las piernas.

—¿Dos besantes? —me propuso.

¿Pulcheria transformada en puta de taberna? ¿Mi diosa? ¿Mi adorada?

—¿Por qué dudáis? —preguntó—. Venid, dadle a ese perro de Heracles otro par de cuernos. ¿Qué os pasa? ¿No os gusto?

—Pulcheria… Pulcheria… Te amo Pulcheria…

Ella se rió estremeciéndose de placer. Me tendió los brazos.

—¡En ese caso venid!

—Has sido mujer de León Ducas —murmuré—. Vivías en un palacio de mármol, vestías ropa de seda y eras escoltada por una atenta dueña cuando salías a la ciudad. El emperador fue a una de tus recepciones y justo antes del alba viniste a verme y te entregaste a mí, pero todo eso fue sólo un sueño, Pulcheria, sólo un sueño ¿verdad?

—Estáis loco —me dijo—. Pero sois un bello loco y me muero de ganas por teneros entre las piernas y recibir esos besantes. Acercaos. ¿Sois tímido? Escuchad, poned la mano aquí, sentid la carne que se hincha, las pulsaciones…

Mi sexo se irguió llevado por el deseo, pero sabía que no podría tocarla. A aquella Pulcheria no; no a aquella ramera vulgar e impúdica, no a aquella magnífica criatura que se retorcía de impaciencia en la cama justo delante de mis ojos.

Saqué la bolsa y vacié su contenido sobre la desnudez de Pulcheria, cubriendo de besantes su ombligo, su pubis y sus senos. Gritó estupefacta y se incorporó para recoger las monedas llena de avidez, lanzándose sobre ellas en un bailoteo de sus pesados senos con los ojos brillantes.

Y yo escapé.

56

Cuando llegué a la villa me reuní con Metaxas y le pregunté:

—¿Cómo se llama la mujer de León Ducas?

—¿Pulcheria?

—¿Cuándo la viste por última vez?

—Hace tres semanas cuando acudimos a la recepción.

—No —dije—. Sufres Desplazamiento Transitorio, lo mismo que yo. León Ducas está casado con una tal Euprepia, que le ha dado dos hijos, y un tercero que está a punto de nacer. En cuanto a Pulcheria, es la esposa de un tabernero llamado Heracles Photis.

—¿Estás loco? —me preguntó Metaxas.

—El pasado está alterado. No sé cómo se ha producido el hecho, pero hay un cambio en mi propio árbol genealógico, y Pulcheria no es ya mi antepasada. ¡Sólo Dios sabe si todavía existo! Si no soy descendiente de Pulcheria Ducas, ¿de quién soy descendiente? Y…

—¿Cuándo has descubierto todo eso?

—Hace un rato. Buscaba a Pulcheria y… ¡maldición, Metaxas! ¿Qué puedo hacer?

—¿Puedes haberte confundido? —me preguntó tranquilamente.

—No. No. Pregúntale a tus siervos. Ellos no padecen el Desplazamiento Transitorio. Pregúntales si alguna vez han oído hablar de Pulcheria Ducas. Pregúntales el nombre de la mujer de León Ducas. O verifícalo por ti mismo en la ciudad. Ha habido un cambio en el pasado… no lo comprendes, todo es diferente y… ¡maldita sea, Metaxas! ¡Maldita sea!

Me sujetó por las muñecas y me dijo con una voz muy suave:

—Cuéntamelo todo desde el principio, Jud.

Pero no tuve tiempo. En el mismo instante, Sam el negro se precipitó en la habitación aullando:

—¡Le hemos encontrado! ¡Le hemos encontrado!

—¿A quién? —preguntó Metaxas.

—¿A quién? —pregunté yo al mismo tiempo.

—¿ A quién? —repitió Sam—. ¿A quién creéis? ¡Sauerabend! ¡Conrad F.X. Sauerabend en persona!

—¿Le habéis encontrado? —pregunté, abatido por el alivio. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Aquí mismo, en 1105 —explicó Sam—. Esta mañana pasé por el mercado con Melamed, al azar; enseñábamos el retrato a la gente y un vendedor de manos de cerdo le reconoció con toda certeza. Sauerabend vive en Constantinopla desde hace cinco o seis años y es dueño de una taberna junto al río bajo el nombre de Heracles Photis.

—¡No! —bramé—. ¡No, maldito cabrón negro, no, no, no, no! ¡Eso no es verdad!

Me lancé sobre él lleno de ciego furor.

Le golpeé con los puños en el vientre y le arrojé a la pared.

Me miró desconcertado; finalmente, contuvo el aliento y avanzó hacia mí. Me levantó y me tiró al suelo. Me levantó otra vez y de nuevo me derribó. Me levantó por tercera vez, pero Metaxas le pidió que me soltase.

—Es verdad que soy un cabrón negro —me dijo Sam en voz baja—, pero no hace falta que lo gritases.

—Que alguien le dé un poco de vino —dijo Metaxas—. Se ha vuelto loco.

—Sam, no quería insultarte —le dije, tranquilizándome—, pero es imposible que Conrad Sauerabend pueda vivir aquí bajo el nombre de Heracles Photis.

—¿Por qué?

—Porque… porque…

—Le he visto con estos ojitos —dijo Sam—. Estuve tomando vino en su taberna no hace ni cinco horas. Es alto y gordo, con el rostro rojizo y muy fanfarrón. Tiene una preciosa mujer bizantina que andará por los dieciséis o diecisiete años y que sirve a los parroquianos moviendo las tetas delante de ellos… apostaría a que se prostituye en las habitaciones de arriba…

—De acuerdo —dije con voz de moribundo—. Has ganado. La mujer se llama Pulcheria.

Metaxas pareció estrangularse.

—No le pregunté el nombre —dijo Sam.

—Tiene diecisiete años y proviene de la familia Botaniates —continué—. Es una de las más importantes familias bizantinas y sólo Buda sabe por qué se ha casado con Heracles Photis/Conrad Sauerabend. El pasado ha cambiado, Sam, porque hace unas semanas, según mi base temporal, ella era la esposa de León Ducas y vivía en un palacio que se alza al lado del palacio imperial, en el que mantuvimos relaciones amorosas, y antes de esa alteración del pasado, Pulcheria y León Ducas eran mis tátara-tátara-multi-tátaraabuelos. Todo esto es una puñetera coincidencia y no entiendo nada, salvo que soy una no persona y que no existe Pulcheria Ducas. Ahora, si no veis inconveniente, me voy a abrir la garganta en algún lugar tranquilo.