- Sí, ¿por qué me dice usted eso?
- Porque vi cómo estaba cuando entró en la cueva, después de haberte visto. Vi que te observaba antes de salir.
- Hemos bromeado un poco.
- Lo ha pasado muy mal -dijo la mujer de Pablo-. Ahora está mejor, y sería conveniente llevársela de aquí.
- Desde luego; podemos enviarla al otro lado de las líneas con Anselmo.
- Anselmo y usted pueden llevársela cuando acabe esto -dijo dejando momentáneamente el tuteo.
Robert Jordan volvió a sentir la opresión en la garganta y su voz se enronqueció.
- Podríamos hacerlo -dijo.
La mujer de Pablo le miró y movió la cabeza.
- ¡Ay, ay! -dijo-. ¿Son todos los hombres como usted?
- No he dicho nada -contestó él-; y es muy bonita, como usted sabe.
- No, no es guapa. Pero empieza a serlo; ¿no es eso lo que quiere decir? -preguntó la mujer de Pablo-. Hombres. Es una vergüenza que nosotras, las mujeres, tengamos que hacerlos. No. En serio. ¿No hay casas sostenidas por la República para cuidar de estas chicas?
- Sí -contestó Jordan-. Hay casas muy buenas. En la costa, cerca de Valencia. Y en otros lugares. Cuidarán de ella y la enseñarán a cuidar de los niños. En esas casas hay niños de los pueblos evacuados. Y le enseñarán a ella cómo tiene que cuidarlos.
- Eso es lo que quiero para ella -dijo la mujer de Pablo-. Pablo se pone malo sólo de verla. Es otra cosa que está acabando con él. Se pone malo en cuanto la ve. Lo mejor será que se vaya.
- Podemos ocuparnos de eso cuando acabemos con lo jttto.
- ¿Y tendrá usted cuidado de ella si yo se la confío a usted? Le hablo como si le conociera hace mucho tiempo.
- Y es como si fuera así -dijo Jordan-. Cuando la gente se entiende, es como si fuera así.
- Siéntese -dijo la mujer de Pablo-. No le he pedido que me prometa nada, porque lo que tenga que suceder, sucederá. Pero si usted no quiere ocuparse de ella, entonces voy a pedirle que me prometa una cosa.
- ¿Por qué no voy a ocuparme de ella?
- No quiero que se vuelva loca cuando usted se marche. La he tenido loca antes y ya he pasado bastante con ella.
- Me la llevaré conmigo después de lo del puente -dijo Jordan-. Si estamos vivos después de lo del puente, me la llevaré conmigo.
- No me gusta oírle hablar de esa manera. Esa manera de hablar no trae suerte.
- Le he hablado así solamente para hacerle una promesa -dijo Jordan-. No soy pesimista.
- Déjame ver tu mano -dijo la mujer, volviendo otra vez al tuteo.
Jordan extendió su mano y la mujer se la abrió, la retuvo, le pasó el pulgar por la palma con cuidado y se la volvió a cerrar. Se levantó. Jordan se puso también en pie y vio que ella le miraba sin sonreír.
- ¿Qué es lo que ha visto? -preguntó Jordan-. No creo en esas cosas; no va usted a asustarme.
- Nada -dijo ella-; no he visto nada.
- Sí, ha visto usted algo, y tengo curiosidad por saberlo. Aunque no creo en esas cosas.
- ¿En qué es en lo que usted cree?
- En muchas cosas, pero no en eso.
- ¿En qué?
- En mi trabajo.
- Ya lo he visto.
- Dígame qué es lo que ha visto.
- No he visto nada -dijo ella agriamente-. El puente es muy difícil, ¿no es así?
- No, yo dije solamente que es muy importante.
- Pero puede resultar difícil.
- Sí. Y ahora voy a tener que ir abajo a estudiarlo. ¿Cuantos hombres tienen aquí?
- Hay cinco que valgan la pena. El gitano no vale para nada, aunque sus intenciones son buenas. Tiene buen corazón. En Pablo no confío.
- ¿Cuántos hombres tiene el Sordo que valgan la pena?
- Quizá tenga ocho. Veremos esta noche al Sordo. Vendrá por aquí. Es un hombre muy listo. Tiene también algo de dinamita. No mucha. Hablará usted con él.
- ¿Ha enviado a buscarle?
- Viene todas las noches. Es vecino nuestro. Es un buen amigo y camarada.
- ¿Qué piensa usted de él?
- Es un hombre bueno. Muy listo. En el asunto del tren estuvo enorme.
- ¿Y los de las otras bandas?
- Avisándolos con tiempo, podríamos reunir cincuenta fusiles de cierta confianza.
- ¿De qué confianza?
- Depende de la gravedad de la situación.
- ¿Cuántos cartuchos por cada fusil?
- Unos veinte. Depende de los que quieran traer para el trabajo. Si es que quieren venir para ese trabajo. Acuérdese de que en el puente no hay dinero ni botín y que, por la manera como habla usted, es un asunto peligroso, y de que después tendremos que irnos de estas montañas. Muchos van a oponerse a lo del puente.
- Lo creo.
- Así es que lo mejor será no hablar de eso más que cuando sea menester.
- Estoy enteramente de acuerdo.
- Cuando hayas estudiado lo del puente -dijo ella rozando de nuevo el tuteo-, hablaremos esta noche con el Sordo.
- Voy a ver el puente con Anselmo.
- Despiértele -dijo-. ¿Quiere una carabina?
- Gracias -contestó Jordan-. No es malo llevarla; pero, de todas maneras, no la usaría. Voy solamente a ver; no a perturbar. Gracias por haberme dicho lo que me ha dicho. Me gusta mucho su manera de hablar.
- He querido hablarle francamente.
- Entonces dígame lo que vio en mi mano.
- No -dijo ella, y movió la cabeza-. No he visto nada. Vete ahora a tu puente. Yo cuidaré de tu equipo.
- Tápelo con algo y procure que nadie lo toque. Está mejor ahí que dentro de la cueva.
- Lo taparé, y nadie se atreverá a tocarlo -dijo la mujer de Pablo-. Vete ahora a tu puente.
- Anselmo -dijo Jordan, apoyando una mano en el hombro del viejo, que estaba tumbado, durmiendo, con la cabeza oculta entre los brazos.
El viejo abrió los ojos.
- Sí -dijo-; desde luego. Vamos.