- ¿Serán nuestros? -preguntó Anselmo.
- Parece que lo son -dijo Jordan, aunque sabía que a esa altura no es posible asegurarlo. Podía ser una patrulla de tarde de uno u otro bando. Pero era mejor decir que los cazas eran «nuestros», porque ello complacía a la gente. Si se trataba de bombarderos, ya era otra cosa.
Anselmo, evidentemente, era de la misma opinión.
- Son nuestros -afirmó-; los conozco. Son Moscas.
- Sí -contestó Jordan-; también a mí me parece que son Moscas.
- Son Moscas -insistió Anselmo.
Jordan pudo haber usado los gemelos y haberse asegurado al punto de que lo eran; pero prefirió no usarlos. No tenía importancia el saber aquella noche de quiénes eran los aviones, y si al viejo le agradaba pensar que eran de ellos, no quería quitarle la ilusión. Sin embargo, ahora que se alejaban camino de Segovia, no le parecía que los aviones se asemejaran a los «Boeing P 32» verdes, de alas bajas pintadas de rojo, que eran una versión rusa de los aviones americanos que los españoles llamaban Moscas. No podía distinguir bien los colores, pero la silueta no era la de los Moscas. No; era una patrulla fascista que volvía a sus bases.
El centinela seguía de espaldas al lado de la garita más alejada.
- Vámonos -dijo Jordan.
Y empezó a subir colina arriba, moviéndose con cuidado y procurando siempre quedar cubierto por la arboleda. Anselmo le seguía a la distancia de unos metros. Cuando estuvieron fuera de la vista del puente, Jordan se detuvo y el viejo llegó hasta él, y empezaron a trepar despacio, montaña arriba, entre la oscuridad.
- Tenemos una aviación formidable -dijo el viejo, feliz.
- Sí.
- Y vamos a ganar.
- Tenemos que ganar.
- Sí, y cuando hayamos ganado, tiene usted que venir conmigo de caza.
- ¿Qué clase de caza?
- Osos, ciervos, lobos, jabalíes…
- ¿Le gusta cazar?
- Sí, hombre, me gusta más que nada. Todos cazamos en mi pueblo. ¿No le gusta a usted la caza?
- No -contestó Jordan-. No me gusta matar animales.
- A mí me pasa lo contrario -dijo el viejo-; no me gusta matar hombres.
- A nadie le gusta, salvo a los que están mal de la cabeza -comentó Jordan-: pero no tengo nada en contra cuando es necesario. Cuando es por la causa.
- Eso es diferente -dijo Anselmo-. En mi casa, cuando yo tenía casa, porque ahora no tengo casa, había colmillos de jabalíes que yo había matado en el monte. Había pieles de lobo que había matado yo. Los había matado en el invierno, dándoles caza entre la nieve. Una vez maté uno muy grande en las afueras del pueblo, cuando volvía a mi casa, una noche del mes de noviembre. Había cuatro pieles de lobo en el suelo de mi casa. Estaban muy gastadas de tanto pisarlas, pero eran pieles de lobo. Había cornamentas de ciervo que había cazado yo en los altos de la sierra y había un águila disecada por un disecador de Avila, con las alas extendidas y los ojos amarillentos, tan verdaderos como si fueran los ojos de un águila viva. Era una cosa muy hermosa de ver, y me gustaba mucho mirarla.
- Lo creo -dijo Jordan.
- En la puerta de la iglesia de mi pueblo había una pata de oso que maté yo en primavera -prosiguió Anselmo-. Le encontré en un monte, entre la nieve, dando vueltas a un leño con esa misma pata.
- ¿Cuándo fue eso?
- Hace seis años. Y cada vez que yo veía la pata, que era como la mano de un hombre, aunque con aquellas uñas largas, disecada y clavada en la puerta de la iglesia, me gustaba mucho verla.
- Te sentías orgulloso.
- Me sentía orgulloso acordándome del encuentro con el oso en aquel monte a comienzos de la primavera. Pero cuando se mata a un hombre, a un hombre que es como nosotros, no queda nada bueno.
- No puedes clavar su pata en la puerta de la iglesia -dijo Jordan.
- No, sería una barbaridad. Y sin embargo, la mano de un hombre es muy parecida a la pata de un oso.
- Y el tórax de un hombre se parece mucho al tórax de un oso -comentó Jordan-. Debajo de la piel, el oso se parece mucho al hombre.
- Sí -agregó Anselmo-. Los gitanos creen que el oso es hermano del hombre.
- Los indios de América también lo creen. Y cuando matan a un oso le explican por qué lo han hecho y le piden perdón. Luego ponen su cabeza en un árbol y le ruegan que los perdone antes de marcharse.
- Los gitanos piensan que el oso es hermano del hombre porque tiene el mismo cuerpo debajo de su piel, porque le gusta beber cerveza, porque le gusta la música y porque le gusta el baile.
- Los indios también lo creen -dijo Jordan.
- ¿Son gitanos los indios?
- No, pero piensan las mismas cosas sobre los osos.
- Ya. Los gitanos creen también que el oso es hermano del hombre porque roba por divertirse.
- ¿Eres tú gitano?
- No, pero conozco a muchos, y, desde el Movimiento, a muchos más. Hay muchos en las montañas. Para ellos no es pecado el matar fuera de la tribu. No lo confiesan, pero es así.
- Igual que los moros.
- Sí. Pero los gitanos tienen muchas leyes que no dicen que las tienen. En la guerra, muchos gitanos se han vuelto malos otra vez, como en los viejos tiempos.
- No entienden por qué hacemos la guerra; no saben por qué luchamos.
- No -dijo Anselmo-; sólo saben que hay guerra y que la gente puede matar otra vez, como antes, sin que se le castigue.
- ¿Has matado alguna vez? -preguntó Jordan, llevado de la intimidad que creaban las sombras de la noche y el día que habían pasado juntos.
- Sí, muchas veces. Pero no por gusto. Para mí, matar a un hombre es un pecado. Aunque sean fascistas los que mate. Para mí hay una gran diferencia entre el oso y el hombre, y no creo en los hechizos de los gitanos sobre la fraternidad con los animales. No. A mí no me gusta matar hombres.
- Pero los has matado.
- Sí, y lo haría otra vez. Pero, si después de eso sigo viviendo, trataré de vivir de tal manera, sin hacer mal a nadie, que se me pueda perdonar.
- ¿Por quién?
- No lo sé. Desde que no tenemos Dios, ni su Hijo ni Espíritu Santo, ¿quién es el que perdona? No lo sé.