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- ¿Ya no tenéis Dios?

- No, hombre; claro que no. Si hubiese Dios, no hubiera permitido lo que yo he visto con mis propios ojos. Déjales a ellos que tengan Dios.

- Ellos dicen que es suyo.

- Bueno, yo le echo de menos, porque he sido educado en la religión. Pero ahora un hombre tiene que ser responsable ante sí mismo.

- Entonces eres tú mismo quien tienes que perdonarte por haber matado.

- Creo que es así -asintió Anselmo-. Lo ha dicho usted de una forma tan clara, que creo que tiene que ser así. Pero, con Dios o sin Dios, creo que matar es un pecado. Quitar la vida a alguien es un pecado muy grave, a mi parecer. Lo haré, si es necesario, pero no soy de la clase de Pablo.

- Para ganar la guerra tenemos que matar a nuestros enemigos. Ha sido siempre así.

- Ya. En la guerra tenemos que matar. Pero yo tengo ideas muy raras -dijo Anselmo.

Iban ahora el uno junto al otro, entre las sombras, y el viejo hablaba en voz baja, volviendo algunas veces la cabeza hacia Jordan, según trepaba.

- No quisiera matar ni a un obispo. No quisiera matar a un propietario, por grande que fuese. Me gustaría ponerlos a trabajar, día tras día, como hemos trabajado nosotros en el campo, como hemos trabajado nosotros en las montañas, haciendo leña, todo el resto de la vida. Así sabrían lo que es bueno. Les haría que durmieran donde hemos dormido nosotros, que comieran lo que hemos comido nosotros. Pero, sobre todo, haría que trabajasen. Así aprenderían.

- Y vivirían para volver a esclavizarte.

- Matar no sirve para nada -insistió Anselmo-. No puedes acabar con ellos, porque su simiente vuelve a crecer con más vigor. Tampoco sirve para nada meterlos en la cárcel. Sólo sirve para crear más odios. Es mejor enseñarlos.

- Pero tú has matado.

- Sí -dijo Anselmo-; he matado varias veces y volveré a hacerlo. Pero no por gusto, y siempre me parecerá un pecado.

- ¿Y el centinela? Te sentías contento con la idea de matarle.

- Era una broma. Mataría al centinela, sí. Lo mataría, con la conciencia tranquila si era ése mi deber. Pero no a gusto.

- Dejaremos eso para aquellos a quienes les divierta -concluyó Jordan-. Hay ocho y cinco, que suman en total trece. Son bastantes para aquellos a quienes divierte.

- Hay muchos a quienes les gusta -dijo Anselmo en la oscuridad-. Hay muchos de ésos. Tenemos más de ésos que de los que sirven para una batalla.

- ¿Has estado tú alguna vez en una batalla?

- Bueno -contestó el viejo-, peleamos en Segovia, al principio del Movimiento; pero fuimos vencidos y nos escapamos. Yo huí con los otros. No sabíamos ni lo que estábamos haciendo ni cómo tenía que hacerse. Además, yo no tenía más que una pistola con perdigones, y la Guardia Civil tenía máuser. No podía disparar contra ellos a cien metros con perdigones, y ellos nos mataban como si fuéramos conejos. Mataron a todos los que quisieron y tuvimos que huir como ovejas. -Se quedó en silencio y luego preguntó-: ¿Crees que habrá pelea en el puente? -Desde hacía un rato se había puesto a tutear al extranjero.

- Es posible que sí.

- Nunca he estado en una batalla sin huir -dijo Anselmo-; no sé cómo me comportaré. Soy viejo y no puedo responder de mí.

- Yo respondo de ti -dijo Jordan.

- ¿Has estado en muchos combates?

- En varios.

- ¿Y qué piensas de lo del puente?

- Primero pienso en volar el puente. Es mi trabajo. No es difícil destruir el puente. Luego tomaremos las disposiciones para los demás. Haremos los preparativos. Todo se dará por fescrito.

- Pero hay muy pocos que sepan leer -dijo Anselmo.

- Lo escribiremos, para que todo el mundo pueda entenderlo; pero también lo explicaremos de palabra.

- Haré lo que me manden -dijo Anselmo-; pero cuando me acuerdo del tiroteo de Segovia, si hay una batalla o mucho tiroteo, me gustaría saber qué es lo que tengo que hacer en todo caso para evitar la huida. Me acuerdo de que tenía una gran inclinación a huir en Segovia.

- Estaremos juntos -dijo Jordan-. Yo te diré lo que tienes que hacer en cualquier momento.

- Entonces no hay cuestión -aseguró Anselmo-. Haré lo que sea, con tal que me lo manden.

- Adelante con el puente y la batalla, si es que ha de haber batalla -dijo Jordan, y al decir esto en la oscuridad se sintió un poco ridículo, aunque, después de todo, sonaba bien en español.

- Será una cosa muy interesante -afirmó Anselmo, y oyendo hablar al viejo con tal honradez y franqueza, sin la menor afectación, sin la fingida elegancia del anglosajón ni la bravuconería del mediterráneo, Jordan pensó que había tenido mucha suerte por haber dado con el viejo, por haber visto el puente, por haber podido estudiar y simplificar el problema, que consistía en sorprender a los centinelas y volar el puente de una forma normal, y sintió irritación por las órdenes de Golz y la necesidad de obedecerlas. Sintió irritación por las consecuencias que tendrían para él y las consecuencias que tendrían para el viejo. Era una tarea muy mala para todos los que tuvieran que participar en ella.

«Este no es un modo decente de pensar -se dijo a sí mismo-; pensar en lo que puede sucederte a ti y a los otros. Ni tú ni el viejo sois nada. Sois instrumentos de vuestro deber. Las órdenes no son cosa vuestra. Ahí tienes el puente, y el puente puede ser el lugar en donde el porvenir de la humanidad dé un giro. Cualquier cosa de las que sucedan en esta guerra puede cambiar el porvenir del género humano. Tú sólo tienes que pensar en una cosa, en lo que tienes que hacer. Diablo, ¿en una sola cosa? Si fuera en una sola cosa sería fácil. Está bien, estúpido. Basta de pensar en ti mismo. Piensa en algo diferente.»

Así es que se puso a pensar en María, en la muchacha, en su piel, su pelo y sus ojos, todo del mismo color dorado; en sus cabellos, un poco más oscuros que lo demás, aunque cada vez serían más rubios, a medida que su piel fuera haciéndose más oscura; en su suave epidermis, de un dorado pálido en la superficie, recubriendo un ardor profundo. Su piel debía de ser suave, como todo su cuerpo; se movía con torpeza, como si viese algo que le estorbase, algo que fuera visible aunque no lo era, porque estaba sólo en su mente. Y se ruborizaba cuando la miraba, y la recordaba sentada, con las manos sobre las rodillas y la camisa abierta, dejando ver el cuello, y el bulto de sus pequeños senos torneados debajo de la camisa, y al pensar en ella se le resecaba la garganta, y le costaba esfuerzo seguir andando. Y Anselmo y él no hablaron más hasta que el viejo dijo:

- Ahora no tenemos más que bajar por estas rocas y estaremos en el campamento.

Cuando se deslizaban por las rocas, en la oscuridad oyeron gritar a un hombre: «¡Alto! ¿Quién vive?» Oyeron el ruido del cerrojo de un fusil que era echado hacia atrás y luego el golpeteo contra la madera, al impulsarlo hacia adelante.

- Somos camaradas -dijo Anselmo.