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Jordan se puso en pie para seguirle, pero luego lo pensó mejor y, levantando la tela que cubría las mochilas, las cogió con la mano y las llevó arrastrando hasta la entrada de la cueva. Dejó una de ellas en el suelo, para levantar la manta, y luego, con la cabeza inclinada y un fardo en cada mano, entró en la cueva, tirando de las correas.

Dentro hacía calor y el aire estaba cargado de humo. Había una mesa a lo largo del muro y sobre ella una vela de sebo en una botella. En la mesa estaban sentados Pablo, tres hombres que Jordan no conocía y Rafael, el gitano. La vela hacía sombras en la pared detrás de ellos. Anselmo permanecía de pie, según había llegado, a la derecha de la mesa. La mujer de Pablo estaba inclinada sobre un fuego de carbón que había en el hogar abierto en un rincón de la cueva. La muchacha, de rodillas a su lado, removía algo en una marmita de hierro. Con la cuchara de madera en el aire, se quedó parada, mirando a Jordan, también de pie a la entrada. Al resplandor del fuego que la mujer atizaba con un soplillo, Jordan vio el rostro de la muchacha, su brazo inmóvil y las gotas que se escurrían de la cuchara y caían en la tartera de hierro.

- ¿Qué es eso que traes? -preguntó Pablo.

- Mis cosas -dijo Jordan y dejó los dos fardos un poco separados uno del otro a la entrada de la cueva, en el lado opuesto al de la mesa, que era también el más amplio.

- ¿No puedes dejarlo fuera? -preguntó Pablo.

- Alguien podría tropezar con ellos en la oscuridad -dijo Jordan, y, acercándose a la mesa dejó sobre ella la caja de cigarrillos.

- No me gusta tener dinamita en la cueva -dijo Pablo.

- Está lejos del fuego -dijo Jordan-. Coged cigarrillos. -Pasó el dedo pulgar por el borde de la caja de cartón, en la que había pintado un gran acorazado en colores, y ofreció la caja a Pablo.

Anselmo acercó un taburete de cuero sin curtir y Jordan se sentó junto a la mesa. Pablo se quedó mirándole, como si fuera a hablar de nuevo, pero no dijo nada, limitándose a coger algunos cigarrillos.

Jordan pasó la caja a los demás. No se atrevía aún a mirarlos de frente, pero observó que uno de los hombres cogía cigarrillos y los otros dos no. Toda su atención estaba puesta en Pablo.

- ¿Cómo va eso, gitano? -preguntó a Rafael.

- Bien -contestó el interrogado. Jordan habría asegurado que estaban hablando de él cuando entró en la cueva. Hasta el gitano se encontraba molesto.

- ¿Te dejará que comas otra vez? -insistió Jordan refiriéndose a la mujer.

- Sí, ¿por qué no? -dijo el gitano. El ambiente amistoso y jovial de la tarde se había disipado.

La mujer de Pablo, sin decir nada, seguía soplando las brasas del fogón.

- Uno que se llama Agustín dice que se aburre por ahí arriba -explicó Jordan.

- El aburrimiento no mata -dijo Pablo-. Dejadle.

- ¿Hay vino? -preguntó Jordan, sin dirigirse a ninguno en particular, e inclinándose apoyó las manos en la mesa.

- Ha quedado un poco -dijo Pablo de mala gana.

Jordan decidió que sería conveniente observar a los otros y tratar de averiguar cómo iban las cosas.

- Entonces querría un jarro de agua. Tú -dijo, llamando a la muchacha y acentuando el tú con desenvoltura-, tráeme una taza de agua.

La muchacha miró a la mujer, que no dijo nada ni dio señales de haber oído. Luego fue a un barreño que tenía agua y llenó una taza. Volvió a la mesa y la puso delante de Jordan, que le sonrió. Al mismo tiempo contrajo los músculos del vientre y volviéndose un poco hacia la izquierda, en su taburete, hizo que se deslizara la pistola a lo largo de su cintura hasta el lugar que deseaba. Bajó la mano hacia el bolsillo del pantalón. Pablo no le quitaba ojo de encima. Jordan sabía que todos le miraban, pero él no miraba más que a Pablo. Su mano salió del bolsillo con la cantimplora. Desenroscó y luego alzó la tapa, bebió la mitad de su contenido y dejó caer lentamente en el interior unas gotas del líquido de la cantimplora.

- Es demasiado fuerte para ti; si no, te daría para que lo probases -dijo Jordan a la muchacha, volviendo a sonreírle-. Queda poco; si no, te ofrecería -dijo a Pablo.

- No me gusta el anís -dijo Pablo.

El olor acre procedente de la taza había llegado al otro extremo de la mesa y Pablo había reconocido el único componente que le era familiar.

- Me alegro -dijo Jordan-, porque queda muy poco.

- ¿Qué bebida es ésa? -preguntó el gitano.

- Es una medicina -dijo Jordan-. ¿Quieres probarla?

- ¿Para qué sirve?

- Para nada -contestó Jordan-, pero lo cura todo. Si tienes algo que te duela, esto te lo curará.

- Déjame probarlo -pidió el gitano.

Jordan empujó la taza hacia él. Era un líquido amarillento mezclado con el agua y Jordan confió en que el gitano no tomaría más que un trago. Quedaba realmente muy poco y un trago de esta bebida reemplazaba para él todos los periódicos de la tarde, todas las veladas pasadas en los cafés, todos los castaños, que debían de estar en flor en aquella época del año; los grandes y lentos caballos de los bulevares, las librerías, los quioscos y las salas de exposiciones, el Parque Montsouris, al Estadio Buffalo, la Butte Chaumont, la Guaranty Trust Company, la lie de la Cité, el viejo hotel Foyot y el placer de leer y descansar por la noche; todas las cosas, en fin, que él había amado y olvidado y que retornaban con aquel brebaje opaco, amargo, que entorpecía la lengua, que calentaba el cerebro, que acariciaba el estómago; con aquel brebaje que, en suma, hacía cambiar las ideas.

El gitano hizo una mueca y le devolvió la taza.

- Huele a anís, pero es más amargo que la hiél -dijo-; es mejor estar malo que tener que tomar esa medicina.

- Es ajenjo -explicó Jordan-. Es un verdadero matarratas. Se supone que destruye el cerebro, pero yo no lo creo. Solamente cambia las ideas. Hay que mezclar el agua muy despacio, gota a gota. Pero yo lo he hecho al revés: lo he echado al agua.