- ¿Es que no soy el jefe aquí? -preguntó Pablo-. Yo sé de lo que hablo. Vosotros no lo sabéis. El viejo no tiene cabeza. Es un viejo que no sirve más que para dar recados y para hacer de guía en las montañas. Este extranjero ha venido aquí a hacer una cosa que es buena para los extranjeros. Y por su culpa tenemos que ser sacrificados. Yo estoy aquí para defender la seguridad y el bienestar de todos.
- Seguridad -comentó la mujer de Pablo-. No hay nada que pueda llamarse así. Hay ahora tanta gente aquí, buscando la seguridad, que todos corremos peligro. Buscando la seguridad tú nos pierdes ahora a todos.
Estaba junto a la mesa con el gran cucharón en la mano.
- Podemos sentirnos seguros -dijo Pablo-; en medio del peligro podemos sentirnos seguros si sabemos dónde está el peligro. Es como el torero que sabe lo que hace, que no se arriesga sin necesidad y se siente seguro.
- Hasta que es cogido -dijo la mujer agriamente-. ¡Cuántas veces he oído yo a los toreros decir eso antes que les dieran una cornada! ¡Cuántas veces he oído a Finito decir que todo consiste en saber o no saber cómo se hacen las cosas y que el toro no atrapa nunca al hombre, sino que es el hombre quien se deja atrapar entre los cuernos del toro! Siempre hablan así, con mucho orgullo, antes de ser cogidos. Luego, cuando vamos a verlos a la clínica -y se puso a hacer gestos, como si estuviera junto al lecho del herido-: «¡Hola, cariño, hola!» -dijo con voz sonora. Y luego, imitando una voz casi afeminada, la del torero herido-: «Bueñas, compadre. ¿Cómo va eso, Pilar?» «¿Qué te ha pasado, Finito, chico, cómo te ha ocurrido este cochino accidente?» -volvió a decir, con su poderosa voz. Luego, con voz débil, delgada-: «No es nada, Pilar; no es nada. No debiera haberme ocurrido. Le maté estupendamente, ya sabes. No hubiera podido matarle mejor. Luego, después de matarle como debía y de dejarle enteramente muerto, cayéndose por su propio peso y temblándole las patas, me aparté con cierto orgullo y mucho estilo, y por detrás me metió el cuerno entre las nalgas y me lo sacó por el hígado.» -Rompió a reír, dejando de imitar el habla casi afeminada del torero y recobrando su propio tono de voz.- Tú y tu seguridad. Y me lo dices a mí, que he vivido nueve años con tres de los toreros peor pagados del mundo. Y me lo dices a mí, que sé un rato de lo que es el miedo y de lo que es la seguridad. Háblame a mí de seguridad. Y tú. ¡Qué ilusiones puse yo en ti y cómo me has chasqueado! En un año de guerra te has convertido en un holgazán, en un borracho y en un cobarde.
- No tienes derecho a hablar así -dijo Pablo-. Y mucho menos delante de gente extraña y de un extranjero.
- Hablo como me da la gana -dijo la mujer de Pablo-. ¿Habéis oído? ¿Todavía crees que eres tú quien manda aquí?
- Sí -dijo Pablo-. Soy yo quien manda aquí.
- Ni en broma -dijo la mujer-. Aquí mando yo. ¿Lo habéis oído vosotros también? Aquí no manda nadie más que yo. Tú puedes quedarte, si quieres, y comer de lo que yo guiso y beber el vino que guardo; pero sin abusar mucho. Puedes trabajar con los demás, si quieres, pero la que manda aquí soy yo.
- Debiera matarte a ti y al extranjero -dijo Pablo, sombrío.
- Inténtalo -dijo la mujer de Pablo-; ya veremos lo que pasa.
- Una taza de agua para mí -dijo Jordan, sin dejar de mirar al hombre de la cabezota siniestra y a la mujer, que seguía de pie, llena de arrogancia y sosteniendo el cucharón con tanta autoridad como si fuese un cetro.
- María -llamó la mujer de Pablo, y cuando la muchacha apareció en la puerta, dijo-: Agua para este camarada.
Jordan sacó del bolsillo su cantimplora y al cogerla aflojó ligeramente la pistola del estuche y la deslizó junto a su cadera. Echó por segunda vez un poco de ajenjo en su taza de agua, cogió la que la muchacha acababa de traerle y empezó a echar el agua al ajenjo gota a gota. La muchacha se quedó en pie, a su lado, observándole.
- Vete fuera -dijo la mujer de Pablo, haciéndole un ademán con la cuchara.
- Afuera hace frío -contestó la chica, apoyando el codo en la mesa y acercando la mejilla a Jordan, para observar mejor lo que sucedía en la taza, donde el licor estaba empezando a formar nubéculas.
- Puede que lo haga -dijo la mujer de Pablo-, pero aquí hace demasiado calor. -Y luego añadió amablemente:- En seguida te llamo.
La muchacha movió la cabeza y salió.
«No creo que vaya a aguantar mucho», se dijo Jordan. Levantó la taza con una mano y apoyó la otra de manera abierta en la pistola. Había corrido el seguro y sentía ahora el contacto tranquilizador y familiar de la culata, de labrado gastado, casi liso por el uso, y la fresca compañía del gatillo. Pablo había dejado de mirarle y miraba a la mujer, que prosiguió:
- Escucha, borracho, ¿sabes ya quién manda aquí?
- Mando yo.
- No, oye. Abre bien los oídos y quítate la cera de las orejas peludas. La que manda soy yo.
Pablo la miró y por la expresión de su rostro no podía averiguarse lo que pensaba. La miró resueltamente unos segundos y luego miró al otro lado de la mesa, a donde estaba Jordan. Luego volvió a mirar a la mujer.
- Está bien; tú mandas -asintió-. Y si así lo quieres, él manda también. Y podéis iros los dos al diablo. -Miraba ahora cara a cara a la mujer y no parecía dejarse dominar por ella ni haberse turbado por lo que le había dicho.- Es posible que sea un holgazán y que beba demasiado. Y puedes pensar que soy un cobarde, aunque te engañas. Pero, sobre todo, no soy un estúpido -hizo una pausa-. Puedes mandar si quieres, y que te aproveche. Y ahora, si eres una mujer, además de ser comandante, danos algo de comer.
- María -gritó la mujer de Pablo. La muchacha metió la cabeza por la manta que tapaba la entrada de la cueva-. Entra y sirve la sopa.
La chica entró, como se le decía, y acercándose a la mesa baja que había junto al fogón, cogió unas escudillas de hierro esmaltado y las acercó a la mesa.
- Hay vino para todos -dijo la mujer de Pablo a Jordan-; y no hagas caso de lo que dice ese borracho. Cuando se acabe, conseguiremos más. Acaba esa cosa tan rara que estás bebiendo y toma un trago de vino.
Jordan apuró de un trago el ajenjo que le quedaba y sintió que un calor suave, agradable, vaporoso, húmedo, toda una serie de reacciones químicas, se producían en él. Tendió su taza para que le sirvieran vino. La chica se la llenó y se la devolvió sonriendo.
- ¿Has visto el puente? -preguntó el gitano.
Los otros, que no habían abierto la boca después del homenaje rendido a Pilar, mostraban ahora mucho interés en escuchar.
- Sí -contestó Jordan-; es fácil de volar. ¿Queréis que os lo explique?
- Sí, hombre, explícalo.
Jordan sacó de su bolsillo el cuaderno de notas y les enseñó los dibujos.
- Mira -dijo el hombre de la cara aplastada, al que llamaban Primitivo-; ¡si es mismamente el puente!