- Es extraño -dijo la mujer- que el Sordo no haya venido. Debería haber llegado hace una hora.
- ¿Le avisó usted para que viniese?
- No; viene todas las noches.
- Quizás esté haciendo algo, algún trabajo.
- Es posible -dijo la mujer-; pero si no viene, tendrémos que ir a verle mañana.
- Ya. ¿Está muy lejos de aquí?
- No, pero será un buen paseo. Me hace falta ejercicio.
- ¿Puedo ir yo? -preguntó María-. ¿Podría ir yo también, Pilar?
- Sí, hermosa -contestó la mujer, volviendo hacia ella su cara maciza-. ¿Verdad que es guapa? -preguntó a Robert Jordan-. ¿Qué te parece? ¿Un poco delgada?
- A mí me parece muy bien -contestó Robert Jordan.
María le sirvió una taza de vino.
- Beba esto -le dijo-; le hará verme más guapa. Hay que beber mucho para verme guapa.
- Entonces vale más que no beba -dijo Jordan-. Me pareces ya guapa, y más que guapa -dijo tuteándola abiertamente.
- Así se habla -dijo la mujer-. Tú hablas como los buenos de verdad. ¿Qué más tienes que decir de ella?
- Que es inteligente -respondió Jordan, de una manera vacilante. María dejó escapar una risita y la mujer movió la cabeza lúgubremente.
- ¡Qué bien había usted empezado y qué mal acaba, don Roberto!
- No me llames don Roberto.
- Es una broma. Aquí decimos en broma don Pablo y decimos en broma señorita María.
- No me gusta esa clase de bromas -dijo Jordan-. Camarada es el modo como debiéramos llamarnos todos en esta guerra. Cuando se bromea tanto, las cosas comienzan a estropearse.
- Eres muy místico tú con tu política -dijo la mujer, burlándose de él-. ¿No te gustan las bromas?
- Sí, me gustan mucho, pero no con los nombres. El nombre es como una bandera.
- A mí me gusta reírme de las banderas. De cualquier bandera -dijo la mujer, echándose a reír-. Para mí, cualquiera puede bromear sobre cualquier cosa. A la vieja bandera roja y gualda la llamábamos pus y sangre. A la bandera de la República, con su franja morada, la llamábamos sangre, pus y permanganato. Y era una broma.
- El es comunista -aseguró María-, y los comunistas son gente muy seria.
- ¿Eres comunista?
- No. Yo soy antifascista.
- ¿Desde hace mucho tiempo?
- Desde que comprendí lo que era ser fascista.
- ¿Cuánto tiempo hace de eso?
- Cerca de diez años.
- Eso no es mucho tiempo -dijo la mujer-. Yo hace veinte años que soy republicana.
- Mi padre fue republicano de toda la vida -dijo María-. Por eso le mataron.
- Mi padre fue republicano toda la vida también. Y también lo fue mi abuelo -dijo Robert Jordan.
- ¿En dónde fue eso?
- En los Estados Unidos.
- ¿Mataron a tu padre? -preguntó la mujer.
- ¡Qué va! -dijo María-. Los Estados Unidos es un país de republicanos. Allí no matan a nadie por ser republicano.
- De todos modos, es una cosa buena tener un abuelo republicano -dijo la mujer-. Es señal de buena casta.
- Mi abuelo formó parte del Comité Nacional Republicano -dijo Jordan. Su declaración impresionó hasta a María.
- ¿Y tu padre hace todavía algo por la República? -preguntó Pilar.
- No, mi padre murió.
- ¿Puede preguntarse cómo murió?
- Se pegó un tiro.
- ¿Para que no le torturasen? -preguntó la mujer.
- Sí -replicó Jordan-; para que no le torturasen.
María le miró con lágrimas en los ojos:
- Mi padre -dijo- no pudo conseguir ninguna arma. Pero me alegro mucho de que su padre tuviera la suerte de conseguir un arma.
- Sí, tuvo mucha suerte -dijo Jordan-. ¿Podríamos ahora hablar de otra cosa?
- Entonces, usted y yo somos iguales -dijo María. Puso una mano en su brazo y le miró a la cara. Jordan contempló la morena cara de la muchacha y vio que los ojos de ella eran por primera vez tan jóvenes como el resto de sus facciones, sólo que, además, se habían vuelto de repente ávidos, juveniles y ansiosos.
- Podríais ser hermano y hermana por la traza -opinó la mujer-. Pero creo que es una suerte que no lo seáis.
- Ahora ya sé por qué he sentido lo que he sentido -dijo María-. Ahora lo veo todo muy claro.
- ¡Qué va! -se opuso Robert Jordan e, inclinándose, le pasó la mano por la cabeza. Había estado deseando hacer eso todo el día, y haciéndolo, notaba que se le volvía a formar un nudo en su garganta. La chica movió la cabeza bajo su mano y sonrió. Y él sintió el cabello espeso, duro y sedoso doblarse bajo sus dedos. Luego, la mano se deslizó sola hasta su garganta, pero la dejó caer.
- Hazlo otra vez -dijo ella-. Quiero que lo hagas muchas veces.
- Luego -contestó Jordan, con voz ahogada.
- Muy bonito -saltó la mujer de Pablo, con voz atronadora-, ¿Y soy yo la que tiene que ver todo esto? ¿Tengo yo que ver todo esto sin que me importe un pimiento? No hay quien pueda soportarlo. A falta de alguna cosa mejor, tendré que agarrarme a Pablo.
María no le hizo caso, como no había hecho caso de los otros que jugaban a las cartas en la mesa, a la luz de una vela.
- ¿Quiere usted otra taza de vino, Roberto? -preguntó María.
- Sí-di jo él-; venga.
- Vas a tener un borracho como yo -dijo la mujer de Pablo-. Con esa cosa rara que ha bebido y todo lo demás. Escúchame, inglés.
- No soy inglés: soy americano.
- Escucha, entonces, americano. ¿Dónde piensas dormir?
- Afuera; tengo un saco de noche.
- Está bien -aprobó ella-. ¿Está la noche despejada?
- Sí, y muy fría.
- Afuera, entonces -dijo ella-; duerme afuera. Y tus cosas pueden dormir conmigo.
- Está bien -contestó Jordan.
- Déjanos un momento -dijo Jordan a la muchacha. Y le puso una mano en el hombro.