- ¿Por qué?
- Quiero hablar con Pilar.
- ¿Tengo que marcharme?
- Sí.
- ¿De qué se trata? -preguntó la mujer de Pablo cuando la muchacha se hubo alejado hacia la entrada de la cueva donde se quedó de pie, junto al pellejo de vino, mirando a los hombres que jugaban a las cartas.
- El gitano dijo que yo debería… -empezó a decir Jordan.
- No -le dijo la mujer-; está equivocado.
- Si fuera necesario que yo… -insinuó Jordan de manera tranquila, aunque premiosa.
- Eres muy capaz de hacerlo -dijo la mujer-. Lo creo. Pero no es necesario. He estado observándote. Tu comportamiento ha sido acertado.
- Pero si fuese necesario…
- No -insistió ella-. Ya te lo diré cuando sea necesario. El gitano tiene la cabeza a pájaros.
- Un hombre que se siente débil puede ser un gran peligro.
- No. No entiendes nada de esto. Ese está ya más allá del peligro.
- No lo entiendo.
- Eres muy joven todavía -afirmó ella-. Ya lo entenderás. -Luego llamó a la muchacha.- Ven, María. Ya hemos acabado de hablar.
La chica se acercó y Jordan extendió la mano y se la pasó por la cabeza. Ella se restregó bajo su mano como un gatito. Hubo un momento en que él creyó que incluso iba a llorar. Pero los labios de María volvieron a recuperar su gesto habitual, le miró a los ojos y sonrió.
- Harías bien yéndote a la cama -dijo la mujer a Robert Jordan-. Has trabajado demasiado.
- Bueno -dijo Jordan-; voy a buscar mis cosas.
Capítulo séptimo
Se quedó dormido en el saco de noche y al despertar creyó que había dormido mucho tiempo. El saco estaba extendido en el suelo, al socaire de los roquedales, más allá de la entrada de la cueva. Durmiendo, se había vuelto de lado y había ido a recostarse sobre la pistola, que tuvo buen cuidado de sujetar con una correa en torno a su muñeca y colocarla junto a él bajo el saco, cuando se puso a dormir; estaba tan cansado -le dolían los hombros y la espalda, le dolían las piernas, y los músculos se le habían quedado tan entumecidos que el suelo se le antojó blando-, que el mero estirarse bajo el saco, y el roce con el forro de lanilla le había producido una especie de voluptuosidad, esa voluptuosidad que sólo proporciona la fatiga. Al despertar se preguntó dónde estaba; recordó y buscó la pistola que había quedado debajo de su cuerpo y se estiró placenteramente, dispuesto a dormir de nuevo, con una mano apoyada en el lío de ropas enrolladas en torno de sus alpargatas que le servía de almohada, y el otro rodeando la improvisada almohada.
Entonces sintió que algo se apoyaba en su hombro y se volvió rápidamente, con la mano derecha crispada sobre la pistola dentro del saco de noche.
- ¡Ah!, ¿eres tú? -dijo, y, soltando el arma, tendió los brazos hacia ella y la atrajo hacia sí. Al estrecharla entre sus brazos sintió que temblaba-. Métete dentro -dijo dulcemente-; fuera hace frío.
- No, no debo.
- Ven -dijo él-; luego lo discutiremos.
La muchacha temblaba. El la tenía sujeta por la muñeca, sosteniéndola dulcemente con el otro brazo. Ella había vuelto la cabeza para no encontrarse con él.
- Vamos, conejito -dijo Robert Jordan, y la besó en la nuca.
- Tengo miedo..'
- No tengas miedo. Métete.
- ¿Cómo?
- Deslízate en el interior. Hay mucho sitio; ¿quieres que te ayude?
- No -dijo ella y se metió en el saco y un momento después, él, manteniéndola bien sujeta, trataba de besarla en los labios y ella le esquivaba apoyando la cara en el lío de ropas que hacía de almohada; pero había tendido un brazo alrededor del cuello de él y lo mantenía en esa postura. Luego sintió que sus brazos se aflojaban y al tratar de atraerla vio que volvía a temblar.
- No -dijo, echándose a reír-; no te asustes. Es la pistola.
Cogió el arma y la puso detrás de él.
- Me da vergüenza -dijo ella, con la cara siempre alejada de la suya.
- No tienes por qué. Vamos, vamos.
- No, no debo hacerlo. Me da vergüenza y estoy asustada.
- No, conejito, por favor.
- No debería hacerlo; quizá tú no me quieras.
- Te quiero.
- Yo te quiero también. Sí, te quiero. Ponme la mano en la cabeza -dijo ella, con la cara siempre hundida en la almohada. Jordan le puso la mano en la cabeza y la acarició, y de repente ella apartó el rostro de la almohada y se encontró en sus brazos, apretada estrechamente contra él, mejilla contra mejilla, y rompió a llorar.
El la mantenía inmóvil contra sí, sintiendo toda la esbeltez de su cuerpo joven, le acariciaba la cabeza y besaba la sal húmeda de sus ojos, y mientras ella lloraba, sus redondos senos de recios botoncitos le rozaban a través de la camisa que llevaba puesta.
- No sé besar -dijo ella-; no sé cómo se hace.
- No hay necesidad de besarse.
- Sí, tengo que besarte. Tengo que hacerlo todo.
- No hay necesidad de hacer nada. Estamos muy bien así; pero llevas demasiada ropa.
- ¿Qué tengo que hacer?
- Yo te ayudaré.
- ¿Está mejor ahora?
- Sí, mucho mejor. ¿No te encuentras mejor?
- Sí, claro que sí. ¿Y podré irme contigo, como ha dicho Pilar?
- Sí.
- Pero no a un asilo. Contigo.
- Conmigo; no a un asilo.
- Contigo, contigo, contigo. Contigo, y seré tu mujer.
Seguían en la misma posición, pero todo lo que antes estaba cubierto había quedado ahora descubierto. En donde había estado la rugosidad de las bastas telas era ahora todo suavidad, dulzura, suave presión de un bulto suave, firme y redondo, sensación continuada de delicada frescura y un mantenerse unidos sin fin y una especie de dolor en el pecho, y una tristeza terrible y profunda que quitaba la respiración. Robert Jordan no pudo aguantar más, y preguntó:
- ¿Has querido a otros?
- No, nunca.
Pero de repente quedó como desmayada entre sus brazos.
- Pero me han hecho cosas.
- ¿Quiénes?
- Varios.
Se había quedado inmóvil, como si su cuerpo estuviera muerto; apartó la cabeza de él.