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- Ahora no me querrás.

- Te quiero -dijo Jordan.

Pero algo había sucedido y ella se dio cuenta.

- No -dijo ella, y su voz salía como apagada; no tenía color-. No me vas a querer y quizá me lleves al asilo. Y yo iré al asilo y no seré la mujer de nadie.

- Te quiero, María.

- No, no es verdad -dijo ella. Luego, como si pidiera perdón, con un poco de esperanza en la voz-: Pero no he besado nunca a ningún hombre.

- Entonces, bésame a mí.

- Quisiera besarte -dijo ella-; pero no sé cómo. Cuando me hicieron cosas luché hasta que me quedé sin ver. Luché hasta que uno se-sentó sobre mi cabeza y yo le mordí, y entonces me amordazaron y me tuvieron sujetos los brazos detrás de la cabeza, y otros me hicieron cosas.

- Te quiero, María -dijo él-; y nadie te ha hecho nada. Nadie puede tocarte a ti. Nadie te ha tocado, conejito mío.

- ¿Crees lo que te digo?

- Lo creo.

- ¿Y podrías quererme? -preguntó, apretándose cálidamente contra él.

- Te quiero todavía más.

- Procuraré besarte como pueda.

- Bésame ahora.

- No sé cómo besarte.

- Bésame; no hace falta más.

María le besó en la mejilla.

- No, así, no.

- ¿Qué se hace con la nariz? Siempre me he preguntado qué se hacía con la nariz.

- Muy fácil; vuelve la cabeza -dijo él, y sus bocas se unieron y ella se mantuvo apretada contra él, y su boca se abrió un poco y él, manteniéndola apretada contra sí se sintió de repente más feliz que lo había sido nunca, más ligero, con una felicidad exultante, íntima, impensable. Y sintió que todo su cansancio y toda su preocupación se desvanecían y sólo sintió un gran deleite y dijo-: Conejito mío, cariño mío, amor mío; hace mucho tiempo que yo te quiero.

- ¿Qué es lo que dices? -preguntó ella, como si hablara desde algún sitio muy lejano.

- Amor mío -dijo él.

Estaban abrazados y él sintió que el corazón de ella latía contra el suyo, y con la punta del pie, acarició ligeramente sus pies.

- Has venido descalza -dijo.

- Sí.

- Entonces, sabías que ibas a acostarte conmigo.

- Sí.

- Y no has tenido miedo.

- Sí, mucho miedo. Pero me daba vergüenza no saber cómo tendría que quitarme los zapatos.

- ¿Qué hora es ahora? ¿Lo sabes?

- No, ¿tienes tu reloj?

- Sí, pero lo tengo detrás de ti.

- Entonces, sácalo de ahí.

- No.

- Pues mira por encima de mi hombro.

Era la una de la madrugada. La esfera del reloj brillaba en la oscuridad creada por la manta.

- Me pinchas con tu barba en el hombro.

- Perdóname, no tengo nada con que afeitarme.

- No importa; me gusta. ¿Tienes la barba rubia?

- Sí.

- ¿Y vas a dejártela crecer?

- No crecerá mucho; antes tenemos que terminar el asunto del puente. María, escúchame: ¿estás dispuesta?

- ¿Dispuesta a qué?

- ¿Quieres que lo hagamos?

- Sí, quiero. Quiero lo que tú quieras. Quiero hacerlo todo, y si lo hacemos todo, quizá sea como si lo otro no hubiese ocurrido.

- ¿Cómo se te ha ocurrido eso? ¿Lo has pensado sola?

- No. Lo había pensado sola, pero fue Pilar la que me lo dijo.

- Es muy lista esa mujer.

- Y otra cosa -dijo María suavemente-; Pilar me ha mandado que te diga que no estoy enferma. Ella sabe estas cosas y me dijo que te lo dijese.

- ¿Te dijo ella que me lo dijeras?

- Sí. Hablé con ella y le dije que te quería. Te quise en cuanto te vi llegar y te había querido siempre, antes de verte, y se lo dije a Pilar, y Pilar dijo que si alguna vez te contaba lo que me había pasado, que te dijera que no estaba enferma. Lo otro me lo dijo hace mucho tiempo; poco después de lo del tren.

- ¿Qué fue lo que te dijo?

- Me dijo que a una no le hacen nada si una no lo consiente y que si yo quería a alguien de veras, todo eso desaparecería. Quería morirme, ¿sabes?

- Pilar te dijo la verdad.

- Y ahora soy feliz por no haberme muerto. Me siento tan dichosa de no haber muerto… ¿Crees que podrás quererme?

- Claro, ya te quiero.

- ¿Y podría ser tu mujer?

- No puedo tener mujer mientras haga este trabajo. Pero tú eres mi mujer desde ahora.

- Si algún día lo soy, lo seré para siempre. ¿Soy tu mujer ahora?

- Sí, María. Sí, conejito mío.

Ella se apretó más contra él y él buscó sus labios, los encontró y se besaron, y él la sintió fresca, nueva, suave, joven y adorable, con aquella frescura cálida, devoradora e increíble; porque era increíble encontrársela allí, en su saco de noche, que era tan familiar para él como sus propias ropas, sus zapatos o su trabajo, y, por último, ella dijo, asustada:

- Y ahora hagamos en seguida todo lo que tenemos que hacer, para que desaparezca todo lo demás.

- ¿Lo deseas de verdad?

- Sí -dijo ella casi con fiereza-. Sí. Sí. Sí.

Capítulo octavo

La noche estaba fría. Robert Jordan dormía profundamente. Se despertó una vez y, al estirarse, notó la presencia de la muchacha, acurrucada, dentro del saco, respirando ligera y regularmente. El cielo estaba duro, esmaltado de estrellas, el aire frío le empapaba las narices; metió la cabeza en la tibieza del saco y besó la suave espalda de la muchacha. La chica no se despertó y Jordan se volvió de lado, despegándose suavemente y, sacando otra vez la cabeza del saco, se quedó en vela un instante, paladeando la voluptuosidad que le originaba su fatiga; luego, el deleite suave, táctil, de los dos cuerpos rozándose; por último, estiró las piernas hasta el fondo del saco y se dejó caer a plomo en el más profundo sueño.

Se despertó al rayar el día. La muchacha se había marchado. Lo supo al despertarse, extender el brazo y notar el saco todavía tibio en el lugar donde ella había reposado. Miró hacia la entrada de la cueva, donde se hallaba la manta, bordeada de escarcha, y vio una débil columna gris de humo, que se escapaba de una hendidura entre las rocas, cosa que quería decir que el fuego de la cocina había sido encendido.