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- ¿Y cómo avanzará usted hacia La Granja cuando el puente haya volado?

- Estamos preparados para repararlo en cuanto hayamos ocupado el puerto. Es una operación complicada y bonita. Tan complicada y tan bonita como siempre. El plan ha sido preparado en Madrid. Es otro de los planes de Vicente Rojo, el profesor bonito que no tiene suerte con sus obras maestras. Soy yo quien tiene que llevar a cabo la ofensiva y quien tiene que llevarla a cabo, como siempre, con fuerzas insuficientes. A pesar de todo, es una operación con muchas probabilidades. Me siento más optimista de lo que suelo sentirme. Puede tener éxito si se elimina el puente. Podemos ocupar Segovia. Mire, le explicaré cómo se han preparado las cosas. ¿Ve usted este punto? No es por la parte más alta del puerto por donde atacaremos. Ya está dominado. Mucho más abajo. Mire. Por aquí…

- Prefiero no saberlo -repuso Jordan.

- Como quiera -accedió Golz-. Así tiene usted menos equipaje que llevar al otro lado.

- Prefiero no enterarme. De ese modo, ocurra lo que ocurra, no fui yo quien habló.

- Es mejor no saber nada -asintió Golz, acariciándose la frente con el lápiz-. A veces querría no saberlo yo mismo. Pero ¿se ha enterado usted de lo que tiene que enterarse respecto al puente?

- Sí, estoy enterado.

- Lo creo -dijo Golz-. Y no quiero soltarle un discurso. Vamos a tomar una copa. El hablar tanto me deja la boca seca, camarada Jordan. ¿Sabe que su nombre es muy cómico en español, camarada Jordan?

- ¿Cómo se dice Golz en español, camarada general?

- Hotze -dijo Golz, riendo y pronunciando el sonido con una voz gutural, como si tuviese enfriamiento-. Hotze -aulló-, camarada general Hotze. De haber sabido cómo pronunciaban Golz en español, me hubiera buscado otro nombre antes de venir a hacer la guerra aquí. Cuando pienso que vine a mandar una división y que pude haber elegido el nombre que me hubiese gustado y que elegí Hotze… General Hotze. Ahora es demasiado tarde para cambiarlo. ¿Le gusta a usted la palabra partizan?

Era la palabra rusa para designar las guerrillas que actúaban al otro lado de las líneas.

- Me gusta mucho -dijo Jordan. Y se echó a reír-. Suena agradablemente. Suena a aire libre.

- A mí también me gustaba cuando tenía su edad -dijo Golz-. Me enseñaron a volar puentes a la perfección. De una manera muy científica. De oído. Pero nunca le he visto hacerlo a usted. Quizás, en el fondo, no ocurra nada. ¿Consigue volarlos realmente? -Se veía que bromeaba-. Beba esto -añadió, tendiéndole una copa de coñac-. ¿Consigue volarlos realmente?

- Algunas veces.

- Es mejor que no me diga «algunas veces» ahora. Bueno, no hablemos más de ese maldito puente. Ya sabe usted todo lo que tiene que saber. Nosotros somos gente seria, y por eso tenemos ganas de bromear. ¿Qué, tiene usted muchas chicas al otro lado de las líneas?

- No, no tengo tiempo para chicas.

- No lo creo; cuanto más irregular es el servicio, más irregular es la vida. Tiene usted un servicio muy irregular. También necesita usted un corte de pelo.

- Voy a la peluquería cuando me hace falta -contestó Jordan. «Estaría bonito que me dejase pelar como Golz», pensó-. No tengo tiempo para ocuparme de chicas -dijo con acento duro, como si quisiera cortar la conversación-. ¿Qué clase de uniforme tengo que llevar? -preguntó.

- Ninguno -dijo Golz-. Su corte de pelo es perfecto. Sólo quería gastarle una broma. Es usted muy diferente de nosotros -dijo Golz, y volvió a llenarle la copa-. Usted no piensa en las chicas. Yo tampoco. Nunca pienso en nada de nada. ¿Cree usted que podría? Soy un general soviétique. Nunca pienso. No intente hacerme pensar.

Alguien de su equipo, que se encontraba sentado en una silla próxima, trabajando sobre un mapa en un tablero, m'urmuró algo que Jordan no logró entender.

- Cierra el pico -dijo Golz en inglés-. Bromeo cuando quiero. Soy tan serio, que puedo bromear. Vamos, bébase esto y lárguese. ¿Ha comprendido, no?

- Sí -dijo Jordan-; lo he comprendido. Se estrecharon las manos, se saludaron y Jordan salió hacia el coche, en donde le aguardaba el viejo dormido. En aquel mismo coche llegaron a Guadarrama, con el viejo siempre dormido, y subieron por la carretera de Navacerrada hasta el Club Alpino, en donde Jordan descansó tres horas antes de proseguir la marcha.

Esa era la última vez que había visto a Golz, con su extraña cara blanquecina, que nunca se bronceaba, con sus ojos de lechuza, con su enorme nariz y sus finos labios, con su cabeza calva, surcada de cicatrices y arrugas. Al día siguiente por la noche, estarían todos preparados, en los alrededores de El Escorial, a lo largo de la oscura carretera: las largas líneas de camiones cargando a los soldados en la oscuridad; los hombres, pesadamente cargados, subiendo a los camiones; las secciones de ametralladoras izando sus máquinas hasta los camiones; los tanques remolcando por las rampas a los alargados camiones; toda una división se lanzaría aquella noche al frente para atacar el puerto. Pero no quería pensar en eso. No era asunto suyo. Era de la incumbencia de Golz. El sólo tenía una cosa que hacer, y en eso tenía que pensar. Y tenía que pensar en ello claramente, aceptar las cosas según venían y no inquietarse. Inquietarse era tan malo como tener miedo. Hacía las cosas más difíciles.

Se sentó junto al arroyo, contemplando el agua clara que se deslizaba entre las rocas, y descubrió al otro lado del riachuelo una mata espesa de berros. Saltó sobre el agua, cogió todo lo que podía coger con las manos, lavó en la corriente las enlodadas raíces y volvió a sentarse junto a su mochila, para devorar las frescas y limpias hojas y los pequeños tallos enhiestos y ligeramente picantes. Luego se arrodilló junto al agua, y haciendo correr el cinturón al que estaba sujeta la pistola, de modo que no se mojase, se inclinó, sujetándose con una y otra mano sobre los pedruscos del borde y bebió a morro. El agua estaba tan fría, que hacía daño.

Se irguió, volvió la cabeza, al oír pasos, y vio al viejo que bajaba por los peñascos. Con él iba otro hombre, vestido también con la blusa negra de aldeano, y con los pantalones grises de pana, que eran casi un uniforme en aquella provincia; iba calzado con alpargatas y con una carabina cargada al hombro. En la cabeza no llevaba nada. Los dos hombres bajaban saltando por las rocas como cabras.

Cuando llegaron hasta él, Robert Jordan se puso de pie.

- ¡Salud, camarada! -dijo al hombre de la carabina, sonriendo.

- ¡Salud! -dijo el otro, de mala gana. Robert Jordan estudió el rostro burdo, cubierto por un principio de barba, del recién llegado. Era una faz casi redonda; la cabeza era también redonda, y parecía salir directamente de los hombros. Tenía ojos pequeños y muy separados y las orejas eran también pequeñas y muy pegadas a la cabeza. Era un hombre recio, de un metro ochenta de estatura, aproximadamente, con las manos y los pies muy grandes. Tenía la nariz rota y los labios hendidos en una de las comisuras; una cicatriz le cruzaba el labio de arriba, abriéndose paso entre las barbas mal rasuradas.