- Vamos a acabar con el barreño -dijo el gitano-; hay más de medio pellejo. Lo trajimos en uno de los caballos.
- Fue el último trabajo de Pablo -dijo Anselmo-. Desde entonces no ha hecho nada.
- ¿Cuántos son ustedes? -preguntó Jordan.
- Somos siete y dos mujeres.
- ¿Dos?
- Sí, la muchacha y la mujer de Pablo.
- ¿Dónde está la mujer de Pablo?
- En la cueva. La muchacha sabe guisar un poco. Dije que guisaba bien para halagarla. Pero lo único que hace es ayudar a la mujer de Pablo.
- ¿Y cómo es esa mujer, la mujer de Pablo?
- Una bestia -dijo el gitano sonriendo-. Una verdadera bestia. Si crees que Pablo es feo, tendrías que ver a su mujer. Pero muy valiente. Mucho más valiente que Pablo. Una bestia.
- Pablo era valiente al principio -dijo Anselmo-. Pablo antes era muy valiente.
- Ha matado más gente que el cólera -dijo el gitano-. Al principio del Movimiento, Pablo mató más gente que el tifus.
- Pero desde hace tiempo está muy flojo -explicó Anselmo-. Muy flojo. Tiene mucho miedo a morir.
- Será porque ha matado tanta gente al principio -dijo el gitano filosóficamente-. Pablo ha matado más que la peste.
- Por eso y porque es rico -dijo Anselmo-. Además, bebe mucho. Ahora querría retirarse como un matador de toros. Pero no se puede retirar.
- Si se va al otro lado de las líneas, le quitarán los caballos y le harán entrar en el ejército -dijo el gitano-. A mí no me gustaría entrar en el ejército.
- A ningún gitano le gusta -dijo Anselmo.
- ¿Y para qué iba a gustarnos? -preguntó el gitano-. ¿Quién es el que quiere estar en el ejército? ¿Hacemos la revolución para entrar en filas? Me gusta hacer la guerra, pero no en el ejército.
- ¿Dónde están los demás? -preguntó Jordan. Se sentía a gusto y con ganas de dormir gracias al vino. Se había tumbado boca arriba, en el suelo, y contemplaba a través de las copas de los árboles las nubes de la tarde moviéndose lentamente en el alto cielo de España.
- Hay dos que están durmiendo en la cueva -dijo el gitano-. Otros dos están de guardia arriba, donde tenemos la máquina. Uno está de guardia abajo; probablemente están todos dormidos.
Jordan se tumbó de lado.
- ¿Qué clase de máquina es ésa?
- Tiene un nombre muy raro -dijo el gitano-; se me ha ido de la memoria hace un ratito. Es como una ametralladora.
«Debe de ser un fusil ametrallador», pensó Jordan.
- ¿Cuánto pesa? -preguntó.
- Un hombre puede llevarla, pero es pesada. Tiene tres pies que se pliegan. La cogimos en la última expedición seria; la última, antes de la del vino.
- ¿Cuántos cartuchos tenéis?
- Una infinidad -contestó el gitano-. Una caja entera, que pesa lo suyo.
«Deben de ser unos quinientos», pensó Jordan.
- ¿Cómo la cargáis, con cinta o con platos?
- Con unos tachos redondos de hierro que se meten por la boca de la máquina.
«Diablo, es una Lewis», pensó Jordan.
- ¿Sabe usted mucho de ametralladoras? -preguntó al viejo.
- Nada -contestó Anselmo-. Nada.
- ¿Y tú? -preguntó al gitano.
- Sé que disparan con mucha rapidez y que se ponen tan calientes que el cañón quema las manos si se toca -respondió el gitano orgullosamente.
- Eso lo sabe todo el mundo -dijo Anselmo con desprecio.
- Quizá lo sepa -dijo el gitano-. Pero me preguntó si sabía algo de la máquina y se lo he dicho. -Luego añadió-: Además, en contra de lo que hacen los fusiles corrientes, siguen disparando mientras se aprieta el gatillo.
- A menos que se encasquillen, que les falten municiones o que se pongan tan calientes que se fundan -dijo Jordan, en inglés.
- ¿Qué es lo que dice usted? -preguntó Anselmo.
- Nada -contestó Jordan-. Estaba mirando al futuro en inglés.
- Eso sí que es raro -dijo el gitano-. Mirando el futuro en inglés. ¿Sabe usted leer en la palma de la mano?
- No -dijo Robert, y se sirvió otra taza de vino-. Pero si tú sabes, me gustaría que me leyeras la palma de mi mano y me dijeses lo que va a pasar dentro de tres días.
- La mujer de Pablo sabe leer la palma de la mano -dijo el gitano-. Pero tiene un genio tan malo y es tan salvaje, que no sé si querrá hacerlo.
Robert Jordan se sentó y tomó un sorbo de vino.
- Vamos a ver cómo es esa mujer de Pablo -dijo-; si es tan mala como dices, vale más que la conozca cuanto antes.
- Yo no me atrevo a molestarla -dijo Rafael-; me odia a muerte.
- ¿Porqué?
- Dice que soy un holgazán.
- ¡Qué injusticia! -comentó Anselmo irónicamente.
- No le gustan los gitanos.
- Es un error -dijo Anselmo.
- Tiene sangre gitana -dijo Rafael-; sabe bien de lo que habla -añadió sonriendo-. Pero tiene una lengua que escuece como un látigo. Con la lengua es capaz de sacarte la piel a tiras. Es una salvaje increíble.
- ¿Cómo se lleva con la chica, con María? -preguntó Jordan.
- Bien. Quiere a la chica. Pero no deja que nadie se le acerque en serio. -Movió la cabeza y su lengua chascó.
- Es muy buena con la muchacha -medió Anselmo-. Se cuida mucho de ella.
- Cuando cogimos a la chica, cuando lo del tren, era muy extraña -dijo Rafael-; no quería hablar; estaba llorando siempre, y si se la tocaba, se ponía a temblar como un perro mojado. Solamente más tarde empezó a marchar mejor. Ahora marcha muy bien. Hace un rato, cuando hablaba contigo, se ha portado muy bien. Por nosotros, la hubiéramos dejado cuando lo del tren. No valía la pena perder tiempo por una cosa tan fea y tan triste que no valía nada. Pero la vieja le ató una cuerda alrededor del cuerpo, y cuando la chica decía que no, que no podía andar, la vieja le golpeaba con un extremo de la cuerda para obligarla a seguir adelante. Luego, cuando la muchacha no pudo de veras andar por su pie, la vieja se la cargó a la espalda. Cuando la vieja no pudo seguir llevándola, fui yo quien tuvo que cargar con ella. Trepábamos por esta montaña entre zarzas y malezas hasta el pecho. Y cuando yo no pude llevarla más, Pablo me reemplazó. ¡Pero las cosas que tuvo que llamarnos la vieja para que hiciéramos eso! -movió la cabeza, acordándose-. Es verdad que la muchacha no pesa, no tiene más que piernas. Es muy ligera de huesos y no pesa gran cosa. Pero pesaba lo suyo cuando había que llevarla sobre las espaldas, detenerse para disparar y volvérsela luego a cargar, y la vieja que golpeaba a Pablo con la cuerda y le llevaba su fusil, y se lo ponía en la mano cuando quería dejar caer a la muchacha, y le obligaba a cogerla otra vez, y le cargaba el fusil y le daba unas voces que le volvían loco… Ella le sacaba los cartuchos de los bolsillos y cargaba el fusil y seguía gritándole. Se hizo de noche, y con la oscuridad todo se arregló. Pero fue una suerte que no tuvieran caballería.