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- Que nos ayuden en seguida -dijo el otro-; que todos esos puercos maricones con nombre ruso vengan a ayudarnos ahora. -Disparó y dijo:- Me cago en tal; lo he fallado.

- Ahorra los cartuchos y no hables tanto -dijo el Sordo-; que vas a tener sed y no hay agua en esta colina.

- Toma esto -repuso el hombre, tumbándose de lado y haciendo pasar por encima del hombro una bota que llevaba en bandolera-. Enjuágate la boca, viejo. Debes de tener mucha sed con tus heridas.

- Que beban todos -dijo el Sordo.

- Entonces, beberé yo el primero -dijo el propietario de la bota, y echó un largo trago, pasándola luego de mano en mano.

- Sordo, ¿cuándo crees que van a venir los aviones? -preguntó el hombre de la barbilla pegada al suelo.

- De un momento a otro -contestó el Sordo-; ya deberían estar aquí.

- ¿Crees que esos hijos de puta van a atacarnos de nuevo?

- Solamente si no llegan los aviones.

No creyó útil decir nada del mortero. Cuando éste llegase, ya se darían cuenta, y siempre sería demasiado pronto.

- Sabe Dios cuántos aviones tendrán, por lo que vimos ayer.

- Demasiados -dijo el Sordo.

Le seguía doliendo la cabeza y el brazo lo tenía tan tieso que cualquier movimiento le hacía sufrir de manera intolerable. Levantando la bota con su brazo bueno miró al cielo, alto, claro y azul, un cielo de comienzos de verano. Tenía cincuenta y dos años y estaba seguro de que era la última vez que lo veía.

No sentía miedo de morir, pero le irritaba el verse cogido en una trampa sobre aquella colina donde no había otra cosa que hacer más que morir. «Si hubiésemos podido escapar… -pensó-. Si hubiésemos podido obligarlos a subir a lo largo del valle y si hubiésemos podido desparramarnos al otro lado de la carretera, todo hubiera ido muy bien. Pero este absceso de colina»… Lo único que podía hacerse era utilizarlo lo mejor que se pudiera. Y eso era lo que estaban haciendo entonces.

De haber sabido cuántos hombres en la historia tuvieron que morir en una colina, la idea no le hubiera consolado en absoluto, porque en los trances por que él pasaba, los hombres no se dejan impresionar por lo que les sucede a otros en análogas circunstancias, más de lo que una viuda de un día puede consolarse con la idea de que otros esposos amantísimos han muerto también. Se tenga miedo o no, es difícil aceptar el propio fin. El Sordo lo había aceptado; pero no encontraba alivio en esa aceptación, pese a que tenía cincuenta y dos años, tres heridas y estaba sitiado en la cima de una colina.

Bromeó consigo mismo sobre el asunto, pero, contemplando el cielo y las cimas lejanas, tomó un trago de la bota y comprobó que no sentía ningún deseo de morir. «Si es preciso morir, y claro que va a ser preciso, puedo morir. Pero no me gusta nada.»

Morir no tenía importancia ni se hacía de la muerte ninguna idea aterradora. Pero vivir era un campo de trigo balanceándose a impulsos del viento en el flanco de una colina. Vivir era un halcón en el cielo. Vivir era un botijo entre el polvo del grano segado y la paja que vuela. Vivir era un caballo entre las piernas y una carabina al hombro, y una colina, y un valle, y un arroyo bordeado de árboles, y el otro lado del valle con otras colinas a lo lejos.

El Sordo devolvió la bota a su dueño con un movimiento de cabeza que era signo de agradecimiento. Se inclinó hacia delante y acarició el espinazo del caballo muerto en el lugar en que el cañón del fusil automático había quemado el cuero. Le llegaba aún el olor de la crin quemada. Recordaba cómo había tenido allí al caballo tembloroso, mientras las balas silbaban crepitando alrededor como una cortina, y cómo había disparado con tiento justamente en la intersección de las líneas que unen la oreja con el ojo de la cara opuesta. Luego, cuando el caballo se desplomó, se tumbó tras su espinazo, caliente y húmedo, para disparar sobre los asaltantes, que subían por la colina.

«Eras mucho caballo», dijo.

El Sordo, tumbado en ese momento sobre su costado sano, miraba al cielo. Estaba tumbado sobre un montículo de cartuchos vacíos, con la cabeza protegida por las rocas, y el cuerpo pegado contra el flanco del caballo. Sus heridas le endurecían dolorosamente sus músculos, padecía mucho y estaba demasiado fatigado para moverse.

- ¿Qué es lo que te pasa, hombre? -le preguntó el que estaba junto a él.

- Nada. Estoy descansando un poco.

- Duérmete -replicó el otro-; ya nos despertarán cuando lleguen.

En aquel momento alguien gritó desde el comienzo de la cuesta:

- Escuchad, bandidos -la voz provenía de detrás del peñasco que abrigaba la ametralladora más próxima a ellos-. Rendíos ahora, antes que los aviones os hagan trizas.

- ¿Qué ha dicho? -preguntó el Sordo.

Joaquín se lo repitió. El Sordo dio media vuelta y se irguió lo suficiente como para ponerse de nuevo a la altura de su arma.

- Quizá no tengan aviones -dijo-. No le respondáis ni disparéis. Quizá podamos hacer que ataquen de nuevo.

- ¿Y si los insultáramos un poco? -preguntó el hombre que había contado a Joaquín que el hijo de la Pasionaria estaba en Rusia.

- No -dijo el Sordo-; dame tu pistola grande. ¿Quién tiene una pistola grande?

- Yo.

- Dámela.

Se puso de rodillas, cogió la gran «Star» de nueve milímetros y disparó una bala al suelo, junto al caballo muerto. Esperó un rato y disparó después cuatro balas a intervalos regulares. Luego aguardó, contando hasta sesenta, y disparó una última bala en el cuerpo del caballo muerto. Luego sonrió y devolvió la pistola.

- Vuelve a cargarla -susurró-, y que nadie abra la boca ni dispare.

- Bandidos -gritó la misma voz desde detrás de los peñascos.

En la colina no le respondió nadie.

- Bandidos, rendíos ahora, antes que os hagamos saltar en mil pedazos.

- Ya pican -murmuró el Sordo, muy contento.

Mientras él vigilaba la cuesta, un hombre se dejó ver por encima de una roca. Ningún disparo salió de la colina, y la cabeza desapareció. El Sordo esperó, sin dejar de observar, pero no pasó nada. Volvió la cabeza para mirar a los otros, que vigilaban cada uno su correspondiente sector. Como respuesta a su mirada, los otros movieron negativamente la cabeza.

- Que nadie se mueva -susurró.

- Hijos de puta -gritó de nuevo la voz de detrás de los peñascos.

- Cochinos rojos, violadores de vuestra madre, bebedores de la leche de vuestro padre…

El Sordo sonrió. Conseguía oír los insultos volviendo hacia la voz su oreja buena. «Esto es mejor que la aspirina. ¿A cuántos vamos a atrapar? ¿Es posible que sean tan cretinos?»