La voz había callado de nuevo, y durante tres minutos no se oyó ni percibió ningún movimiento. Después, el soldado que estaba a un centenar de metros por debajo de ellos se puso al descubierto y disparó. La bala fue a dar contra la roca y rebotó con un silbido agudo. El Sordo vio a un hombre que, agazapado, corría desde los peñascos en donde estaba el arma automática, a través del espacio descubierto, hasta el gran peñasco, detrás del que se había escondido el hombre que gritaba, zambulléndose materialmente detrás de él.
El Sordo echó una mirada alrededor. Le hicieron gestos indicándole que no había novedad en las otras pendientes. El Sordo sonrió dichoso y movió la cabeza. «Diez veces mejor que la aspirina», pensó, y aguardó dichoso, como sólo puede serlo un cazador.
Abajo, el hombre que había salido corriendo, fuera del montón de piedras, hacia el refugio que ofrecía el gran peñasco, hablaba y le decía al tirador:
- ¿Qué piensas de esto?
- No sé -respondió el tirador.
- Sería lógico -dijo el hombre que era el oficial que mandaba el destacamento-. Están cercados. No pueden esperar más que la muerte.
El soldado no replicó.
- ¿Tú qué crees? -inquirió el oficial.
- Nada.
- ¿Has visto algún movimiento desde que dispararon los últimos tiros?
- Ninguno.
El oficial consultó su reloj de pulsera. Eran las tres menos diez.
- Los aviones deberían haber llegado hace una hora -comentó.
Entonces llegó al refugio otro oficial y el soldado se puso aparte para dejarle sitio.
- ¿Qué te parece, Paco? -preguntó el primer oficial.
El otro, que todavía jadeaba por la carrera que se había pegado para subir la cuesta atravesándola de uno a otro lado, desde el refugio de la ametralladora, respondió:
- Para mí, es una trampa.
- ¿Y si no lo fuera? Sería ridículo que estuviéramos aguardando aquí sitiando a hombres que ya están muertos.
- Ya hemos hecho algo peor que el ridículo -contestó el segundo oficial-. Mira hacia la ladera.
Miró hacia arriba, hacia donde estaban desparramados los cadáveres de las víctimas del primer ataque. Desde el lugar en que se encontraban se veía la línea de rocas esparcidas, el vientre, las patas en escorzo y las herraduras del caballo del Sordo, y la tierra recién removida por los que habían construído el parapeto.
- ¿Qué hay de los morteros? -preguntó el otro oficial.
- Deberán estar aquí dentro de una hora o antes.
- Entonces, esperémoslos. Ya hemos hecho bastantes tonterías.
- Bandidos -gritó repentinamente el primer oficial, irguiéndose y asomando la cabeza por encima de la roca; la cresta de la colina le pareció así mucho más cercana-. ¡Cochinos rojos! ¡Cobardes!
El segundo oficial miró al soldado moviendo la cabeza. El soldado apartó la mirada, apretando los labios.
El primer oficial permaneció allí parado, con la cabeza bien visible por encima de la roca y con la mano en la culata del revólver. Insultó y maldijo a los hombres que estaban en la cima. Pero no ocurrió nada. Entonces dio un paso, apartándose resueltamente del refugio, y se quedó allí parado, contemplando la cima.
- Disparad, cobardes, si aún estáis vivos -gritó-. Disparad sobre un hombre que no le teme a ningún rojo nacido de mala madre.
Era una frase muy larga para decirla a gritos, y el rostro del oficial se puso rojo y congestionado.
El segundo oficial, un hombre flaco, quemado por el sol, con ojos tranquilos y boca delgada, con el labio superior un poco largo, mejillas hundidas y mal rasuradas, volvió a mover la cabeza. El oficial que gritaba en aquellos momentos era el que había mandado el primer ataque. El joven teniente que yacía muerto en la ladera había sido el mejor amigo de este otro teniente, llamado Paco Berrendo, que ahora escuchaba los gritos de su capitán, el cual se encontraba en un estado visible de excitación.
- Esos son los cerdos que mataron a mi hermana y a mi madre -dijo el capitán. Tenía la tez roja, un bigote rubio, de aspecto británico, y algo raro en la mirada. Los ojos eran de un azul pálido, con pestañas rubias también. Cuando se les miraba se tenía la impresión de que se fijaban lentamente-. ¡Rojos! -gritó-. ¡Cobardes! -Y empezó otra vez a insultarlos.
Se había quedado enteramente al descubierto y, apuntando con cuidado, disparó sobre el único blanco que ofrecía la cima de la colina: el caballo muerto que había pertenecido al Sordo. La bala levantó una polvareda a unos quince metros por debajo del caballo. El capitán disparó de nuevo. La bala fue a dar contra una roca y rebotó silbando.
El capitán, de pie, siguió contemplando la cima de la colina. El teniente Berrendo miraba el cuerpo del otro teniente, que yacía justamente por debajo de la cima. El soldado miraba al suelo que tenía a sus pies. Luego levantó sus ojos hacia el capitán.
- Ahí arriba no queda nadie vivo -dijo el capitán-. Tú -añadió, dirigiéndose al soldado-, vete a verlo.
El soldado miró al suelo y no contestó.
- ¿No me has oído? -le gritó el capitán.
- Sí, mi capitán -contestó el soldado, sin mirarle.
- Entonces, vete. -El capitán tenía en la mano la pistola.- ¿Me has oído?
- Sí, mi capitán.
- Entonces, ¿por qué no vas?
- No tengo ganas, mi capitán.
- ¿No tienes ganas? -El capitán apoyó la pistola contra los riñones del soldado.- ¿No tienes ganas?
- Tengo miedo, mi capitán -respondió con dignidad el soldado.
El teniente Berrendo, que observaba la cara del capitán y sus ojos extraños, creyó que iba a matar al soldado.
- Capitán Mora… -dijo.
- Teniente Berrendo…
- Es posible que el soldado tenga razón.
- ¿Que tenga razón cuando dice que tiene miedo? ¿Que tenga razón cuando me dice que no quiere obedecer una orden?
- No. Que tenga razón cuando dice que es una trampa que se nos tiende.
- Están todos muertos -replicó el capitán-. ¿No me oyes cuando digo que están todos muertos?
- ¿Hablas de nuestros camaradas desparramados por esa ladera? -preguntó Berrendo-. Entonces estoy de acuerdo contigo.
- Paco -dijo el capitán-, no seas tonto. ¿Crees que eres el único que apreciaba a Julián? Te digo que los rojos están muertos. Mira.
Se irguió, puso las dos manos en la parte superior de la roca y, ayudándose torpemente con las rodillas, se encaramó y se puso de pie.