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- Disparad -gritó, de pie sobre el peñasco de granito gris, agitando los brazos-. Disparad. Disparad. Matadme.

En la cima de la colina el Sordo seguía acurrucado detrás del caballo muerto y sonreía.

«¡Qué gente!», pensó. Rió intentando contenerse, porque la risa le sacudía el brazo y le hacía daño.

- ¡Rojos! -gritaba el de abajo-. Canalla roja, disparad. Matadme.

El Sordo, con el pecho sacudido por la risa, echó una rápida ojeada por encima de la grupa del caballo y vio al capitán, que agitaba los brazos en lo alto de su peñasco. Otro oficial estaba junto a él. Un soldado estaba al otro lado. El Sordo continuó mirando en aquella dirección y moviendo la cabeza muy contento.

«Disparad sobre mí -repetía en voz baja-. Matadme.» Y volvieron a sacudirse sus hombros por la risa. Todo ello le hacía daño en el brazo y cada vez que reía, sacaba la impresión de que su cabeza iba a estallar. Pero la risa le acometía de nuevo como un espasmo.

El capitán Mora descendió del peñasco.

- ¿Me crees ahora, Paco? -le preguntó al teniente Berrendo.

- No -dijo el teniente Berrendo.

- ¡C…! -exclamó el capitán-. Aquí no hay más que idiotas y cobardes.

El soldado fue a refugiarse prudentemente detrás del peñasco y el teniente Berrendo se agazapó junto a él.

El capitán, al descubierto, a un lado del peñasco, se puso a gritar atrocidades hacia la cima de la colina. No hay lenguaje más atroz que el español. Se encuentra en este idioma la traducción de todas las groserías de las otras lenguas y, además, expresiones que no se usan más que en los países en que la blasfemia va pareja con la austeridad religiosa. El teniente Berrendo era un católico muy devoto. El soldado, también. Eran carlistas de Navarra y juraban y blasfemaban cuando estaban encolerizados; pero no dejaban de mirarlo como un pecado, que se confesaban regularmente.

Agazapados detrás de la roca, escuchando las blasfemias del capitán, trataron de desentenderse de él y de sus palabras. No querían tener sobre su conciencia ese linaje de pecados en un día en que podían morir.

«Hablar así no nos va a traer suerte -pensó el soldado-. Ese habla peor que los rojos.»

«Julián ha muerto -pensaba el teniente Berrendo-. Muerto ahí, sobre la cuesta, en un día como éste. Y ese mal hablado va a traernos peor suerte aún con sus blasfemias.»

Por fin el capitán dejó de gritar y se volvió hacia el teniente Berrendo. Sus ojos parecían más raros que nunca.

- Paco -dijo alegremente-, subiremos tú y yo.

- Yo no.

- ¿Qué dices? -exclamó el capitán, volviendo a sacar la pistola.

«Odio a los que siempre están sacando a relucir la pistola -pensó Berrendo-. No saben dar una orden sin sacar el arma. Probablemente harán lo mismo cuando vayan al retrete para ordenar que salga lo que tiene que salir.»

- Iré si me lo ordenas; pero bajo protesta -dijo el teniente Berrendo al capitán.

- Está bien. Iré yo solo -dijo el capitán-. No puedo aguantar tanta cobardía.

Empuñando la pistola con la mano derecha, comenzó firmemente la subida de la ladera. Berrendo y el soldado le miraban desde su refugio. El capitán pretendía esconderse y llevaba la vista al frente, fija en las rocas, el caballo muerto y la tierra recién removida de la cima.

El Sordo estaba tumbado detrás de su caballo, pegado a su roca, mirando al capitán, que subía por la colina.

«Uno solo. Pero, por su manera de hablar, se ve que es caza mayor. Mira qué animal. Mírale cómo avanza. Ese es para mí. A ése me lo llevo yo por delante. Ese que se acerca va a hacer el mismo viaje que yo. Vamos, ven, camarada viajero. Sube. Ven a mi encuentro. Vamos. Adelante. No te detengas. Ven hacia mí. Sigue como ahora. No te detengas para mirarlos. Muy bien. No mires hacia abajo. Continúa avanzando, con la mirada hacia delante. Mira, lleva bigote. ¿Qué te parece eso? Le gusta llevar bigote al camarada viajero. Es capitán. Mírale las bocamangas. Ya dije yo que era caza mayor. Tiene cara de inglés. Mira. Tiene la cara roja, el pelo rubio y los ojos azules. Va sin gorra y tiene bigote rubio. Tiene los ojos azules. Sus ojos son de color azul pálido y hay algo extraño en ellos. Son ojos que no miran bien. Ya está bastante cerca. Demasiado cerca. Bien, camarada viajero, ahí va eso. Eso es para ti, camarada viajero.»

Apretó suavemente el disparador del rifle automático y la culata le golpeó tres veces en el hombro con el retroceso resbaladizo y espasmódico de las armas automáticas.

El capitán se quedó de bruces en la ladera con su brazo izquierdo recogido bajo el cuerpo y el derecho empuñando aún la pistola, tendido hacia delante por encima de su cabeza. Desde la base de la colina empezaron a disparar contra la cima.

Acurrucado detrás del peñasco, pensando que ahora le iba a ser necesario cruzar el espacio descubierto bajo el fuego, el teniente Berrendo oyó la voz grave y ronca del Sordo en lo alto de la colina.

- Bandidos -gritaba la voz-. Bandidos. Disparad. Matadme.

En lo alto de la colina el Sordo estaba tumbado detrás de su ametralladora, riendo con tanta fuerza que el pecho le dolía y pensaba que iba a estallarle la cabeza.

- Bandidos -gritaba alegremente de nuevo-, matadme, bandidos.

Luego movió la cabeza con satisfacción. «Vamos a tener mucha compañía en este viaje», pensó.

Intentaba hacerse con el otro oficial cuando éste saliera del cobijo de la roca. Antes o después, se vería obligado a abandonarlo. El Sordo estaba seguro de que no podía dirigir el ataque desde allí y pensaba que tenía muchas probabilidades de alcanzarle.

En aquel momento los otros oyeron el primer zumbido de los aviones que se acercaban.

El Sordo no los oyó. Vigilaba atentamente la ladera, cubriéndola con el fusil ametrallador y pensando: «Para cuando yo le vea, habrá empezado a correr y es posible que le marre si no pongo mucha atención. Tendré que ir corriendo el fusil a medida que él vaya atravesando el espacio descubierto; si no, comenzaré a disparar al sitio adonde se dirija, y luego volveré hacia atrás para encontrarle.» En ese momento sintió que le tocaban en la espalda, se volvió y vio el rostro de Joaquín color de ceniza por el miedo. Y mirando en la dirección en que el muchacho señalaba, vio los dos aviones que se acercaban.

Berrendo salió corriendo del peñasco y se lanzó con la cabeza gacha hacia el abrigo de rocas donde estaba la ametralladora de ellos.

El Sordo, que estaba mirando los aviones, no le vio pasar.

- Ayúdame a sacar esto de aquí -dijo a Joaquín. Y el muchacho sacó la ametralladora del hueco entre el caballo y el peñasco.

Los aviones se acercaban rápidamente. Llegaban en oleadas y a cada segundo el estruendo se iba haciendo más fuerte.