María subió en esos momentos del campamento llevando una marmita de hierro que contenía un guisado de liebre con setas, envuelto en una salsa espesa, un saco de pan, una bota de vino, cuatro platos de estaño, dos tazas y cuatro cucharas. Se detuvo cerca de la ametralladora y dejó los dos platos para Agustín y Eladio, que había reemplazado a Anselmo. Les dio pan, desenroscó el tapón de la bota y llenó dos tazas de vino.
Robert Jordan la había visto trepar, ligera, hasta su puesto de observación con el saco a la espalda, la marmita en la mano y su cabeza rubia, rapada, brillando al sol. Saltó a su encuentro, cogió la marmita y le ayudó a escalar el último peñasco.
- ¿Qué han hecho los aviones? -preguntó ella, con mirada asustada.
- Han bombardeado al Sordo.
Jordan había destapado ya la marmita y se estaba sirviendo del guisado en un plato.
- ¿Están peleando todavía?
- No. Se acabó.
- ¡Oh! -exclamó ella, mordiéndose los labios, y miró a lo lejos.
- No tengo apetito -dijo Primitivo.
- Come, de todas maneras -le instó Robert Jordan.
- No podría tragar nada.
- Bebe un trago de esto, hombre -dijo Robert Jordan, tendiéndole la bota-. Y come después.
- Todo eso del Sordo me ha cortado el apetito -dijo Primitivo-. Come tú. Yo no tengo hambre.
María se acercó a él, le pasó el brazo por el cuello y le abrazó.
- Come, hombre -dijo-; cada cual tiene que guardar sus propias fuerzas.
Primitivo se apartó. Cogió la bota, y, echando la cabeza hacia atrás, bebió lentamente, dejando caer el chorro hasta el fondo de su garganta. Luego se llenó un plato de guisado y comenzó a comer.
Robert Jordan miró a María moviendo la cabeza. La muchacha se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Cada uno de ellos sabía lo que sentía el otro, y se quedaron así, uno al lado del otro. Jordan comía despaciosamente su ración, saboreando las setas, bebiendo de vez en cuando un trago de vino y sin hablar.
- Puedes quedarte aquí si quieres, guapa -dijo al cabo de un rato, cuando la marmita se había quedado vacía.
- No -dijo ella-; tengo que volver con Pilar.
- Puedes quedarte un rato aquí. Creo que ahora no pasará nada.
- No, tengo que ir con Pilar. Está dándome lecciones.
- ¿Qué te está dando?
- El catecismo -sonrió y luego la abrazó-. ¿No has oído hablar nunca del catecismo? -Volvió a sonrojarse.- Es algo parecido. -Se sonrojó de nuevo.- Pero distinto.
- Ve a tu catecismo -dijo él, y le acarició la cabeza. Ella le sonrió y dijo luego a Primitivo:
- ¿Quieres algo de abajo?
- No, hija mía -dijo él. Se veía que no había logrado recobrarse.
- Salud, hombre-replicó ella.
- Escucha -dijo Primitivo-, no tengo miedo de morir; pero haberlos dejado solos así… -Se le quebró la voz.
- No teníamos otra opción -dijo Robert Jordan.
- Ya lo sé; pero, a pesar de todo.
- No teníamos otra alternativa -dijo Robert Jordan-. Y ahora vale más no hablar de ello.
- Sí, pero solos, sin que los ayudase nadie…
- Es mejor no hablar más de eso -contestó Robert Jordan-. Y tú, guapa, vete a tu catecismo.
La vio deslizarse de roca en roca. Luego se estuvo sentado un rato meditando mientras miraba la altiplanicie.
Primitivo le habló; pero él no dijo nada. Hacía calor al sol, pero no lo sentía. Miraba las laderas de la colina y las extensas manchas de pinares que cubrían hasta las cimas más elevadas. Pasó una hora y el sol estaba ya a su izquierda cuando los vio por la cuesta de la colina, e inmediatamente cogió los gemelos.
Los caballos aparecían pequeños, diminutos; los dos primeros jinetes se hicieron visibles sobre la extensa ladera verde de la alta montaña. Seguían los cuatro jinetes más, que descendían esparcidos por todo lo ancho de la ladera. Vio después con los gemelos la doble columna de hombres y caballos recortándose en la aguda claridad de su campo de visión. Mientras los miraba sintió el sudor que le goteaba de las axilas, corriéndole por los costados. Al frente de la columna iba un hombre. Luego seguían otros jinetes. Luego, varios caballos sin jinete, con la carga sujeta a la montura. Luego, dos jinetes más. Después, los heridos, montados, llevando a un hombre a pie a su lado, y, cerrando la columna, otro grupo de jinetes.
Los vio bajar por la ladera y desaparecer entre los árboles del bosque. A la distancia en que se encontraba no podía distinguir la carga de una de las monturas, formada por una manta, atada a los extremos, y de trecho en trecho, de modo que formaba protuberancias como las que forman los guisantes en la vaina. Estaba atravesada sobre la montura y cada uno de los extremos iba atado a los estribos. A su lado, encima de la montura, se destacaba con arrogancia el fusil automático que había usado el Sordo.
El teniente Berrendo, que cabalgaba a la cabeza de la columna, a poca distancia de los gastadores, no se mostraba arrogante. Tenía la sensación de vacío que sigue a la acción. Pensaba: «Cortar las cabezas es una barbaridad. Pero es una prueba y una identificación. Tendré bastantes disgustos, a pesar de todo, con este asunto. ¡Quién sabe! Eso de las cabezas quizá les guste. Quizá las envíen todas a Burgos. Es una cosa bárbara. Los aviones eran muchos, muchos, muchos. Pero hubiéramos podido hacerlo todo y casi sin pérdidas con un mortero «Stokes». Dos mulos para llevar las municiones y un mulo con un mortero a cada lado de la silla. ¡Qué ejército hubiéramos tenido entonces! Con la potencia de fuego de todas las armas automáticas. Y otro mulo más. No, dos mulos para llevar las municiones. Bueno, deja eso ya. Entonces no sería caballería. Déjalo. Te estás fabricando un ejército. Dentro de un rato acabarás pidiendo un cañón de montaña.»
Luego pensó en Julián, caído en la colina, muerto y atado sobre un caballo, allí, a la cabeza de la columna. Y en tanto que bajaban hacia los pinos, adentrándose en la sombría quietud del bosque, empezó a rezar para sí mismo.
«Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra: a ti llamamos, a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas…»
Continuó rezando mientras los cascos de los caballos se apoyaban suavemente sobre las agujas de los pinos que alfombraban el suelo y la luz se filtraba por entre los árboles como si fueran las columnas de una catedral. Y, sin dejar de rezar, se detuvo un instante para ver a los gastadores, que iban en cabeza y cabalgaban entre los árboles.
Salieron del bosque para meterse por una carretera amarillenta que conducía a La Granja y los cascos de los caballos levantaron una polvareda que los envolvió a todos. El polvo cayó sobre los muertos atados boca abajo sobre la montura, sobre los heridos y sobre los que marchaban a pie, al lado de ellos, envueltos todos en una espesa nube.